El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

sábado, 30 de agosto de 2014

Éxitos que acarrean fracasos


Asombra la complejidad del ser humano. Por más que el psicoanálisis escudriñe hasta los últimos confines de su intimidad, no logra sacar a flote conclusiones ni resultados definitivos o plenamente satisfactorios. Quizás se le pida demasiado a esta ciencia que, por lo demás, no es exacta. Desde el diván del psicoanalista no se otean todos los horizontes.

Si recurrimos a los sociólogos, antropólogos y demás, tampoco ellos nos dan la medida exacta del corazón que rige los destinos de cada hombre o mujer. Por supuesto que los esfuerzos de todos ellos desvelan un poco el secreto de la humana existencia, pero no ofrecen la última clave de su comportamiento.

Se ha dicho y repetido que en la actualidad se abren posibilidades insospechadas lustros atrás. Podemos avanzar en múltiples campos y facetas. Disponemos de un notable margen a la hora de modelar nuestros músculos y de hablar un idioma extranjero. Somos capaces de familiarizarnos con los signos del pentagrama y aproximarnos a los misterios de la genética… No faltan en la sociedad quienes desempeñan con competencia y eficacia profesional sus tareas. 

Sin embargo, muchos fracasan en el objetivo principal: ser personas humanas dignas y competentes. Dan vueltas en torno de sí mismos, sin llegar a desentrañar el sentido de su existir. Se deprimen, sufren, viven atrapados, atrofian sus mejores posibilidades. 

El entorno invita a moverse, relacionarse, multiplicar los contactos con los demás. No hablemos ya del campo virtual donde en un día se pueden hacer trescientos amigos. Bien enfocado el asunto, y con mesura, tales posibilidades enriquecen a la persona. Pero en cuanto uno se descuida, se dispersa y fragmenta hasta el punto de desfigurar su esencial modo de ser. A veces sucede por no defraudar unas exigencias sociales muy discutibles, otras por pretender desempeñar unos roles que más bien resultan máscaras. 

Las ocupaciones nos arrastran como un torbellino. Los medios de comunicación asaltan nuestra intimidad. Vivimos deprisa y agitados. Tenemos el oído presto para lo que es más urgente, pero se da el caso de que lo urgente difícilmente suele coincidir con lo importante. Se piensa que uno mismo siempre está ahí para reflexionar. Mañana habrá tiempo, un mañana que acaba por no llegar jamás.

Orgullosos, pero amenazados

Pronto nos habituamos a las ventajas y posibilidades que la técnica, la medicina y la cultura nos brindan. Pedimos que no falte el ADSL, exigimos medicamentos sofisticados. Nos parece normal que internet ofrezca un menú casi infinito sobre ciencia, literatura, medicina e información general. Seguramente no valoramos en su justa medida las comodidades que tenemos al alcance de la mano, a la distancia de un clic. Bueno sería un suplemento de gratitud a nuestros ancestros y a quienes empujaron los logros conseguidos. 

Como fuere, el hombre actual, a diferencia de años atrás, se siente menos orgulloso de los resultados obtenidos. Empieza a recelar incluso de su propio poder, sospechando —como el aprendiz de brujo— que quizás todos los avances se le desplomen sobre su cabeza y le conviertan en víctima propiciatoria. 

En todo caso las complejas estadísticas, censos, cómputos, padrones e índices de desarrollo se tornan mudos cuando se les interpela acerca de la cuestión definitiva: si la vida del ser humano ha devenido más humana, libre y gozosa. Porque pudiera suceder que uno ande bien equipado, pero… ¿y si termináramos siendo una pieza de la enorme maquinaria en funcionamiento? ¿Y si el poder de los artilugios y las técnicas se descontrolan, se derrumban sobre nosotros y nos aplastan? 

Puede que la sociedad funcione de modo eficiente, pero ya nadie sabe apenas a qué oficinas van a parar las secretas informaciones sobre el ciudadano, ni quién carga con la responsabilidad de que sólo la verdad sea registrada. Nadie sabe dónde ir a reclamar si le falla la justicia o el ordenador le acusa de un delito que no ha cometido. Andamos perdidos en un laberinto del que apenas se escapa a golpe de cheque o de influencia.

