El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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jueves, 31 de mayo de 2018

Fundamentalismo


Al lector atento no le pasa desapercibido que los impulsos fundamentalistas o integristas, bajo diversas etiquetas y barnices, endurecen a la sociedad y provocan procesos de enfrentamiento e intolerancia. Opino que el fundamentalismo es nefasto y de muy malas consecuencias. Sin embargo, puede colarse disimuladamente bajo el amparo de virtudes tan respetables como la obediencia, la firmeza, la claridad. Se me ocurren algunos rasgos fundamentalistas que pugnan por introducirse en la misma Iglesia católica y que convendría ponerlos en cuarentena antes de permitirles el paso.
Un primer rasgo, la absolutización de aquello que no es absoluto constituye una típica ideologización. Numerosas cuestiones de teología o moral se afirman con un énfasis que sólo debería dirigirse a las verdades sustanciales e irreversibles de la fe. Cuando se solicita para datos periféricos una indebida adhesión total y maciza, se arriesga a que todo el conjunto pierda credibilidad. El Vaticano II se refirió a la "jerarquía de verdades". Resulta evidente que, aunque la verdad como tal no puede dejar de ser cierta, no toda formulación tiene la misma importancia en el organismo de la fe. También éste tiene su corazón y su yugular.
Un segundo rasgo, el rechazo del mundo actual, con sus claros rasgos seculares y pluralista en valores morales y culturales. Un mundo que está a favor de la libertad religiosa y se muestra favorable a la interpretación razonada y metódica de los textos bíblicos. El fundamentalista rechaza cordialmente estos planteamientos y ni siquiera se digna entrar en la discusión. Prefiere elaborar una imagen monolítica de la fe. Una fe que no comprende el mundo actual, que lo anatematiza porque le produce pánico. Capitula ante la cultura moderna o postmoderna y sólo se le ocurre blandir un cristianismo rígido, válido para agredir y excomulgar.
Un tercer rasgo: afirmar la obediencia a la autoridad, pero una obediencia ciega y sin distingos. Las formulaciones de tipo moral, dogmático y disciplinar emanadas de los jerarcas no se razonan, simplemente se aceptan. Lo cual implica renunciar al núcleo más típico del ser humano: su racionalidad, su libertad. La fe supone, al final del camino, un salto en el vacío, en las manos de Dios. Pero no requiere continuos brincos con los ojos cerrados. Este extremo se complementa con la persecución a quien piensa diversamente. A poco que el clima se enrarezca surgirán los espías, los archivos secretos. 

Integrismo eclesial y político
Un cuarto rasgo, el integrismo eclesial y político. Las mentes dibujadas a escuadra y compás propenden a atar todos los cabos, a actuar según el modelo de los antiguos despotismos ilustrados. Simplemente le colocan la etiqueta divina al proyecto que se proponen llevar a cabo. Suspiran por alcanzar el mayor influjo posible en la Iglesia y la sociedad. Nada de humilde fermento ni de anónima levadura. Aquí hay que jugar fuerte. Y empiezan las visitas estratégicas, las negociaciones secretas y los acuerdos de aposento. Con lo cual puede suceder que se predique el evangelio con métodos antievangélicos. Algo tan paradójico como ridículo.
Un último rasgo, el aislamiento del resto de la sociedad. Los integristas, en cuestión de fe, piensan de modo muy diverso al ciudadano medio. Ello no les lleva a dudar de sus presupuestos, antes bien los reafirma y fortalece. Los otros son unos flojos, ineptos y descreídos. Así razona nuestro protagonista. Es la típica reacción fundamentalista. Y quien siga discutiéndola arriesga convertirse en destinatario de los golpes que propinan los iluminados. Golpes psicológicos, espirituales o crudamente físicos. Balas, bombas y puñales son recursos que algunos fundamentalistas no dudan en usar para defender lo que alegan ser voluntad de Dios.
Todo psicólogo advierte que quienes disponen de una estructura anímica más frágil necesitan mayor seguridad y apoyo. Los fundamentalistas se apiñan unos contra otros para defenderse a sí mismos de su propia inseguridad y luego, como el niño que canta para espantar la oscuridad, presumen de convicciones sólidas y del deseo de salvaguardarlas al precio que sea.

