El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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viernes, 26 de mayo de 2017

Si las palabras naufragaran...

Si las palabras naufragaran, si no pudieran ser ya recuperadas… nos encontraríamos ante un acontecimiento de primera magnitud para la digna sobrevivencia de nuestra sociedad. Con las palabras irían a pique, irremediablemente, la confianza, la honradez, la sinceridad y tantas otras virtudes suspendidas del verbo humano.

La flor más preciada de la persona libre es la palabra. Por ella el individuo se zafa de su caparazón egoísta y se capacita para otear horizontes más amplios que los de sus intereses. Por ella, se dirige a un tú, o sea, llama por su nombre a quien hasta entonces era simple porción de una masa. Estamos hablando, naturalmente, de la palabra que desempeña el papel asignado:  la comunicación.

La palabra desnaturalizada, que no comunica, sino que somete, negocia o degrada no cumple los requisitos más esenciales: sugerir, relacionar, amar, informar. Más bien hace las veces de la metralleta, de la máscara, del cuchillo o del tambor.

Desde que a Dios también se le puede aludir llamándole Verbo /Palabra, toda palabra auténtica deberá estar emparentada con la Palabra de Dios. A saber, con la bondad, la belleza, la sinceridad.

Urge salvar a toda costa las palabras. Se trata de una tarea al menos tan necesaria —y más digna— que la de frenar la degradación del medio ambiente. Hay que devolver el sentido a las palabras, recuperar su contenido. La inflación verbal engendra situaciones más temibles que las de tipo económico. Y esa es la verdad: la palabra se ha deteriorado, ha perdido su valor.

¿Por qué? Porque aumentan las reuniones, los seminarios, los congresos, las discusiones… Porque nos inundan los comunicados, las notas, las declaraciones…Porque se echan a volar las manifestaciones, las réplicas y las contrarréplicas… Porque la palabra impresa —o la imagen parlante— se acumula ante nuestros ojos y oídos…Y esta riada de palabras no se corresponde con los hechos. Éstos continúan siendo escasos, mezquinos, preocupantes. Tal vez sea verdad aquello de que una imagen vale más que mil palabras, pero todavía es más cierto que un hecho vale más que mil imágenes por sonorizadas que estén.

Hay que salvar la palabra del naufragio total, lo cual nos llevará, sin duda, a la denuncia de unos cuantos hechos como, por ejemplo, los siguientes:

1.- Denuncia de la palabra que no se pronuncia para comunicar, para ser escuchada, sino para imponer. O sea, aquella que no espera la respuesta de un tú, sino la reacción de un anónimo consumidor. Aquella que no se dice para progresar juntamente en el camino de la humanidad, sino para amarrar la libertad y robotizar al prójimo.

2.- Denuncia de la palabra que, profusamente aireada, pretende inyectar en el ciudadano una determinada ideología. Que, embistiéndole sin miramientos, intenta arrebatarle su capacidad de optar y de elaborar una alternativa. No raramente se ha logrado sonsacar el “sí” de los demás para favorecer los propios planes.

Pero un sí pronunciado porque se temen las consecuencias del no resulta de muy menguado valor. Aparte de que ciertas afirmaciones —para quien sepa escuchar el tono— son claras negaciones.


3.- Denuncia de la palabra pronunciada no por quien tiene algo que decir, sino por quien tiene algo que ganar. Es sabido que los poderosos pueden levantar más la voz, pues que su dinero les permite apoderarse de la técnica y así poner altavoz a sus palabras. Pero entonces puede suceder que los medios de comunicación nos incomuniquen. O, al menos, que transmitan mensajes de la cúspide a la base; jamás de la base al vértice. Con lo cual los débiles y necesitados no tienen otra opción que la de escuchar la voz modulada a gusto de los señores.

4.- Denuncia de la palabra que sólo se pronuncia a medias o en voz baja. Existe el extraño prurito de disimular lo que pasa en la empresa, la sociedad, la Iglesia… Y los miembros de la empresa, la sociedad y la Iglesia no se enteran de lo que a ellos les concierne. Los secretos inútiles, las palabras oscuras por lo general son una ofensa a la dignidad humana y una lesión de sus derechos. Porque si es verdad que nadie tiene derecho a inmiscuirse en la vida privada del prójimo, también lo es que no se puede abusar de las materias reservadas y los secretos oficiales sin caer en la arbitrariedad y el despotismo.

