El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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sábado, 24 de diciembre de 2011

Navidad en compañía del asno y del buey

Se atribuye a S. Francisco de Asís la representación primera del nacimiento de Jesús. La tradición del Belén o pesebre (que así se llama según el lugar) viene, pues, de lejos. Desde estos tiempos lejanos hay memoria de que el buey y el asno -año tras año- se presentan a todas las citas. Es curioso, sin embargo, que de ninguno de ambos animales da fe el evangelio de la infancia de Lucas. Y menos los de los otros evangelistas que ni siquiera hablan de cuevas, establos o pesebres.

¿A qué viene, pues, la escena? Tiene su razón de ser por cuanto desde los primeros tiempos cristianos se citó al Profeta que dice: Conoce el buey a su dueño y el asno el pesebre de su amo. Pero Israel no conoce, mi pueblo no discierne (Is 1, 3). Se trata de una constatación que puede traducirse así: muchos seres humanos son incapaces de reconocer a su Señor como Mesías, pero el buey y el asno sí distinguen al Creador en el niño del pesebre. Se trata de un simbolismo, de una metáfora, claro está, pero que tiene su atractivo y no deja de interpelar a quien se acerca a la cueva.

Sigamos, pues, con la metáfora, ya que otros la iniciaron. Los animales tienen olfato para Jesucristo, mientras que las personas humanas andan como perplejas y ofuscadas ante el misterio. O quizás sucede que se afanan tanto en lo que se les antoja inaplazable que no les alcanza el tiempo para lo que es realmente importante. Existe el peligro de volverse ciego y perder el olfato ante el rostro de Jesús. Lo podemos comprobar a cada paso en nuestra sociedad. Mucha gente camina desorientada. Tienen hambre de misterio, el instinto les empuja a otear la trascendencia, pero sólo se les ocurre buscarla en rincones exóticos o esotéricos.

Los tales no saben aplicar el sentido del olfato cuando levantan la cabeza en vertical, la dirección que indica el camino hacia Dios. Y la confusión es total cuando se trata de reconocer a los que deambulan con el corazón traspasado por las muchas lanzas que enristra la miseria, la desesperación y el derroche de sus contemporáneos. Pasan por delante sin verles.

En época navideña es justo prestar un poco más de atención a las razones del corazón. Las pulsiones y los instintos profundos de la naturaleza humana seguramente comprenden mejor la fiesta que supone la venida de un Niño a nuestro mundo. Un Niño que puede enseñarnos el camino hacia otro modo de vivir menos egoísta y rutinario. Un Niño capaz de darnos una mano para sacarnos del pozo de la inconsciencia y la autosatisfacción. 

Hay que atender a las razones del corazón porque, de lo contrario, la cabeza se erige en portavoz del entero ser humano y esgrime mil argumentos para demostrar que un Niño impotente, nacido en un oscuro rincón del planeta, nunca va a salvar a nadie. La cabeza tiene muchos mecanismos de defensa para llegar a creer que las cosas andan razonablemente bien e impermeabilizarse para todo lo que suene a Redención o Salvación. 

¿Con que fin esperar a Alguien -como pretende el Adviento- si nada me va a aportar? Sin duda, con las razones del corazón resultará más fácil alojar al Niño y a su Madre en el propio interior ya que no hay sitio para ellos en otros albergues.

Decía S. Antonio María Claret, con un punto de ingenuidad y con la retórica sentimentaloide del siglo XIX: con el vaho o aliento de afectos de amor de Dios hay que calentar al Niño Jesús, que está tiritando de frío”… “la comunidad ha de imitar al buey por su paciencia, constancia y amor al trabajo”.

Como se ve, la metáfora da mucho juego y puede alargarse sin peligros, si se atiende más al corazón que a la cabeza. El buey y el asno calentaron con su aliento al recién nacido, aterido de frío… El cristiano consciente también debiera ser alguien que nutre y calienta cuanto hay de valioso a su alrededor. Y valiosas son todas aquellas semillas de mayor sinceridad y sensibilidad que encuentran obstáculos para su nacimiento: una Iglesia más cercana y menos encopetada, una sintonía mayor con nuestros contemporáneos, una mayor valoración del papel de la mujer, un fuerte deseo de que no se instalen diversas medidas a la hora de administrar la justicia…

En los evangelios hay personajes que se constituyen en ejemplos intachables para saber cómo actuar. Basta recordar a S. José, la Virgen, los pastores, Simeón, a Nicodemo… También los hay que son claros ejemplos de comportamientos a evitar: Herodes, Pilatos, Judas, Salomé… Digamos que hay un asno y un buey que no menos sirven para indicar el camino a seguir. 