Afortunadamente, el cristiano medio tiene un sentido común que le inmuniza contra las opciones de este cariz. No comulga con el integrista que niega la razón y la libertad, que se sumerge en el oscurantismo o echa mano de la violencia. En efecto, el integrista no necesita ver, pues lo tiene todo claro. No le sirve juzgar, dado que la sentencia ha sido dada. Sólo está de acuerdo en actuar.
Sin embargo, la fe es demasiado grande como para que se la confunda con tan mezquino proceder. Las ideas y el talante del fundamentalista le intoxican el corazón hasta dejar de percibir cuanto sea ternura, delicadeza y respeto al prójimo.

viernes, 18 de mayo de 2018

Intolerancia

La sensibilidad de nuestros contemporáneos ya no admite marcha atrás en cuestión de pluralismo. Consideran que es el primero y más amplio soporte de la democracia, de la tolerancia y de los derechos humanos. Gracias al pluralismo se contrastan los pareceres, mientras que la intolerancia y el temor al disidente devienen la tumba de la sana convivencia.  Cuando alguien tiene miedo trata de defenderse, y la mejor defensa es un buen ataque, según se dice en el ámbito deportivo y fuera de él.  

Hay principios tales como la libertad de conciencia, de la sana disidencia y la legítima oposición, que hoy casi nadie, con un poco de pudor, tiene el valor de negar. Y lo mismo dígase del derecho a la libertad de investigación, el acceso sin trabas a la información, a la publicidad, a contribuir a una opinión pública.

Entiéndase, claro está, que tales derechos son válidos mientras no entren en conflicto con los de otros semejantes. Y que el pluralismo no debe degradarse a mera yuxtaposición de opiniones divergentes. No se trata de adoptar el ademán pasivista y fatalista ante cuestiones éticas o de principios, sino de reconocer la diversidad de horizontes de nuestros contemporáneos. Luego, si no está ausente la buena voluntad, ya se hallará espacio para el diálogo y para mantener con fervor las propias opciones.

Sin embargo, existen grupos que tienden al aislamiento y recurren a peculiares criterios que casan mal con el pluralismo por el que transitamos. Ellos sustentan una concepción de unidad que entra en conflicto con cualquier disidencia. Viven un clima de sospecha y rechazo frente a quienes no se conforman con repetir lo que otros le dictan al oído, ni están por vivir en el infantilismo permanente. 

Cuando una expresión de saludable pluralismo se le antoja al que manda una ofensa personal o una actitud intolerable, hay que esperar represiones, castigos y escarmientos. El intolerante enarbola la bandera de la unidad e invoca un extraño derecho a salvaguardarla. Lo cual le ofrece el pretexto para arremeter sin contemplaciones contra el que no se plegó a los criterios establecidos.

Los individuos más comprometidos, adultos y creativos, se hallarán más expuestos a sufrir el ostracismo y la represión. Mientras que los más mediocres, esmerados en no salirse del camino trillado, no encuentran obstáculos para mantener sus rutinas, ni motivos para sacudir su pereza mental. No estorban, de ahí que incluso se les premie con cargos y prebendas. Para cualquier sociedad o grupo humano una situación así resulta sangrantemente empobrecedora.

El miedo al pluralismo estimula a los amigos de la falsa unidad a arrancar la cizaña. Según creen, es mala hierba todo aquello que no les resulta familiar. Y, por cierto, no destaca entre sus cualidades la de otear el horizonte a fin de mirar al trasluz los comportamientos, ideas y criterios que van más allá de lo conocido y rutinario.

En ocasiones los militantes de la unidad sin fisuras son sinceros. El carácter, la formación, las heridas de la vida les han llevado a esta convicción. A cerrar puertas y ventanas, a levantar verjas y vallas. Pero en otros casos tienen intereses que defender. Piensan medrar bajo esta causa. O quizás su desidia y flojera les produce vértigo ante la eventualidad de abandonar los razonamientos de siempre. O tal vez consideran que en el terreno del “mando y ordeno” tienen más posibilidades de mantenerse en el candelero que bajando a la arena del diálogo.

Un grupo humano que —más allá de unos mínimos que le otorgan identidad y congruencia— no permite al individuo comportarse de manera adulta, libre y razonable, se verá precisado a pagar un alto precio. Sus componentes actuarán como niños, considerando bueno aquello que no les acarrea castigos y malo lo que sus dirigentes designan como tal.

No llegará muy lejos la credibilidad de un grupo con tales características. Un (mal) síntoma que permite identificarlos es el hecho de que sus dirigentes se han ido distanciando de la base. Pero no menos indicador es que multipliquen las condenas y las amenazas. Todo ello atestigua un miedo paralizante a perder el prestigio, a menguar los ingresos, a echar de menos las reverencias y los tratamientos.
Cuando se confunde la felicidad con la rutina y la novedad se considera una ofensa personal contra el que manda, mal va la cosa. A los tales la sangre que les llega al corazón carece de oxígeno, pues que respiran el aire de ámbitos cerrados y lóbregos. Un corazón al que le falta el oxígeno se asfixia a corto plazo.

lunes, 7 de mayo de 2018

Impertinencia

Al informar acerca del dolor que causan las catástrofes naturales (volcanes, inundaciones, seísmos...) o los muy lamentables actos terroristas, se le plantean al periodista graves y complicados dilemas de carácter ético.


