El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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sábado, 24 de febrero de 2018

El Sísifo de nuestros días


La llamada cultura postmoderna surge como reacción a la modernidad. Y, en contraste con ella, afirma que no existe el progreso, aunque tampoco hable de decadencia. Muchos postmodernos proclaman sencillamente que ni una cosa ni la otra. La historia ha llegado a su término por cuanto nada hay que esperar. Los acontecimientos se entrecruzan sin sentido ni finalidad.

Un tal planteamiento lleva a reflexionar sobre la tragedia que supone para muchos individuos el vivir totalmente desprovistos de ilusión e ideales. Una tragedia no sólo religiosa, sino también humana. En épocas pasadas los habitantes de nuestro mundo, a mi entender, no eran mejores ni peores, pero sí tenían un "para qué", más preciso, una finalidad siempre presente en su actuar. Este "para qué" era, en general, de carácter religioso, aunque podía sustituirse por alguna relevante obra o meta de carácter humanista.

Pues bien, mucha gente, en nuestra actual sociedad, es capaz de vivir años y más años sin preguntarse para qué vive. La maquinaria social parece pensada para esquivar la pregunta. Continuamente inventa cosas para frenar o entretener los interrogantes más profundos. Presenta, en extenso menú, toda clase de diversiones que eviten la reflexión.


Hasta en los momentos más preñados de interrogantes, como el morir, se las arregla nuestra sociedad para disimular la trascendencia de la situación. Y se le ocurre velar al muerto lejos de casa, en un local blanco y aséptico, ofrecer una tacita de café al visitante, maquillar al difunto para disimular su real estado de difunto. La cuestión es que no se note la trágica circunstancia.

Huérfanos de preguntas e inquietudes, muchos se limitan a dejarse resbalar por la vida. No levantan interrogantes, no buscan respuestas. Viven, eso es todo. Aunque yo dudaría de que el mero transcurrir de días, semanas y años merezca ser llamado vivir. Quizás habría que inventar un nuevo verbo: "desvivir". Indicaría con más propiedad la idea formulada.

Nos pasa, quizás, como a los coches. Todo ellos tienen una clarísima finalidad: correr, trasladar a sus inquilinos, atravesar campos y ciudades. Pero esa respuesta nos deja insatisfechos. Nos sabe a poco. Quisiéramos saber un posterior y quizás último para qué. Después de atravesar autopistas y poblaciones... ¿a dónde pretendemos llegar? ¡Es muy lícito y razonable saberlo!

¿No será que corremos y atravesamos paisajes en dirección hacia la nada? Pero entonces no se da otro objetivo que el de correr sin objetivo. Exactamente. Muchos seres humanos parecen hacer del vivir -del desvivirse- la única meta. Convierten lo provisional en definitivo. Empujan uno a uno los días sin interesarse por el tiempo a largo plazo. Un día salen a comer al restaurante, el otro le regalan una flor a su esposa, de pronto levantan un negocio de electrodomésticos...


Empujar un día tras otro, sin apenas horizonte, puede que evite complicaciones, inquietudes y nostalgias. Pero es un vivir más cercano al del animal irracional o al del vegetal que al del ser humano. Y, por favor, no se confunda esta actitud con el consejo evangélico que exhorta a no preocuparse por el mañana. Aquí se trata de no agobiarse por el comer y tener, que no de desinteresarse por el sentido de la vida. 

Vivir por vivir conduce a la larga a seguir la opinión del clásico: "Carpe diem": aprovecha la ocasión. Comamos y vivamos que mañana moriremos. Uno recoge todo cuanto halla al paso. Con avidez caza las oportunidades al vuelo. Tanto es el prurito de gozar y acumular que, paradójicamente, al cabo desemboca en la ansiedad y el desasosiego.

Es del todo preciso saber a dónde uno se dirige. Un coche necesita estacionar en un momento dado, como un buque aspira a atracar en algún puerto. Por más bonita que sea la travesía, nadie pone su ideal en vivir en alta mar para esperar no se sabe qué ni cuándo. El trabajo cotidiano e inmediato, carente de expectativa e ilusión, pierde su sentido, se derrumba estrepitosamente.

El antiguo mito de Sísifo acertó a plasmar uno de los mayores castigos que pueda sufrir un hombre, el de trabajar agotadoramente para, de antemano, saber que sus esfuerzos son del todo inútiles. La piedra subida al precio de tanto sudor por la ladera de la montaña, se despeña con estrépito, una y otra vez, hacia el pie de la misma. Sólo que el Sísifo de nuestros días no acaba de ser consciente de la situación.

Un corazón que late día y noche sin saber para qué, acumula frustración. Un día se negará a seguir funcionando. Lo preveía Teilhard en sus especulaciones: el día en que el individuo sepa que su tarea no sirve para nada, decretará una huelga de brazos caídos, se negará a seguir viviendo. Un corazón frustrado y desangelado, sin inquietudes ni perspectivas, tiene los días contados.

martes, 13 de febrero de 2018

Casaldáliga, un obispo nada convencional

El día 10 de febrero de 2018 el periódico "Ara Balears" publicó un dossier sobre el obispo Pere Casaldàliga con motivo de su próximo 90 cumpleaños. Uno de los artículos llevaba mi firma. Lo traduzco al castellano para que sea también accesible a los antiguos alumnos que siguieron, por unos años, mis calses en Sto. Domingo y Puerto Rico. 

