El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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sábado, 30 de enero de 2010

Las razones del corazón

Hoy voy a dar la lata al eventual lector. Temo, por otra parte, que serán pocos, pues en cuanto huelan el tema quizás pulsen el clic de la crucecita superior de la página web y se alejen en busca de otro manjar más concreto. A pesar de todo voy a escribir estas líneas que de alguna manera justifican el título del blog: las razones del corazón. Un título cuyas raíces se alimentan de una frase de Pascal.

Confieso que siempre me ha seducido la forma y el contenido de este clásico autor francés: Blas Pascal. Y es que se niega a andar por la vida con ademán frívolo. Su cálida filosofía deja espacio para que participen, a partes iguales, la razón y el corazón. Y no menos lo admiro por la expresión lapidaria y elegante de que hace gala.

Con frecuencia uno trata de consolar al prójimo con consideraciones abstractas. En los momentos de desconsuelo recurre al dolor como factor de maduración y sensibilización hacia el prójimo. Las catástrofes naturales -terremotos, huracanes, tsunamis- servirían para que la naturaleza se renovara y las ciudades se reconstruyeran. Hasta en el terreno espiritual es muy común abordar los incidentes y sucesos con este tipo de razonamientos.

Pero se da el caso de que suele producir muy menguado efecto un tal planteamiento. Las consideraciones abstractas carecen de carne y hueso que es precisamente la materia prima de la que estamos revestidos.

A decir verdad, miradas las cosas con ojos asépticos y neutrales, abundan los motivos para la desesperanza y la incredulidad. Sufrimientos físicos, psíquicos y morales desde que uno nace. Las necesidades fundamentales no siempre ni todos logran apaciguarlas. Y las ilusiones se desvanecen, se deshilachan a medida que el tiempo engulle la realidad presente. Mientras que sí adquiere un perfil firme y seguro la certeza de la propia muerte con su inevitable proceso de envejecimiento.

Pero felizmente el hombre y la mujer no bracean solo, como náufragos, en un mar de sufrimiento y desesperación. También nadan en aguas de fe y esperanza. No siempre se encuentran solos e impotentes, pues en ocasiones saborean momentos de comunión y de amor. Si el panorama fuese totalmente negro, sin posibilidad alguna de mejora, acontecería probablemente que el individuo se dejaría morir o suplicaría que acabaran con él. No es precisamente lo que acontece ante nuestros ojos.

¿La angustia o la esperanza?

¿A dónde quiero llegar con tales elucubraciones? A que la razón juega un papel relativamente poco importante en el desplegarse de la vida. El análisis racional de cuanto acontece concluye que nuestro planeta es atroz, bestial. En el mundo animal reina la ley del más fuerte. En el mundo de los humanos sucede otro tanto, si bien la fuerza varía levemente de nombre y se la llama dinero, poder o prestigio. De ahí que la razón parece coger de la mano a la persona y conducirla hacia sendas escépticas, cínicas y aniquiladoras a la postre.

¿A dónde quiero llegar? Quiero llegar a demostrar que en el ámbito que nos ocupa, afortunadamente, el ser humano no suele mostrarse como ser racional ni aun como ser razonable. En estos asuntos prefiere que la esperanza florezca una y otra vez en medio del desierto de sus calamidades. Lo cual no deja de ser un tanto irracional o, al menos, escasamente razonable. De modo que no hay fundamento para los brotes verdes de la esperanza, pero el ser humano se aferra a ella. Decididamente se comporta de modo poco razonable.

Ya pueden los terremotos arrasar Chile o Haití. Da igual que las guerras amontonen muertos y mutilados, mientras sórdidos agentes de seguridad torturan y despedazan los cuerpos…. Los seres humanos, víctimas de tales desgracias y barbaridades, quieren seguir viviendo. En cuanto dispongan de un mínimo espacio y una migaja de tranquilidad volverán a las andadas. Es decir, a reconstruir su mundo cotidiano. Un mundo pequeñito, pero entrañable. Comenzarán de nuevo una y otra vez.