En Navidad no pueden censurarse estas imágenes y las ingenuas reflexiones que provocan. Pues en esta época se permite estirar las metáforas como un chicle y escuchar cómo palpitan las razones del corazón. No es difícil observarlo: ahí están, en un rincón de la sala, los abuelos y nietos rodeados de musgos y figuritas de barro. Parecen haberse desconectado del ambiente rutinario de siempre y se diría que viven un éxtasis a escala infantil. Por cierto, entre las figuras no falta un buey y una mula. O quizás no se trata de una mula, sino de un asno. No se distingue bien y, a fin de cuentas, para lo que interesa, da igual.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Un paisaje con emociones


Reconozco con una pizca de vergüenza que hasta bien entrado en años no valoré las bellezas del paisaje ni aprecié la hermosura de la naturaleza. Afortunadamente ahora vivo en un entorno privilegiado donde la belleza agreste se esparce sin moderación y trato de recuperar el tiempo perdido.

Aunque nunca he cultivado el género paisajístico, voy a intentar un artículo de esta índole con el propósito de redimir mis faltas. Pido de antemano la comprensión del lector por si el resultado se le antoja exiguo.

El caminante recorre la senda mientras sus ojos contemplan el paisaje que rodea el santuario de Lluc, en la sierra norte de Mallorca. Las posibilidades de elegir uno u otro camino son varias, las que los siglos han ido aparejando para desplazarse hasta las poblaciones cercanas o adentrarse en algún lugar más sugestivo del bosque. Caminos pedregosos, escoltados por robles y encinas, tutelados por enormes peñascos que asoman desde las alturas.

Los infinitos pasos que los caminantes de pasadas generaciones anduvieron en la superficie del camino han contribuido a que los posos de los ancestros -sus penas y sus gozos, sus llantos y sus risas- se hayan depositado junto a las piedras del camino. Con lo cual la vereda adquiere una mayor solera.

Un profundo silencio se apodera de los atajos del lugar cuando el sol se esconde detrás de las montañas. Un silencio intenso y profundo como no es posible percibirlo en la ciudad. Una quietud muda que parece detener el transcurrir del tiempo. Acudiendo a la metáfora grandilocuente cabría decir que la tierra detiene su doble afán giratorio para no importunar al viandante.

Huérfano de sol, el paisaje difumina gradualmente las siluetas de los montes. Poco a poco su ciclópea masa se desvanece y hay que esforzarse para adivinar el perfil de la montaña. Hasta que la noche traga completamente el panorama.   

En las horas diurnas los bosques de robles y encinas apenas dejan pasar los rayos del sol. Sobre todo en invierno, la humedad se torna viscosa al acoplarse con el musgo. La vista se derrama por los amplios espacios umbrosos.

A lo largo de la senda enormes peñascos de color grisáceo desafían la ley de la gravedad. Cuando el caminante levanta la vista los localiza encima de su cabeza y no logra reprimir el vago temor de que pudiera quedar atrapado bajo toneladas de materia inerte a poco que el agua y la intemperie sigan erosionando la naturaleza.   

El paisaje muestra un surtido de rocas de todos los tamaños y formas. El espectador dibuja en su fantasía un boceto de camello, de tortuga o cualquier otro animal. Las numerosas estrías son producto de las aguas que, a lo largo de los milenios, han ido desgastando la piedra. Han sido cinceladas por este laborioso e infatigable escultor.  

Los peñascos enhiestos provocan al caminante. Le recuerdan, sin necesidad de palabras, su modestísimo lugar en la naturaleza. Una pobre hormiguita que no da la talla frente a las rocas gigantescas. Y ya iniciada la lección, las rocas, las encinas, el cielo dilatado hasta el infinito aprovechan para meter baza y hacer gala de su poderío.  

El paisaje incluye también las nubes: cúmulos, cirros, estratos... Arriba, en el firmamento azulado, se exhiben numerosas gasas fabricadas con vapor de agua. Van y vienen, se forman y transforman. Los colores no faltan a la cita: según la estación y la luminosidad del día, el cielo se torna azul trasparente o quizás aparecen pinceladas difusas color violeta. Tal vez un rojo intenso se apodera de pronto de la bóveda celeste.
No lejos de los caminos la carretera asfaltada zigzaguea por las laderas de la montaña. Son las venas de la naturaleza mallorquina ya domesticada por los humanos. Y, allá en el fondo, las siluetas imponentes de la cordillera. Una serie de montañas habitadas a lo largo del tiempo por numerosas generaciones. Se las han arreglado para adaptarse a la lluvia, al frío y al calor. Han puesto en pie las construcciones que requería el medio. Han inventado hábitos y costumbres, han suscitado modos de convivencia y creado una peculiar gastronomía.

Por los suelos de los caminos abundan las bellotas. Semillas frágiles, árboles en potencia. Los cerdos de antaño daban buena cuenta de ellas. Unos balidos recuerdan que también forman parte integrante del paisaje las ovejas y cabras que mordisquean entre matorrales.  

A no olvidar los aromas selváticos que envuelven al caminante ni las abundantes tonalidades de verde que se extienden por las laderas. Es posible que inesperadamente el espectador perciba una cuerda por la que se desliza un jovenzuelo amigo de la aventura arriesgada. Se dispone a acariciar con los dedos de la mano el rostro del peligro mientras desplaza su cuerpo por entre los peñascos.   

