El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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lunes, 30 de enero de 2017

Globalización poco global

Los muchos escritos acerca de la globalización suelen elaborarse desde una trinchera crítica. Les sobran razones para ello a sus autores. Pero seguramente tendría su utilidad asomarse a otros horizontes más positivos. Un mayor acercamiento entre culturas, una confianza generalizada, una economía más porosa, podrían resultar derivaciones muy válidas del fenómeno globalizador.
De por sí la globalización es un fenómeno de enorme envergadura que une, aproxima, acerca unos a otros de modo impensable años atrás. Los medios de transporte —rápidos y sofisticados— así como la tecnología de las comunicaciones han convergido de modo decisivo para ello.
Paradoja: déficit de globalización
Pero una de las paradojas del fenómeno, y la más amarga queja que suscita, radica precisamente en su tremenda contradicción: la globalización es muy poco global. Nos llenamos la boca con el vocablo, pero a l ahora de la verdad la globalización afecta de verdad a un reducido tanto por ciento. La parafernalia de las tecnologías informáticas, las bolsas de valores que flotan en torno al mundo neoliberal, el cacareado multiculturalismo afecta apenas a un 15% de la población mundial. ¿A eso le llamamos globalización?
La gran mayoría de los habitantes del planeta sigue viviendo en unos niveles de bienestar muy precarios. He leído casualmente —y de ahí estas reflexiones— que el 65% de los habitantes del planeta nunca ha hecho una llamada telefónica. Me he enterado de que en la isla de Manhattan (donde se asienta Wall Street y se levantan orgullosos rascacielos hay más conexiones electrónicas que en toda África.
De modo que el primer producto globalizado ha sido la pobreza. Lo primero que se ha globalizado es la pobreza. Es decir, lo más real y palpable de nuestro mundo es el hecho de la pobreza de la cual sólo se libra un 15% de la humanidad. No me hago fuerte en los números que simplemente me limito a recoger. A primera vista no se me antojan exagerados a la vista de las guerras, las larguísimas filas de exiliados, las hambrunas en diferentes regiones del mundo, los excluidos de las grandes ciudades…
Considero que el ser humano tiene una enorme margen de adaptación y de sufrimiento. Sin embargo, llega un momento en que el dilema se dibuja con fuerza: dejarse morir por inanición o acudir a la revolución para conseguir aquellos mínimos que otros seres humanos les niegan. Ante carencias extremas —en medio del frío, de la insalubridad, del hambre, de la desesperanza— suele tener escaso éxito apelar a la resignación. La espiritualidad y la no violencia son objetivos admirables, pero no todo el mundo tiene madera de héroe.
La distancia del nivel de vida entre los países —y entre los diversos niveles sociales en cada uno de ellos—  ha crecido en los últimos decenios de modo preocupante. Entre un rico de un país rico y un pobre de un país pobre se abre un abismo tal que produce vértigo.
Más allá de los conocimientos técnicos y las explicaciones elaboradas me parece que una cosa es cierta: cuando la gente sufre carencias elementales y no se le proporcionan razones para la esperanza, el entorno en que nos movemos puede explotar hecho añicos. Las grandes civilizaciones de nuestro mundo perecieron porque, en un primer momento, no quisieron compartir sus bienes con quienes permanecían fuera de las murallas. En un segundo momento porque no fueron capaces de mantener a los hambrientos fuera de las mismas. La historia se repite.
Falsa democracia la que margina la economía
La primera globalización válida y humana debiera ser la económica. Enaltecer las virtudes de la democracia formal cuando no existe el mínimo rastro ni voluntad de democracia económica no deja de ser un sarcasmo.
Nos encontramos ante una globalización que habla inglés y tiene su epicentro en EE. UU.  y sus países satélites. Una globalización unilateral, que elude el encuentro con las regiones de escaso patrimonio. E nuestros días, por si faltara tensar más la situación, el nuevo presidente USA se empeña en sembrar muros para impedir el acceso a los pobres. Y encima, con plena desfachatez e impudicia, les dice que el muro lo pagaran los que ya no tienen con qué alimentarse.
Vivimos un momento complejo y tenso. La Iglesia debiera tomar conciencia de lo que sucede y de cómo su credibilidad está en juego. Bien está que proteste para que se reduzcan las víctimas en el vientre de las madres. Pero los que ya han nacido y padecen mil carencias bien merecen una palabra a su favor. Aunque les desagrade a los poderosos. No podemos contentarnos con unos gestos litúrgicos pulcros y estéticos. No es suficiente reunir diariamente un grupito de piadosas y ancianas señoras junto al altar. Nos desengancharíamos del Jesús de la historia. 

viernes, 20 de enero de 2017

Declaraciones e incontinencias

Entre las numerosas enfermedades que aquejan al ser humano hay que contar con la que impulsa a declarar más de la cuenta. Se trata de un impulso incontrolable que actúa en las cercanías de un micrófono, una cámara o el bolígrafo del periodista. El individuo en cuestión es muy capaz de declarar incontinentemente, por más que el objeto a que se refiere se halle muy lejos de sus conocimientos y habituales preocupaciones. Se diría que acaba declarando contra su propia voluntad.

