El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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viernes, 31 de mayo de 2013

Cada uno en su propia lengua


Hoy tengo dos motivos para hablar del lenguaje que normalmente se usa en la Iglesia. Sí, el que emplean los predicadores, los que escriben cartas pastorales o encíclicas, quienes administran sacramentos. El que se usa en la liturgia, la catequesis y la oración.

Vayamos con la primera razón. En un fórum propuesto a los alumnos que estudian teología por internet les preguntaba cuáles eran las dificultades mayores que se interponían entre la Iglesia y los fieles cristianos de a pie.

Yo les insinuaba algunas. La que más resonancia tuvo y a la que prácticamente todos apuntaban con el dedo, diciendo que constituía un impedimento substancial, fue el lenguaje. Algunos de los adjetivos que le dedicaron: obsoleto, anacrónico, aburrido, repetitivo, moralizante, inadaptado a nuestra época…

Cuando las respuestas resultan tan masivas… Cuando el río suena… No se trata de acomodarse o de abaratar el Evangelio, sino de usar un lenguaje significativo para el hombre de hoy. Ello exige renovar en profundidad la teología y la catequesis. A mi parecer la fe ha devenido en exceso cerebral, abstracta, dogmática, con pocas referencias al cuerpo y al corazón.

Después de unos cuatro años estudiando filosofía no es extraño que a algunos presbíteros les dé por hablar un lenguaje cartesiano y otros tomen prestados los raciocinios de la escolástica. A la gente no le resulta fácil entender los contenidos embutidos en tales envoltorios.

Hay palabras en la liturgia y en la predicación que hacen el efecto de un pedrusco caído de un sexto piso. Circulan pensamientos duros de roer. En ocasiones ni siquiera son coherentes por falta de preparación o de digestión. Y si tales productos son pronunciados con voz engolada y ademán postizo, ya dirá el lector...

Decía el famoso especialista en el lenguaje, el sabio Wittgenstein, que todo lo que se puede decir se puede decir con claridad. Aunque muchos eclesiásticos lo disimulen.

Cada uno en su propia lengua

La segunda razón para escribir hoy sobre el lenguaje es que todavía están vivos los ecos de la liturgia de Pentecostés. El día en que todo el mundo escuchó a Pedro en su propia lengua. Más allá de la exégesis que requiera la afirmación, me agrada eso de que cada uno lo entendía en su propia lengua.

Existe el lenguaje del símbolo, de la imagen y del cuerpo. El lenguaje de los hechos, el lenguaje del arte, de la música, de la pintura. Hay muchas maneras de hablar, más allá de los fonemas y palabras.

Se puede hablar a Dios en cualquier lengua, aunque la que uno aprendió pegado al seno materno será siempre la de más dulces resonancias. Debieran saberlo quienes sostienen que la lengua es sólo para entenderse. Es mucho más: un signo de la propia identidad, una prolongación de los sentimientos más íntimos, una afirmación de la tierra que le vio nacer, etc. etc.

Es un tema que me aguijonea porque hay quien desea imponer un idioma extraño al que yo aprendí de niño. ¡Y lo hacen en nombre de la igualdad y del respeto! Como si la propia lengua, por ser minoritaria, no mereciera respeto alguno. Afortunadamente el Nuevo Testamento no es de la misma opinión. Cada uno entendía a Pedro en su propia lengua.

A Dios se le puede hablar en cualquier lengua,  pero la más sonora y auténtica es la que sale del corazón. Ésta es la propia, la que tiene vasos comunicantes con el núcleo personal más auténtico. No hay necesidad de hacer una exhibición felicitando a los fieles de la plaza de S. Pedro en 50 idiomas. Al fin y al cabo el único fruto que producirá será el de provocar cincuenta tandas de aplausos evanescentes como pompas de jabón.

A los pájaros no hay que hablarles de física cuántica porque ellos entienden sólo de trinos y silbos. La nostalgia del latín, el deseo de exhibirse o la rutina del hablar en escolástico no debiera opacar el lenguaje del corazón. A cada objetivo hay que asignar los medios más oportunos.