Desde las cimas de los montes se divisan valles magníficos que se parcelan en cultivos de diversos colores. En tanto la ladera no alcanza el valle, unas murallas de piedra viva impiden que la tierra se deslice y eche a perder la cosecha de la aceituna. Es la obra de unos campesinos que, años atrás, trabajaron con tesón y sudor para levantar los extensos parapetos que impiden el deslizamiento de las tierras. Se hacía preciso salvaguardar los olivos de troncos retorcidos y añosos, de una singular belleza.  
La belleza del paisaje estimula la experiencia de la trascendencia.

domingo, 4 de diciembre de 2011

Sin esperanza se evapora la vida


En la entrada anterior hacía unas consideraciones sobre la esperanza en tiempos de desaliento e indiferencia. Decía también que el desencanto de la postmodernidad, el cansancio de la esperanza, no ha de considerarse tanto como un espacio en el cual inculturarse, sino más bien como una hora baja de la humanidad que es preciso superar.

Esto es así porque Jesús luchó por una causa y se obstinó en alcanzarla no obstante los escollos que halló en el camino. Su causa fue el Reino de Dios. Si alguna palabra sabemos con total certeza que salió de sus labios, ésta es Reino de Dios. Una palabra que fue a la vez su pasión, su eje y su norte. Por ella tomó todos los riesgos y acabó en la cruz. 

Jesús fue hombre de esperanza, con una opción fundamental -por decirlo con palabras más actuales- centrada en la construcción del Reino. La opción fundamental no es algo periférico o accidental, sino que se instala en el centro más genuino de la persona. 

Hacia el Reino de Dios se avanza transformando la sociedad que nos ha tocado en suerte. La tierra es el único camino que tenemos para ir al cielo. Sólo podemos construir el Reino en el interior de la historia. De ahí que el cristiano deba ser contemplativo y activo a la vez. Contemplativo para engendrar esperanza. Activo para fermentar la masa de nuestra sociedad. 

Un cristianismo sin esperanza y sin utopía resulta impensable. Ya no se correspondería con el seguimiento del apasionado que fue Jesús de Nazaret. Y cuando más se necesita de la esperanza es justamente en las horas bajas de la humanidad, como la que estamos transitando. 

Esperanza a toda prueba

Muchas esperanzas han muerto porque no eran sino expectativas disfrazadas del color de la esperanza. La verdadera esperanza es la que no tiene agarradero alguno en la evidencia, ni en la ciencia, ni en la certeza humana. Nos apoyamos en la pura fe. Nos sostenemos en la roca de Dios, que esto afirmamos al decir Amén. Jesucristo es el único sí que no falla. El Señor es el buen Pastor que no abandona a sus ovejas aunque caminen por valles de tinieblas. 

Esta esperanza, elaborada a base de fe y amor se constituye en hilo conductor de la espiritualidad en la noche oscura que atravesamos. Dadas las circunstancias que nos toca vivir el papel del cristiano debe consistir en el testimonio de la inconformidad y el propósito de no claudicar. 

Si tuvieran razón quienes argumentan que las utopías han fracasado y que ya no es posible una convivencia más humana, entonces Dios mismo habría fracasado, juntamente con el proyecto de Jesús. Y, por supuesto, la humanidad entera. 

No sabemos cómo ni cuándo. Quizás nos toque en suerte caminar como Moisés sabiendo que no entraremos en la tierra prometida. O también puede suceder que de pronto surja una luz inesperada. En todo caso no nos resignamos a dar por acabada la historia, como algunos se empeñan en predicar. Como si nada hubiera que esperar porque sólo va a darse más de lo mismo. 

Sin la esperanza todo se torna rutinario y anodino. Se anuncia a Dios sin entusiasmo, se exhorta a una conversión desprovista de alegría. Y es que la Buena Noticia sólo se contagia si antes es experimentada a fondo. La gente lo nota. Sin esperanza lo echamos todo a perder.


• Sin esperanza Jesucristo permanece al nivel de los personajes del pasado. Velamos a un muerto, diría Nietzsche con su cáustica literatura.


• Sin esperanza el evangelio se queda en letra muerta, equiparable a otros extraordinarios libros del pasado.


• Sin esperanza la Iglesia no va más allá de una mera organización con mucha burocracia sobre sus espaldas. Registros, contabilidad, reuniones…


• Sin esperanza el trabajo pastoral se convierte en una actividad profesional paralela a la del funcionario.


• Sin esperanza la evangelización equivale a propaganda religiosa.


• Sin esperanza la acción caritativa se queda en eficiente servicio social, lo cual es de agradecer, claro está.


• Sin esperanza la liturgia se congela y desemboca en un ridículo exhibicionismo.


• Sin esperanza los carismas se reducen a loables cualidades humanas.


• Sin esperanza las actividades pastorales están sujetas a las probabilidades del cálculo, como acontece con las actividades comerciales.


• Sin esperanza la catequesis no es más que adoctrinamiento y acumulación de informaciones.

Para que nuestra esperanza resulte más eficiente y fructífera, he aquí una cita del obispo Helder Camara, de grata memoria: cuando alguien sueña en solitario lo soñado se queda en sueños. Cuando todos soñamos al unísono, entones el sueño se hace realidad.