En consecuencia no son las ideas las que salvan al mundo, no es la inteligencia la que regenera las ansias de vivir. No. Son las descabelladas e insensatas esperanzas humanas las que logran que la bola del mundo siga rodando. Al deseo contumaz de sobrevivir hay que atribuir el heroísmo de las personas que, como laboriosas y testarudas hormiguitas, se empeñan en seguir pisando la corteza de nuestro planeta.


Si los seres humanos seguimos eligiendo la vida y no el suicidio, ¿no se deberá a que el corazón tiene sus razones que la razón desconoce, como aseguraba el primoroso Blas Pascal? Y quienes nos remitimos al corazón humano de nuestros prójimos y, con más razón, al corazón teándrico de Jesús, ¿no detectaremos claros indicios de que a esta espiritualidad le asisten justamente las razones del corazón? Por tal motivo este blog se titula: las razones del corazón.

miércoles, 20 de enero de 2010

Interrogantes tras el terremoto de Haití

Visité Haití un par de veces en mi estancia en R. Dominicana en nombre de la CONDOR (Conferencia Dominicana de Religiosos). La imagen que más se me grabó fue la de unos niños desnudos pidiendo monedas a los moradores de un hotel que se erguía unos metros más arriba. Los niños no podían subir por la ladera. Los turistas podían permanecer tranquilos. Tampoco había arboles en el entorno, pues habían sido talados para cocinar, según nos explicaron. Datos para un triste diagnóstico del país.

De acuerdo con que vivir es una pesada carga, pero no igualmente onerosa para todos. A las mayorías pobres les curva la espalda más que a las minorías ricas. En un terremoto son los pobres quienes aportan más muertos. En la guerra es este colectivo el que tiene más posibilidades de mudarse directamente al cementerio. Y cuando se produce escasez de agua o de alimentos, los poderosos siguen regando sus campos de golf mientras la carestía se detiene ante sus puertas.

De modo que hay quien vive y quien simplemente sobrevive. Ha sido siempre así desde que el ser humano camina por este azulado planeta. Pero este hecho se torna escandaloso cuando la ciencia y la tecnología podrían igualar la suerte de sus habitantes.

El Primer Mundo debe suicidarse

Nos hemos adentrado en el siglo XXI y gozamos de un desarrollo tecnológico como no soñaron nuestros ancestros. Hemos ganado terreno a la enfermedad y el problema es la excesiva abundancia de tejido graso que recubre a los individuos y pone en peligro su salud. El problema del mundo rico, claro está. Los millones de habitantes de los países pobres a nadie importan. Mueren miserablemente día tras día y si tienen la desgracia de sufrir un terremoto mueren por miles. Entonces la ciudad acaba siendo un enorme cementerio.

Hemos logrado garantizar el bienestar de unos, pero a costa de la miseria de muchos. Nuestros privilegios se sustentan sobre las estrecheces e infortunios de la mayoría. Haití es el foco de la noticia, pero dentro de unos días seguirá bajo la pátina anónima y sufriente de siempre. No es que nuestro mundo sea tan complicado, es que nos falta decisión para solucionar los problemas más fundamentales y no queremos ni pensar que la mejoría de los pobres merme nuestro propio bienestar. Ya lo proclamaba el obispo Casaldáliga: hasta que el primer mundo no se suicide -no renuncie a sus privilegios- el tercer mundo seguirá en la miseria.

El dinero se encuentra cuando los bancos quiebran y aún para que los dirigentes que los hundieron no rebajen sus sueldos blindados. Pero no lo hay para igualar un poco a los seres humanos que nos movemos sobre la corteza terrestre. Un trío de fuerzas negativas impide afrontar el asunto: la indiferencia, la prepotencia y la ambición.

Hay personas individuales y también colectivos que sí muestran una enorme solidaridad. Ahí están las comunidades religiosas, especialmente femeninas, de las que sabemos cuando ocurre alguna hecatombe como la que nos ocupa. Ellos y ellas se dedican a aliviar las penas de estos infiernos. También existen organizaciones no gubernamentales serias, cooperantes desinteresados… Pero no hay compromiso colectivo, estructural ni voluntad política.