Hoy día una gran parte del caudal informativo que fluye de los medios de comunicación se nutre de catástrofes, tragedias y accidentes de diverso tipo, que dejan tras de sí un impresionante reguero de víctimas, de padecimientos, de sollozos, de escenas emotivas en grado máximo. La posibilidad técnica de vivir al momento las consecuencias de un atentado, un terremoto o un asesinato, suscitan problemas éticos inexistentes en épocas pasadas.

Informar de hechos impregnados de dolor constituye uno de los desafíos más delicados a los que se enfrenta el periodista en el ejercicio de su profesión. ¿Qué pensar del informador que llega al lugar del siniestro, cámara en ristre, le da la vuelta al cuerpo sangriento y se sacia de sacar fotos y más fotos? Dispara con ansiedad para que la competencia no se adelante a la primicia. Su actitud profesional ante el sufrimiento ajeno nada tiene de delicada. Sin embargo, los valores de la profesión jamás deberían pasar por encima de los valores humanos.

Es preciso encontrar el equilibrio justo entre el deber de informar, en situaciones de dolor intenso y emotivo, y el respeto a los derechos de quienes las protagonizan. Cuando los familiares de un adolescente fallecido en un atentado piden respeto a su intimidad, ¿puede el periodista pasar por encima de la solicitud y sacar fotos desgarradoras o seguir preguntando acerca del suceso aunque el interlocutor estalle de dolor y no logre reprimir las lágrimas?

Se dan casos, escenas y acontecimientos que generan intensos sentimientos de aflicción o consternación. En este contexto está de más la intromisión de las cámaras o las preguntas fuera de lugar, como también las especulaciones innecesarias. Con más motivo si el mismo protagonista solicita el respeto a su intimidad.

No se trata, claro está, de dejar el dolor en el anonimato, sino de no interferir en los momentos delicados en que las víctimas son asistidas. En tales circunstancias no hay que aprovechar para coleccionar imágenes indiscretas -a veces del todo irrespetuosas- ni airear vivencias dolorosas que pertenecen en exclusiva a la persona afectada. Sin olvidar que ciertas informaciones pueden causar luego un daño suplementario a las víctimas.

La expresividad de las manifestaciones en la hora del dolor es muy viva. Se comprende que los receptores se sientan interesados y atraídos -en ocasiones con notable dosis de morbo- hacia los acontecimientos y escenas del entorno doloroso. El informador entonces tiene la tentación de aprovecharse injustamente del grado de emotividad generado y, a la vez, sacar rentabilidad a su labor.

Pero el dolor es una experiencia muy personal y a quien sufre le asiste todo el derecho a exigir no ser molestado. El tratamiento informativo del sufrimiento exige sensibilidad, compasión, discreción y respeto. De modo particular en la vertiente gráfica.

Aparte las escenas de accidentes naturales o de carácter terrorista se ha introducido una modalidad que muchas televisiones explotan y que ha logrado aceptación en el público. Se trata de interrogar de modo impertinente y embarazoso a fin de que el interlocutor se sienta mal y hasta, si es posible, deje resbalar una lágrima. En ocasiones la víctima no aguanta más a causa de las miradas ajenas y estalla en sollozos. Pero las cámaras insisten en los primeros planos, dando fe de cada pliegue del rostro y de cada lágrima que resbala por la mejilla. 

Algunos le llaman televisión-basura a estas realizaciones. Creo que no andan desacertados. Porque aquí ni siquiera se trata de informar de lo que ha acontecido, sino de transmitir en directo la desolación, las lágrimas, la incomodidad y la emoción a fin de mostrarlo obscenamente a los telespectadores. El objetivo, captar a más lectores o telespectadores y acrecentar méritos económicos o profesionales. Realmente, una actitud obscena.

Mientras los inescrupulosos profesionales de la información ponen rumbo hacia estas metas consiguen también sacarle callo a su corazón y embotar su propia sensibilidad. No saben sintonizar con el dolor ajeno, pero sí lo hacen a la perfección, y con el mayor descaro, con el sueldo extra. Son profesionales sin ética, meros personajes sin corazón, que enseñan cómo no hay que actuar cuando andan los sentimientos de por medio. Para ellos se ha construido la galería de personajes huérfanos de corazón.