Hay más coches de lujo circulando por las avenidas, más electrodomésticos en los hogares. Lamentablemente al precio de que otros muchos jamás los posean. Existe mayor grado de bienestar, del todo compatible con un mayor grado de marginación. Se multiplican las fábricas al ritmo de la contaminación. Los duración de la vida se ha alargado por varios años, pero no se puede afirmar que ha mejorado la calidad del vivir en gozo, poesía y solidaridad, que es justamente lo que le pone la etiqueta de felicidad a la vida. 

Quizás afinamos más en los derechos humanos de los ciudadanos, aunque mientras tanto se multiplican las facciones en los partidos y los divorcios en las familias. Aparecen los delincuentes como hongos y sobreviene a muchos la muerte antes de hora. Por no mencionar las crueldades de los yihadistas y compinches. 

Cada vez más ciudadanos toman conciencia de que el hombre de nuestra sociedad se halla un tanto perdido, víctima de sus propios logros, esclavizado por las fuerzas que ha desencadenado, amenazado en su intimidad más profunda. Por supuesto que lamentar los avances obtenidos sería una estupidez. Lamentemos que los avances no hayan servido para que los ciudadanos se hayan dado un baño de humanidad. No es el instrumento el culpable de nuestros males, sino de las intenciones frívolas o egoístas de quienes los manejan.

miércoles, 20 de agosto de 2014

La pedagógica leyenda del Rey Midas

                          


Resido en la hermosa isla de Mallorca, repleta de turistas en esta época veraniega. Cada noche los noticieros de la televisión —y otro tanto se diga de los demás medios de comunicación del lugar— dedican un notable espacio a asuntos relacionados con la corrupción y los juzgados. El conjunto no da para sacar conclusiones ejemplares y sí, en cambio, para menguar la confianza en el género humano. 

El yerno del que fue Rey hasta hace unos meses, la princesa su consorte, la Presidenta del Consell de Mallorca, la cúpula del partido “Unió Mallorquina”, periodistas y regidores, banqueros y contables... todos declaran ante los jueces. Unos se libran de la cárcel pero no de la multa. Otros tienen más suerte y no pagan con su dinero ni con su libertad. Unos pocos acaban entre barrotes. Uno de ellos, el que fuera Presidente del gobierno balear. Estoy convencido de que otros muchos no dejaron huellas suficientes de sus fechorías y de ahí que sigan en sus casas. Su conciencia no refulge más que la de los condenados. 

Exactamente lo mismo sucede a nivel del país. Cada día se descubren nuevos chanchullos, en ocasiones de gran envergadura. El mismísimo Presidente del Gobierno está bajo sospecha y muchos índices acusadores le señalan, por más que el tal señor aparente que el asunto no va con él. 

Por asociación de ideas, por un vaporoso afecto hacia los mitos reconocidos de nuestra cultura, mi pensamiento se dirige al Rey Midas. Sí, el que convertía en oro cuanto tocaba con sus manos, pero también el que lamentó profundamente esta capacidad. La leyenda más conocida del tal Rey cuenta que se tropezó con un dios extraviado y le puso en la dirección correcta. El dios Sileno quiso agradecer el favor accediendo a la petición del Rey, fuera cual fuera. Se le ocurrió pedir que se convirtiera en oro todo cuanto tocara.

El Rey actuó con total imprudencia y demostrando escasas luces. Le cegó la ambición y el oportunismo. Luego aconteció lo que era previsible. Cualquier alimento o bebida se convertía en oro antes de arribar a su estómago. Cuanto más metal amarillo acumulaba, tanto más hambre padecía. Fue el justo castigo a su ambición. Se cumplió aquello de que “por la boca muere el pez”. Se arrepintió, claro, y de nuevo suplicó al dios que le retirase tan extraordinario don. Así lo hizo mandando que se lavara las manos en un río.