Y, claro, al día siguiente no raramente cuaja una pequeña tempestad en torno a las declaraciones extemporáneas o inexactas. Al declarante le toca matizar, volver atrás, decir que se le interpretó mal o sencillamente —y muy recomendable— confesar a las claras que se equivocó.

De seguro vale más tarde que nunca. Mejor enmendar que sostener el error. Pero ello no quita que el mal esté hecho, que la población se preocupe indebidamente y sospeche más de la cuenta de sus ya suficientemente denostados gobernantes. El malestar —o peor, tal vez, el pánico— ha hecho presa en la población. La raquítica vanagloria de asomar el rostro por la pequeña pantalla o de lanzar las ondas vocales al aire ha podido más que la sensatez.

Por lo demás, a fuerza de acumular declaraciones, los medios de comunicación terminan por ser instrumentos repletos de palabras, que se refieren a intenciones o buenos propósitos. ¿Y los hechos? Habría que invitar a un experto a medir el volumen de las informaciones que se refieren simplemente a declaraciones. No me extrañaría que se llevaran un ochenta y tanto por ciento. Los titulares suelen referirse a lo que tal personaje dice u opina. Muchísimo menos a lo que hace o ha hecho.

Excesiva verborrea
El asunto es penoso. Excesiva verborrea para tan escasos acontecimientos. Tanto más penoso cuanto que nuestro protagonista anda convencido de que lo que piensa es noticia. No porque sea de mayor o menor trascendencia. No. Sencillamente porque lo piensa él. Si, encima, el hombre tiende a la mediocridad, ya dirán ustedes el drama de los medios de comunicación social que desean relatar hechos contantes y sonantes. Hechos y no ruedas de prensa, declaraciones y comunicados...

Es de toda conveniencia que la población se acostumbre a calibrar lo que se le dice por las palabras mismas, independientemente de su procedencia. Que cada uno escuche mucho y filtre poco. O, en todo caso, filtre lo justo, lo que vale la pena asimilar. Lo que merece la confianza. Nada de pagar tributo sobre el altar de la fama. Los títulos de quien habla no mejoran los contenidos de cuanto expresa. Más bien al contrario: los contenidos de lo que comunica prestigian los títulos que pueda exhibir.

Declaraciones para salir del aprieto
Otra vertiente del asunto consiste —y apunto con el dedo a la administración— en gastar ríos de tinta y palabras en cantidades industriales a propósito de determinados temas sobre los que, de todos modos, no se piensa actuar. Simplemente, quien habla lo hace para salir del paso. Adopta, quizás, expresión de gravedad o firmeza, para sintonizar con sus oyentes. Habla con el tono que le gustaría a él escuchar si se hallara entre el auditorio y otro fuera el declarante.

Cíclicamente, aparentando una justísima indignación, se refieren algunos funcionarios a las medidas que tomarán respecto de bandas violentas, gente de malvivir, conductores irresponsables… Imprecan a los culpables. Amenazan con regular estrictamente el uso de las armas de fuego. En cuanto a los corruptos, dicen, tienen los días contados. Compruebe por sí mismo el lector cómo en el año recién iniciado acontecerá lo mismo que en los pasados.

A las armas de fuego se extienden como mancha de aceite. Hay que ponerles coto dicen a una los rostros que aparecen por la pequeña pantalla. Cuantas más circulen, más muertes se producirán. Que se decomisen, que se regulen con mayor rigor. Tales cosas, entre muchas otras, se dicen ciertamente. ¿No les suena la letra? Pues las escucharán otras muchas veces. Y aplomados funcionarios volverán sobre el particular con idénticas palabras, amenazas y exhortaciones. Al tiempo.

Tal parece que estamos jugando a declarar, a escribir artículos ocurrentes o indignados, a llenar páginas de periódico. Visite el lector alguna hemeroteca y compruebe con creces cuanto lee en los presentes párrafos. Verifique, de paso, cómo hay multitud de temas que saltan a las primeras páginas, apasionan a los lectores, se desarrollan en un clímax prominente...y luego se desvanecen sin solución ni resolución. El crimen queda sin responsable. El juicio terminó, para la prensa, a mitad del proceso. De la adolescente desaparecida nunca más se supo...