Un botón de muestra. Unos feligreses comentaban su aporte a la causa haitiana tras el terremoto. Quienes les escuchaban contestaban que vaya estupidez! Dar dinero a una gente desconocida que ni me va ni me viene… Todo un síntoma.

En cierto modo los terremotos, como los cementerios, revelan la ominosa desigualdad de nuestro mundo. Hay tumbas suntuosas, de lujosos mármoles y ostentosos panteones. Se las construye en los lugares más dignos. La mayoría apenas si sostienen una cruz de madera. Carecen de nombre y les sobra anonimato. Los seísmos también dejan a la luz las diferencias entre unos y otros.

Interrogantes sin respuesta

Frente a esta tragedia de los pobres surgen mil preguntas, también de carácter religioso y teológico. ¿Por qué? ¿Está Dios implicado en las hecatombes? El problema del mal en el mundo sigue siendo un interrogante de espinosa respuesta. Voltaire escribió un poema tras el terremoto de Lisboa del año 1755. La literatura inmortalizó el acontecimiento. Voltaire era creyente deísta, no cristiano. Se burlaba de las teorías filosóficas que consideraban la tierra como el mejor de los mundos. En su muy irónica novela “Candido” abundó sobre el tema.

Muchos racionalistas, filósofos y teólogos buscaron respuestas. Algunos decían que, también los terremotos tienen sus beneficios. Señalaban con el índice que las ciudades se reconstruían y eran más cómodas y habitables. El mismísimo Kant sostenía que el fuego subterráneo que causa los terremotos también da origen a baños y manantiales calientes. La vegetación se beneficia de la liberación de sustancias subterráneas cuando la tierra se mueve. Los vapores sulfurosos que emanan del suelo tienen un efecto higiénico y purificador. De modo que, aunque puedan provocar algún daño importante, es probable que no pudiésemos subsistir sin ellos.

Nos sonreímos frente a este afán de buscar explicaciones forzadas. Y, por supuesto, sería una temeridad atribuir las catástrofes naturales a los pecados de los humanos. Se hizo también en el citado terremoto de Lisboa y en otras desgracias semejantes. Pero los reyes de Portugal no eran menos pecadores que los de Inglaterra. Y los niños que murieron aplastados en el seno de sus madres no tenían ninguna culpa que purgar.

Inútil buscar respuestas. Observamos el tapiz de la historia desde el interior. Pero el entramado sólo se aprecia correctamente desde el exterior. Nada de falsos consuelos o de hipótesis que traten de justificar a Dios. Solamente la confianza en que, más allá del sufrimiento y de la incomprensión que padecemos, hay Alguien que sí conoce el porqué de cuanto sucede.

Una cosa es cierta: Jesús fue el que más empeño puso en hacer retroceder el mal. El sufrimiento físico y el mal moral que es el pecado. No nos dejó ningún tratado que explicara el por qué y el para qué del mismo, pero nos enseñó a compadecer a nuestros hermanos y a aliviar sus penas. Aun con los interrogantes al aire, nada impide que pongamos manos a la obra para mitigar el dolor ajeno. En tal esfuerzo y amor Dios está presente. El creyente no tiene todas las respuestas al alcance de la mano. Ni sabe más que sus compañeros de camino.

domingo, 10 de enero de 2010

El latido del tiempo


Tras los festejos y felicitaciones del año nuevo es posible que uno elabore una personal filosofía del tiempo, su enigma y su misterio. De pronto uno se sorprende a sí mismo especulando sobre las peculiares, juguetonas y trágicas virtudes del tiempo. A saber, pintar canas a los adultos, ponerle pátina a las pinturas y cincelar arrugas en el rostro de los seres queridos.

La situación resulta, pues, propicia para hacer cábalas acerca de las funestas consecuencias inherentes al tiempo. O sobre el futuro desarrollo de sus promesas. Porque todo hay que decirlo: el tiempo no sólo se dedica a envejecer al personal, a oxidar las ilusiones y a apremiar a los deudores. También gusta de convertir a los pequeños en hombres hechos y derechos. Hace sabios a los ignorantes. Lleva a buen puerto ilusiones que culminan en el beso nupcial o en el birrete de graduación.