El don de lenguas, el carisma tan elogiado por algunos grupos de cristianos, tal vez consista hoy día en lograr que cada uno entienda al otro en su propio lenguaje. Las palabras inteligibles pro cualquiera son las que cargan sobre sus lomos el afecto, la ternura, la benevolencia de quien las dice. Y éstas no requieren de grandes explicaciones. Exactamente como sucede con un cuadro de Goya, la arquitectura de la Sagrada Familia de Gaudí, la fontana de Trevi, una película de Charlot, una pieza musical de Mozart.

Hace falta renovar el lenguaje con la fuerza de Pentecostés. Que cada uno entienda en su propia lengua. La lengua que no es, sin más, el embalaje de la idea, sino la idea misma, como sostenía Unamuno.

Y otra cita para finalizar, traducida libremente del catalán. Un párrafo de Joan Maragall en “Elogi de la paraula”: Ante un grano de inspiración sagrada, queremos construir edificios de razón vanidosa, inflando ridículamente los ritmos para llenarlos de palabras que nadan muertas en la superficie de las cosas. Y la gente se cansa de escucharnos hablar vanamente con música inanimada, y nos consideran maniáticos entretenidos, y lo somos. El prurito de una perfección y una grandeza superficiales, ha convertido la palabra en un enjambre vacuo de palabras sin vida.

Joan Maragall no pensaba en el lenguaje litúrgico, catequético ni homilético al escribir tales cosas. Pero ensamblan en el tema como anillo al dedo. De verdad que sí. 

lunes, 20 de mayo de 2013

Celos en tiempos cibernéticos



Existe un vínculo invisible y apenas descriptible que une, acerca, enlaza unas personas con otras en un clima de sinceridad y confianza. Las hace sentir acompañadas, seguras, comprendidas, valoradas. Llamémosle amor, afecto o amistad. Los tales han alcanzado una cierta madurez si logran mantener los vínculos lejos de toda dependencia o insana servidumbre. El riesgo de que los sutiles lazos del afecto se transformen en cadenas nada tiene de ilusorio. Que el amante/amigo trate de subyugar o avasallar al otro es un riesgo muy real.    

El amor, el afecto y la amistad pueden cargarnos sobre su grupa y conducirnos por el camino que desemboca en la felicidad. Pero también pueden entenderse mal y manejarse peor. Entonces nos transportan hasta las puertas del infierno. En tal caso acabaría teniendo razón la famosa y lapidaria sentencia de Sartre: el infierno son los otros.

Riesgos antes desconocidos
¿Varían estas situaciones en tiempos en que los correos electrónicos y las redes sociales parecen invadir todos los espacios? Por de pronto sí es verdad que en los tiempos tecnológicos que atravesamos los afectos se expresan con matices novedosos al viajar por el espacio cibernético y hacen su aparición riesgos anteriormente desconocidos.

El deseo un tanto enfermizo de poseer al otro, absorberlo y controlarlo –a saber, el vicio conocido como “los celos”- convierte el vínculo en grillete. Entonces los ojos dejan de tener la función de proyectar el alma para convertirse en cámaras de vigilancia. La sospecha se cierne sobre cualquier gesto o palabra.

Entonces, en el ámbito de la tecnología de la comunicación, tan presente en la vida cotidiana, las suspicacias buscan maneras de esclarecer la duda. El individuo corroído por la sospecha o afectado por la vana quimera trata de clarificar la situación rastreando las huellas que la maquinaria de los aparatos dejó en sus entrañas.    

No es nueva la afirmación de que vivimos en una sociedad parecida a la que describió la novela de G. Orwell –de título 1984- en la que se detiene describiendo la labor del “Gran Hermano”. En la misma todos los ciudadanos se hallan controlados por multitud de cámaras y micrófonos. Ni siquiera las alcobas de las casas logran escabullirse del ojo del Gran Hermano.

La profecía se ha cumplido con creces. Las calles y los edificios públicos están repletas de cámaras para garantizar nuestra seguridad, según dicen. Potentísimos ordenadores registran todo cuanto hace el ciudadano con el fin -siguen diciendo- de que el acontecer de la sociedad no se vea perturbado. El hecho es que estos datos sirven para intereses políticos más o menos encubiertos y para husmear en las economías ajenas particularmente.  