Una leyenda sin desperdicio

Se me antoja una leyenda sin desperdicio, de una pedagogía sin igual. Nuestros contemporáneos necesitan escucharla a fin de no caer en la trampa. En el oro, en el dinero, se supone la solución a todas las necesidades, deseos y caprichos. Lo es en parte, pero al precio de que todo se convierta en oro, al precio de renegar de la condición humana y de lamentar luego tanto desvarío. 

Se arrepiente uno de declarar ante el juez, de ser perseguido por los fotógrafos cual vulgar chorizo, de sufrir el menosprecio de los articulistas en la prensa y de escuchar los insultos de la gente de a pie. Habían sido personajes famosos años atrás. A su paso se doblaban los espinazos y los ciudadanos ansiaban fotografiarse junto a ellos. Ahora se encuentran solos, abominados y aborrecidos.

El Rey Midas vino a ser ejemplo de las palabras —aún no escritas— del evangelio: “la ceguera propia de la riqueza ahoga la Palabra y no puede producir fruto”. El oro corroe el sentido de la vida, es el abono más apropiado para alimentar la autosuficiencia. Quien cree conseguirlo todo a golpe de cheque —lo mismo en el supermercado que en los tribunales— suele mirar por encima del hombro a su prójimo necesitado. Los demás no tienen rostro, sólo son pacientes, clientes, consumidores. Individuos a los que sacar algún beneficio o blanco de sus trapacerías. 

Tal es la confianza depositada en el dinero que acaban pro perder la perspectiva, pisan la raya de la cordura y llevan a cabo tejemanejes y canalladas que acaban descubriéndose. El mal olor a podredumbre y el volumen de la trastada ya no pueden mantenerse en el anonimato. Al contacto con el oro el corazón se endurece y la vista no distingue más que el color del dinero. Al resplandor de su brillo se planean jugarretas ruines, se establecen pactos deshonrosos y se ponen en pie amistades infames. Un brillo insano, artificial y perjudicial que nada positivo presagia.

Más allá del relato legendario me imagino a nuestro protagonista cayendo de bruces en la soberbia. El Rey Midas, antes de arrepentirse de la fatalidad que le perseguía, empezó a sobrevalorarse al comprobar que a su alrededor yacían montones de oro. Se sintió poderoso, tasó por más de la cuenta su coeficiente intelectual. Pensó que los pobres lo eran por faltarles el sentido de la oportunidad.

El Rey Midas caminó por los senderos sucesivos de la ambición, la imprudencia, la desesperación, la soledad y el arrepentimiento. Se me antoja que el itinerario de los poderosos caídos en desgracia transita caminos parecidos. Algunos han viajado desde el palacio hacia la cárcel con parada y fonda en los tribunales.

lunes, 11 de agosto de 2014

Carta a María de Nazaret


En próximas fechas se celebrarán fiestas de la Virgen muy populares: la Asunción a mitad de agosto y el nacimiento a principios de septiembre. Esta última suele coincidir con numerosos festejos en villas y campos. Y la Virgen carga sobre sus espaldas tradiciones valiosas, costumbres curiosas y algún que otro acto folklórico entre anodino y grotesco. Se me ocurre escribirle una carta abundando acerca de su rol —de acuerdo a mi entender— y confiando que a ella le parezca bien el contenido. Después de todo habito en el santuario mariano más visitado de Mallorca y comparto con los feligreses que suben la montaña.  