Mi relación con el obispo Casaldáliga ha sido esporádica, pero no así mi admiración hacia su persona. En 1992 se conmemoró el "encuentro de culturas" en Sto. Domingo (República Dominicana). El obispo Casaldàliga gozaba de un firme prestigio entre los obispos y teólogos reunidos. La gente se dirigía a él con el mayor respeto.

Habló en público un par de veces y, entre acto y acto, algunos teníamos ocasión de dialogar brevemente con él. Dos cosas recuerdo especialmente: su profundo desagrado de que el Cardenal de Sto. Domingo recurriera a instancias civiles para impedir la entrada a algunos obispos connotados por su ideología progresista. También sus dudas a la hora de responder si quería más Sao Félix, donde vivía, o Balsareny, donde había nacido. "Aún respiro en catalán" fue el título de un libro que escribió más tarde.

En los años '80 y '90 en Latinoamérica aparecieron grandes figuras de obispos que abrieron caminos y que numerosos seguidores escuchaban de buen grado. Se trataba de personas creíbles al cien por cien. Helder Cámara, Sergio Méndez Arceo, Leónidas Proaño, Oscar Romero ... Hace tiempo que todos han desaparecido, excepto Casaldàliga. Ellos, ciertamente, no evocaban el clérigo enmohecido en el interior de la sacristía, al contrario. Casaldàliga formaba parte del grupo de obispos inquietos y carismáticos, dispuestos a decir cosas que la mayoría prefería callar.

En el lejano octubre de 1971 fue consagrado obispo en una de las regiones más marginadas del planeta. La invitación que hizo a los fieles dejaba entender una manera inédita de introducirse en el ministerio episcopal. Decía: "tu mitra será un sombrero de paja ... caminarás con la lluvia, la serena y la mirada de los pobres ... Tu báculo será la verdad del Evangelio". La primera carta pastoral que publicó hablaba de la obligación de decir la verdad. Un editorial respondió enseguida con malos modos: le espetaba que era un prelado delirante, un hombre de mala fe, un demagogo farisaico. Así trataban de  atemorizar al obispo que ya sabían era imposible de sobornar.

Una característica importante de nuestro personaje es que el gusano de la poesía ya le roía el alma desde que era seminarista. Diarios, revistas y radios le sirvieron para producir versos y poemas. Empleaba la poesía como altavoz para difundir las mejores causas que bullían en su interior. Leonardo Boff, un prolífico teólogo brasileño, últimamente preocupado por el medio-ambiente, ha comparado su obra con la de San Juan de la Cruz.

Ordenado sacerdote en 1952, experimentó muy de cerca el drama de la inmigración, el trabajo precario, el vicio, las ilusiones frustradas. Fue en Sabadell y después en Barcelona. Él mismo diría que entonces descubrió el hombre-masa en los rebaños que salían del metro, que llenaban las fábricas y transitaban por las calles. Sus superiores le destinaron a Madrid para dirigir la "Revista de Testimonio y Esperanza". Eran las postrimerías del franquismo. Le agradaba la tarea, pero sus inquietudes eran más anchas y comprobaba que su Congregación -los claretianos- no ajustaba el paso al "ajornamento" que pedía el Concilio Vaticano II. Junto con otros compañeros enviaron una carta al General de la Orden conminándole a aceptar las directrices del Vaticano II o ellos buscarían otra instancia donde trabajar.

En Medellín la Iglesia proclama que quiere hacer una opción por los más pobres. Era lo que Casaldàliga deseaba con todo el corazón. Su trabajo en Latinoamérica confirmó definitivamente este anhelo. Sao Félix, en la región de Mato Grosso, fue su destino. Una caseta de 6 x 4 metros lo alojó desde julio de 1968.

Decidió acabar con toda sombra de colonialismo. Había que promocionar el hombre integral. Era muy necesario poner en pie comunidades que dieran a luz a una iglesia nueva. Mientras trabaja por tales objetivos, sufrió numerosos contratiempos. Uno de los más graves, el de la protesta, junto con un compañero a un cuartel de la policía. Lamentaron la paliza injustificada que los agentes propinaron a una mujer. Los agentes, bien conocidos por sus brutalidades, los recibieron en tono agresivo e insultante. El compañero les dijo que denunciaría a los superiores su proceder. Uno de los policías lo abofeteó y luego le disparó en la cabeza. Difícil de explicar la conmoción de Casaldàliga.

Nuestro protagonista celebra misas en tono reivindicativo y a menudo se niega a celebrar por efemérides o personajes que maltratan y/o manipulan al pueblo. Le llueven las acusaciones en Roma. Viaja a algunos países centroamericanos y su presencia resulta poco grata, pues muchos clérigos recelan de su compromiso social.

Incluso lo llaman de Roma. Con Pablo VI siempre tuvo empatía, pero no así con Juan Pablo II. No acudía a las obligatorias visitas "ad limina" porque se le antojaban demasiado burocráticas y poco evangélicas, según explicó en una carta dirigida al Papa. Por cierto, una carta en la que expresó ideas hipersensibles para la jerarquía. Él es libre y no lo mueven las recompensas ni los prestigios humanos.

Se puede decir claro y sin reservas: a sus 90 años Casaldàliga es un obispo nada convencional, un ser humano digno de toda admiración. Un catalán ejemplar y universal.