Los ordenadores de familiares y amigos
El asunto deviene más odioso cuando son los familiares y amigos quienes tratan de espiarle a uno ojeando los correos electrónicos, colándose en el perfil de la red social que maneja o hurgando en los mensajes breves de su móvil. O quizás rebuscando en el historial de internet o en las descargas efectuadas a través del aparato. De todo ello queda huella, de manera que de todo ello hay quien trata de aprovecharse.

La persistente tentación de dominar al otro a fin de garantizarse una compañía o amistad a la propia medida está destinada al fracaso. La única relación válida en el amor y la amistad es la que destila confianza. El control y el chantaje sólo dan pie a que el otro ponga en marcha alguna estrategia de huida o de simulación. El resultado, la mentira, la infelicidad en ambos interlocutores.

Inútil tratar de retener al amigo o al amado/a. Si el afecto de ambos es sincero el otro permanecerá a mi lado. Si alguno de los dos no es auténtico en su amor, entonces, aunque esté ahí, en realidad ya se ha ido. Existe una chocante teoría según la cual los celos serían prueba del amor que late tras ellos. Cabría rebatirla con una frase del ilustre Cervantes: “Si los celos son señales de amor, es como la calentura en el hombre enfermo, que el tenerla es señal de tener vida, pero vida enferma y mal dispuesta.”


sábado, 11 de mayo de 2013

Testigos del siglo XX


Con los pies bien adentrados el siglo XXI, se me ocurre hacer un recuento de los testigos cristianos de más peso que se han sucedido a lo largo del siglo XX. En este contexto, y desde la perspectiva humana y religiosa, cabría preguntarse: ¿cuáles han sido algunos de los testigos más cualificados en el transcurso del siglo XX? ¿Quiénes representan mejor los anhelos del siglo terminado?

Ante todo me permito recordar a dos mártires, aunque ninguno de los dos pueda acreditar –desde la oficialidad eclesial- su sacrificio en favor de la fe. No tiene mayor importancia, pues la burocracia está ahí para certificar los hechos y éstos siempre son más elocuentes que los decretos.

Monseñor Oscar Romero. Obispo que fue sensibilizándose en favor de los humildes y explotados a medida que contactaba con sus feligreses. Hacia el final de su evolución espiritual se distinguió por su fervorosa defensa de los pobres, el rechazo de la violencia y el amor a la justicia. Una tal actitud le valió ser acusado de subversivo.

Recibió el Premio Paz en 1980 y ese mismo año fue propuesto para el Premio Nobel de la Paz. Se cumplen 33 años de su asesinato, que padeció mientras celebraba la Eucaristía en la catedral. Ha sido calificado como el mártir más importante del siglo XX. Es ciertamente el salvadoreño más conocido fuera de las fronteras del país. La vieja catedral donde está enterrado su cuerpo ha venido a ser un centro muy notable peregrinaciones.

Con gran desconcierto los fieles cristianos fueron testigos de cómo la beatificación de tan excelso mártir encallaba en las rocas vaticanas a lo largo de muchos años. Con enorme gozo acaban de escuchar ahora de boca del Papa Francisco su deseo de que sea beatificado.

Dietrich Bonhöffer. Teólogo alemán, animador de la llamada "Iglesia confesante". Se opuso al nazismo en nombre del evangelio. Detenido por la Gestapo en 1943, fue ahorcado por los nazis poco antes de la liberación. Su pensamiento y su ejemplo han ejercido poderosa influencia no sólo en la teología, sino también en la vida de los cristianos posteriores. Su propósito como pensador se concretó en el empeño de llevar a Dios y a la Iglesia al ámbito secular.

Ha hecho fortuna la frase de que resume su pensamiento acerca de Jesús y le califica como "el hombre para los demás". Enseñó que se puede ser profundamente cristiano en una sociedad secularizada y que la fe no debe vivirse en la periferia de la vida -en momentos aislados- sino en el centro de la vida, sin solución de continuidad.