¿Será verdad —más de lo que uno sospecha— aquello de que la vida humana es un sueño, una comedia, un papel que a uno le han asignado? Uno es periodista y escribe. El otro es funcionario y declara. El de más allá es vanidoso y asoma el rostro por la pequeña pantalla. El que tiene un pleito publica un comunicado para expresar la injusticia de la que es víctima. ¿Interesa la verdad pura y escueta? ¿Nos indignamos realmente ante el crimen o todo permanece en el rictus del rostro contraído por unos minutos?

martes, 10 de enero de 2017

El hechizo de la queja

Es un hobby extendido el de la queja. Un deporte profusamente practicado. Se diría que muchos mortales son incapaces de desgranar el día a día sin acudir a la queja. Hasta los usos del lenguaje ratifican estas afirmaciones.
Le preguntan a uno cómo le va en tal asunto. Y dado que le va bien, pero es adicto a la queja y a la lamentación, contesta: “la verdad, no puedo quejarme...” Es decir, a él lo que le agradaría es poder quejarse, pero las circunstancias no dan para ello. Es una verdadera lástima que no pueda quejarse con lo que disfruta haciéndolo.
No se resignan a abandonar el lamento
La tarea que lleva entre manos le va bien, quienes se mueven alrededor lo saben y, por tanto, no puede quejarse. No puede quejarse desgraciadamente, porque a él le encantaría. Y ya que no puede quejarse, al menos no renuncia al derecho de quejarse de que no puede quejarse. Una laberinto gramatical y conceptual, afín con el embrollo mental del sujeto.
Claro que en ocasiones uno no se queja porque no le dejan. Puede que la queja atraiga severos castigos sobre la cabeza del ciudadano, dado el régimen político del país o las circunstancias en que vive inmerso. Cuentan de un judío que llegó a Israel como emigrante y con el deseo de comenzar una nueva vida. En el mismo aeropuerto le entrevistaron. El periodista le preguntó acerca de su nivel de vida en la Unión Soviética, de su actividad laboral y el sueldo anejo, acerca del margen de libertad de que disfrutaba... y acerca de otras muchas cosas. Cansina y lacónicamente el entrevistado respondía: “no me puedo quejar”.
El reportero perdió la paciencia y le espetó: “entonces, ¿para qué viene a Israel”? Y la respuesta: “porque aquí sí me puedo quejar”. Se trata de un chiste cuya gracia radica en su ambigüedad y que se difumina entre la inventiva y la realidad. Pero permite sacar la conclusión de que al personal le fascina poderse quejar.

¿Por qué la queja produce esta leve, pero grata sensación? Posiblemente porque de este modo uno descarga la culpa de sus propias tribulaciones en otras personas. Lo de menos es de lo que uno se queja y a quién. Lo de más, que se puede quejar. Es un alivio la queja. Hasta permite sentirse más importante. A juzgar por lo que venimos diciendo, tal parece que vale la pena aguantar un rosario de desgracias si a la postre el lamento y la queja pueden fluir gozosamente de los labios.
Llaman poderosamente la atención algunos diálogos en que los participantes pugnan por sobresalir a causa de alguna desgracia. Aumentan y exageran las dolencias como si el que más acumulara fuera a ganar una copa o un honroso diploma. Hablan de sus males y maleficios, de las enfermedades que ni los más afamados doctores son capaces de atajar. Contabilizan las operaciones quirúrgicas, enseñan las cicatrices cual si de trofeos se tratara. La última palabra, la que cierra la boca a los contrarios la dice en tono victorioso quien alega estar definitivamente desahuciado por los doctores.
No saturar el medio ambiente de lamentos
Posiblemente el lector ha sacado de antemano la conclusión de los párrafos precedentes. Conviene mantenerse al margen de abonar un terreno ya suficientemente fecundo en toda clase de llantos, quejidos, suspiros, gimoteos y jeremiadas. De lo contrario crearemos un ambiente poco propicio para el gozo y el asombro que, sin embargo, constituyen sentimientos más propicios para emprender la marcha hacia un sereno compartir.
En los inicios de un nuevo año resultaría beneficioso para todos no rellenar los diálogos con quejas ni suspiros innecesarios. Cuando a uno se le pregunte cómo le va, por mera rutina, como una manera de saludar, no es necesario que el interlocutor responda con una retahíla bien surtida de los males que le aquejan. También esta actitud contribuirá a la mejora del medio ambiente psicológico en el que nos movemos.
Pueden encontrarse sin dificultad sentencias a propósito de la queja. Baltasar Gracián decía que “la queja trae descrédito”. Sí, como los malos perdedores que inevitablemente le atribuyen su derrota al árbitro. “Nacemos llorando, vivimos quejándonos y morimos desilusionados”, sentenciaba Thomas Fuller. Y acabo con una frase de cosecha propia: quejarse es el hobby favorito de quienes carecen de proyecto propio.