María —o Miriam, como te llamaban en Nazaret— de seguro estás al corriente de las muchas celebraciones y festejos que se hacen en tu honor. Los estudiosos de tu época, atentos a las costumbres que vigían por entonces, aventuran que tú no supiste de letra. Pero tras tantos años en el cielo, rodeada de doctores y doctoras de la Iglesia, seguro que la situación ha cambiado. De seguro sabes muy bien lo que tus hijos se llevan entre manos.  
Un cambio asombroso
Es asombroso lo que ha sucedido contigo. Hace 2.000 años te conocían los familiares, unas cuantas amigas de adolescencia y luego también los discípulos más cercanos a tu Hijo Jesús. Hoy, en cambio, nuestro mundo está sembrado de santuarios marianos. Miles de mujeres se identifican con tu nombre. Tus imágenes parecen reproducirse por generación espontánea. Articulistas y charlistas escudriñan las pocas palabras que nos dejaste y hasta dicen muchas cosas de su propia cosecha.
Sorprende cómo, en determinadas épocas, te han ensalzado sin mesura y hasta han hecho de ti bandera de no sé cuántas virtudes. No hace tantos años que una literatura un tanto barroca te llamaba Princesa, Rosa, Torre de Marfil, etc. etc.
Mucho me temo, sin embargo que, con el mejor deseo de enaltecerte, se te alejaba de nuestra realidad de cada día. Tan arriba colocaban tu pedestal que te veíamos borrosa y desenfocada. No sé lo que pensarás, pero yo prefiero volver los ojos a tus orígenes que nos hablan de sencillez y cercanía. Quiero venerarte, claro está, pero sin dejar de imitarte. Siempre he sospechado que hay quien se llena la boca con títulos y frases para deleitarse. Sí, para expansionarse en sus afectos marianos y bajar luego con buena conciencia los peldaños del santuario a fin de cometer sus trastadas.  
En un cartel colocado en el pórtico de una Iglesia leí una vez: “Dios la llenó de gracia, nosotros de joyas”. Un tanto provocativo sí lo era el autor de la frase, aunque no andaba tan huérfano de razón. Porque los textos normativos de la fe te presentan sin adornos, humilde mujer de Nazaret, sierva del Señor.
No acabo de entender por qué el integrismo, el triunfalismo, el chauvinismo han tratado de secuestrarte una y otra vez. Tampoco comprendo por qué ciertas oraciones rezuman de interjecciones y admiraciones cuando se dirigen a ti. ¿Será para disimular lo menguado de su contenido? Ni llego a descubrir el motivo por el cual tanta gente tiene la extraña manía de involucrarte en amenazas y lúgubres mensajes. La verdad es que tú irradias muy otra atmósfera.
Una cosa es cierta, tú compartiste las preocupaciones de un hogar, experimentaste la dificultad de la fe, te inquietaste cuando tu hijo adolescente se perdió por el camino, te indignaste cuando tuviste que pagar a los romanos un impuesto de tu escaso presupuesto. Y, al final, supiste decir que sí. Aún resuena por el espacio cósmico el sí de la Anunciación. El sí que convirtió tu seno en el punto de encuentro entre Dios y el hombre. El sí que ha impulsado tantos otros “sí” de tus hijos creyentes.
En la penumbra
A lo largo de los siglos muchos han visto en ti a la Abogada de los humildes y los humillados. Durante dos milenios la liturgia te ha celebrado como Madre de Dios. Ahí están tus títulos de grandeza y no necesitas otros. Los ojos de los creyentes tienen motivos suficientes para fijarse en ti, que cambiaste el nombre de Eva por el de Ave, como dice un bello cántico en tu honor.  
Me da la impresión de que tu estilo estuvo marcado por la mesura y la penumbra. Fuiste presencia confortante para Jesús, para José, para los Apóstoles, para tus vecinos. Pero no lo proclamabas voz en grito. Exactamente como el sol calienta y alumbra sin que apenas nos demos cuenta. Como la raíz de un árbol que sustenta tronco, ramas y frutos, pero se mantiene en el anonimato.
Para mí que la mejor manera de quererte consiste en seguir tus huellas. Construir fraternidad desde el anonimato, con esfuerzo, oración y trabajo. Decir sí cuando hay que decirlo, aunque no se vislumbre adónde nos conducirá. Repetir que Dios ensalza a los humildes y despacha vacíos a los potentados. Repetirlo y obrar en consecuencia.
Nada tengo que decir contra las flores que los peregrinos depositan a tus pies, ninguna queja tengo contra los piropos que tus fieles van desgranando mientras susurran las letanías. Pero prefiero rezar el “Magnificat” y no desviarme de tus huellas. No seré yo quien baje tu estatua del pedestal, pero prefiero imaginarte entre las vecinas de Nazaret con las manos callosas.

Un filial abrazo.