Un Papa, Juan XXIII. Contrariamente a lo que algunos piensan, también la jerarquía tiene capacidad para estimular y para desvelar nuevos horizontes. Algunos obispos, presbíteros y papas son capaces de fomentar la unidad sin eliminar las manifestaciones de pluralidad. Juan XXIII no exhortó a superar el miedo, simplemente no lo tuvo. Y de ahí que convocara un Concilio, renovara la Iglesia, abriera puertas y ventanas.

Juan XXIII firmó encíclicas de horizontes humanistas, atentas a los signos de los tiempos. Se preocupó de los obreros, de la paz, de las mujeres discriminadas. Repetidas veces dirigió sus documentos a todos los hombres de buena voluntad. Dijo en una ocasión: "Ahora más que nunca debemos dedicarnos a servir al hombre en cuanto tal y no sólo a los católicos; a defender sobre todo y en todas partes los derechos de la persona humana y no solamente los de la Iglesia católica. No es el evangelio el que cambia: somos nosotros que comenzamos a comprenderlo mejor".

Bernhard Haering.  Religioso redentorista, renovó la moral. La rescató de la casuística, de la periferia, del formalismo y la concentró en su objetivo vital: el amor a Dios y al prójimo. Habló del seguimiento de Cristo y de las bienaventuranzas, personalizó los planteamientos éticos. No declinó proclamar en voz alta sus convicciones, aunque tuviera que pagar por ello un alto precio. Sufrió la marginación y hasta un duro juicio que le hizo sufrir profundamente.

Martín Luther King.  Hizo gala de una enorme valentía y de una encomiable serenidad. Se aprestó a luchar contra la discriminación y la injusticia que sufría su gente. Ofreció la mejilla de la no violencia al agresor racista. Clamó y proclamó la igualdad, levantó su dedo acusador en contra del racismo, tan contrario al evangelio. Hizo crecer la fraternidad y no escatimó esfuerzos para que se entrelazaran las manos de diversos colores.

Teilhard de Chardin. Científico y pensador francés. Jesuita en 1898. Desde la ciencia pasó al campo de la filosofía y la teología ofreciendo los resultados de investigaciones científicas y de intuiciones personales. Se empeñó en superar concepciones del mundo medievales y escolásticas para ofrecer una visión más acorde con la mentalidad contemporánea.

Su perspectiva es de una grandeza y solemnidad poco comunes. Supo aunar - fue su gran objetivo y su última pasión- la fe cristiana con las exigencias científicas. La persona de Jesucristo adquiere un relieve poco común en su pensamiento. Como suele acontecer a las mentalidades abiertas y lanzadas al futuro, tuvo que sufrir incomprensiones a propósito de sus puntos de vista. Gran amante de la naturaleza, apasionado del proceso de evolución.

Edith Stein. Católica convertida del judaísmo. Fue monja carmelita, notable filósofa y escritora espiritual. La Gestapo la arrestó en 1942 y la trasladó al campo de concentración de Auschwitz. Finalmente, ejecutada por los nazis debido a su ascendencia judía. Los supervivientes de este campo de exterminio dan fe de la ayuda prestada por Edith Stein a sus compañeros y vecinos. Murió en una cámara de gas. Fue beatificada por Juan Pablo II en mayo de 1987.

Edith Stein

miércoles, 1 de mayo de 2013

Monseñor Romero, camino de la canonización


Se cumplen 33 años desde que el obispo Oscar Romero muriera asesinado por un balazo en el pecho mientras celebraba la Eucaristía. Días atrás fuentes vaticanas anunciaron que el proceso de beatificación seguirá adelante. El arzobispo italiano Vincenzo Paglia, tras entrevistarse con el Papa Francisco, afirmó que la causa de la beatificación de monseñor Romero había sido desbloqueada. 

Santo por aclamación popular 

La causa se inició en el lejano 1994 y se hallaba estancada por diversos motivos y presiones. Había que hacer un examen doctrinal de sus escritos y homilías, sostenían unos. Otros consideraban que no dejaba de ser peligroso ensalzar a un eclesiástico partidario de la teología de la liberación. Los de más allá temían las reacciones de los verdugos, todavía poderosos. 