A año muerto, año puesto

No está fuera de lugar la metáfora de considerar al nuevo año como un rollizo recién nacido. Que, por cierto, va a tener una vida breve: sólo trescientos sesenta y cinco días. Luego irá a parar al cementerio de años que debe existir en alguna parte. Nueva reflexión propicia de cara a la caducidad de personas y cosas. El hecho es que, cuando el pequeño hace su aparición, se estimulan los anhelos y las esperanzas de los seres humanos. Además, suele ser recibido con una calurosa y alborotada bienvenida.

Aquello de que las apariencias engañan, acaso se inventara para indicar la metamorfosis del año: su paso de la decrepitud a la novedad. La hora que inicia el año, marcada por tan enorme algarabía, no raramente provoca la nostalgia y contribuye a deshilachar viejas utopías. Quizás fortalece el caparazón del escepticismo y la amargura.

Hay quienes vive el transcurrir del tiempo con una mal disimulada angustia. Como un patrimonio que se les va esfumando entre las manos con más prisa de la que desearan. Para ellos no sirve la acotación de que lo mismo puede decirse que tienen un año más que un año menos. Experimentan negativamente la agresión de las horas y los días. Tienen un año menos y déjense los filósofos o los bromistas de aplicar paños calientes al cáncer del tiempo que engulle con voracidad cuanto halla a su paso.

Sin embargo, también los hay que cargan con garbo los años sobre sus espaldas. Y no sólo porque su físico se mueve con agilidad, sino por cuanto intuyen que el tiempo les acerca a la meta y ésta les habla de plenitud. Al menos, desde la fe cristiana. Los brazos de Dios Padre esperan al caminante. Cuando llegue a término, con los pies doloridos y el alma vacilante, el Creador recogerá y revitalizará todas las sonrisas que esbozó a lo largo del camino. Ninguna de ellas se perderá.

¿Esperanza sin fe?

¿Y el increyente? Difícil tarea la de darle consejos en este terreno. El tiempo acaba ganando todas las batallas y oxidando todas las esperanzas. Sólo cabe esperar la victoria llevando al contendiente al terreno que le resulta ajeno: la otra dimensión, la eternidad.

Cuando se dan las condiciones para esta singular batalla en la que el hombre huye -con razonable confianza- hacia adelante, el estado de ánimo se mantiene firme y el transcurso del tiempo no consigue erosionarlo. Pero yo no sabría dónde ir a recoger argumentos para fortalecer la ilusión y vertebrar los proyectos del escéptico. Conténtese con mirar a la cara a su adversario, apretar los dientes y sufrir en silencio. Siempre será una salida más digna que la de desparramarse en el ritmo, las juergas y el alcohol.

Mientras tanto, pienso que lo mismo quien cultiva la fe como el que duda o la niega, deben sentirse obligados a vivir el tiempo con una mentalidad avara. En este caso, una sana y permitida avaricia. Es lastimoso comprobar los desperdicios que se hacen con las horas, los días y las semanas. El letargo de los crucigramas que ni siquiera se terminan. Los capítulos interminables de las telenovelas. Las conversaciones estúpidas y sin sentido que se alargan hasta el infinito.

Se pueden hacer multitud de cosas en la vida. Cabe revivir a Mozart escuchando su música y sumergirse gozosamente en el mundo ingrávido y sutil de la armonía total. Podemos hacernos discípulos de cualquier figura literaria vivida antes que nosotros con solo abrir un libro... ¡Tantas cosas! Contando solo los momentos que deja libres el trabajo y la profesión.


Los primeros días del año punzan los sentimientos con intensidad. A veces clavan espinas dolorosas reviviendo tragedias sucedidas el año que se fue. Pero también abren a la esperanza. Muchos seres humanos se ponen a la expectativa. Todo puede suceder. Como la vida de un recién nacido convoca todas las esperanzas y pone en pie innumerables ilusiones, así el año nuevo para quien no ha arrojado la toalla de la vida.