Un gran número de cristianos de todo el mundo, y particularmente salvadoreños, sentían vergüenza ajena al saber de canonizaciones de personajes cuya vida levantaba fuertes interrogantes, mientras los expedientes de la causa de Monseñor yacían en el fondo de algún cajón. Ni siquiera la evidencia del martirio lograba allanar el proceso. 

Claro que la canonización popular ocurrió inmediatamente tras su muerte. En un ambiente de mentiras y falacias, de opresiones y crueldades, de egoísmos y ruindad la gente sencilla no tuvo ningún problema para afirmar que Oscar Romero era un santo. 

La doctrina misma de la Iglesia siempre ha sostenido que los fieles gozan de un instinto –sensus fidei, le llaman técnicamente- que discierne con tino entre conductas auténticas y falsas. De ahí que Oscar Romero fuera ascendido al rango de profeta, pastor y mártir por aclamación popular. Tres títulos que constituían el eje de su pasión y su misión. 

Los peligros de la canonización oficial 

Para la gente sencilla y para quienes sienten de verdad la causa de los pobres la canonización oficial no deja de tener sus riesgos. Y es que por el mismo hecho de ensalzarlo se le distancia de los suyos. La subida al altar no debiera neutralizar su figura. El Obispo Casaldáliga -otro personaje con similar ADN- temía este proceso de alejamiento y neutralización hasta el punto de escribir que sería un pecado hacerlo santo. Y yo añadiría, haciendo un juego de palabras demasiado fácil: no hay que hacerlo santo porque ya lo es. 

A Oscar Romero se le conoce y venera como santo a lo largo y ancho de nuestro planeta. Se han publicado y escuchado miles de veces sus homilías. Se conocen sus discursos y diarios. Innumerables son los escritos, las conferencias, las películas, las poesías que ha suscitado. Por cierto, entre los poetas cantores del Arzobispo merece mención de honor el Obispo Casaldáliga. Desde hace años una escultura se yergue en la abadía de Westminster. Como acontecía en los primeros siglos del cristianismo, la canonización oficial certificará simplemente la aclamación y el afecto popular. 

En su día todos los interesados por el tema sabían que Monseñor Romero no era bien visto por la jerarquía eclesiástica en general y en particular por los obispos de su país. El Nuncio tampoco sintonizaba con su actuación. Tanto era así que solamente Monseñor Rivera, su sucesor, asistió a su entierro. 

Ha escrito el teólogo Jon Sobrino, estudioso de su biografía y admirador de su proceder, que en la Congregación de Obispos del Vaticano se planteó destituirlo. De hecho le mandaron tres visitadores apostólicos en poco más de un año. Una tal actuación es una medida extrema a la que sólo se recurre cuando una diócesis padece gravísimos problemas y conflictos. 

Bien es verdad que, una vez la bala de los mercenarios atravesó el pecho de Monseñor, las sospechas menguaron, quizás por un elemental sentido del pudor. Entonces se le juzgó con menos dureza, pero se divulgó la idea de que era un buen hombre que pecó de ingenuo y de personalidad más bien escasa. Era manipulado por otros a fin de nutrir sus intereses sectarios. Y, sin decirlo, apuntaban a los jesuitas que escuchaban con agrado las exhortaciones del entonces Superior General P. Arrupe. 

Punto final 

El Papa Juan Pablo II cambió en parte su opinión respecto del mártir Oscar Romero. Visitó el Salvador en 1983 y, no obstante la oposición del gobierno, visitó la tumba de Monseñor en la Catedral. 

Tras el desbloqueo de la canonización instado por el Papa Francisco, el peligro radica en que la persona de Monseñor Romero se oficialice, se desdibuje y se acabe presentándolo como un piadoso sacerdote, devoto celebrante de la misa, constante en el rezo de las horas litúrgicas. 

No, no es que esas cosas estén mal, de ningún modo. Sólo que poniendo en ellas el acento quizás pase a segundo plano lo más típico de su actuación. Las aristas de su personalidad, las que no digieren los hombres del poder, no pueden ni deben evadirse. Monseñor Romero fue un profeta que denunciaba los desmanes de los capitalistas, el egoísmo de los oligarcas y la crueldad de los militares. Fue un hombre rebosante de misericordia que no se resignaba a que se les cerrara el horizonte de futuro a los pobres.