La palabra constituye una herramienta fundamental y valiosísima en vistas a que el hombre sea un animal más racional, más político, más ético, más religioso. Desgraciadamente esa herramienta sirve también para forjar un hombre-animal domesticado.

Por eso hay que rescatar las palabras, devolverles su fragancia original y redimirlas de toda inflación degradante. Nadie mejor que el periodista, el locutor, el cineasta pueden desempeñar esta tarea. Ellos son —qué duda cabe— los grandes modeladores de nuestra sociedad.

martes, 16 de mayo de 2017

Más allá de la crisis, la espiritualidad


¿Cuándo acabará la dichosa crisis? Lo preguntan millones de personas que todavía la sufren en sus carnes. Algunos políticos les repiten por activa y pasiva que ellos ya la han solucionado. Pero ante la evidencia de sus cuentas corrientes desnudas y sus bolsillos vacíos se niegan a prestarles oídos.

Puede que la crisis haya remitido un tanto. Sin embargo, ha tenido como efecto una bajada severa de los sueldos —que aún que perdura— y ha dejado en la cuneta del mercado laboral a un gran número de potenciales trabajadores.

La crisis económica está ahí y añadiría yo que queda envuelta en una crisis aún de mayor tamaño, de carácter ético. Nuestro planeta produce lo suficiente para alimentar a sus habitantes. Las técnicas que le sacan más rendimiento a la agricultura han demostrado su efectividad. En ocasiones incluso se echan a perder cosechas enteras y miles de litros de leche para no comprometer el equilibrio de los precios.

Interesa repartir más que producir

Entonces preciso es concluir, con toda lógica, que el problema es de reparto, no de producción. Por lo demás, basta echar un vistazo a las fortunas ―tan ostentosas como impúdicas― que poseen determinados multimillonarios. Unas quizás menos criminales que otras, pero en todo caso totalmente desproporcionadas a las necesidades de un ser humano.

Asombra enterarse de los millones robados al hambre ajena. Sorprende las dimensiones que puede llegar a tener la humana ambición. Aturde comprobar que un hombre o una mujer es capaz de pasar por delante de un mendigo sin inmutarse, sin sonrojarse, cuando sus cuentas corrientes están a punto de reventar en distintos paraísos fiscales. Cuando sigue defraudando cuanto puede a hacienda.  

Está claro: la crisis económica procede de la matriz de otra crisis de carácter moral. Tengo la osadía de indicar algunos comportamientos que ayudarían a solucionar la crisis ética. Comportamientos vinculados con la espiritualidad que, por cierto, puede ser patrimonio de creyentes, escépticos y hasta ateos.

Una espiritualidad que incluye la sensibilidad del alma, la emoción de la belleza, la fe en la bondad humana a pesar de todo. Una espiritualidad amante de la paz y la justicia. Que nos impulse a mirar al misterio de frente. Que se extasíe frente al firmamento estrellado, que se estremezca ante la mirada limpia de un niño y se duela ante del rostro dolorido del emigrante.

Una espiritualidad atenta al latido del corazón del prójimo y al corazón del universo. Que consiga embelesarnos ante un bosque atravesado por los rayos del sol, ante un mar cuyos confines no se divisan. Y que, enternecidos por tanta sensibilidad, no le neguemos la mano ni la mirada, ni le demos la espalda al prójimo necesitado cuando las circunstancias hacen sonar la hora del compartir.

La espiritualidad se entendió como hermana gemela de la religión durante muchos siglos. Preciso es reconocer que desde hace unos lustros se ha emancipado y en ocasiones prescinde del sistema de creencias, de ritos y normas, de toda autoridad establecida. Todo ello conforma un rasgo fundamental de la revolución cultural de nuestro tiempo.

Superar el muro del hedonismo

Después de todo, siempre es mejor que un individuo viva nutriéndose de espiritualidad a que sólo se preocupe por el buen funcionamiento de su estómago y de sus órganos reproductivos. La primera obligación de todas consiste en no embrutecerse. Y no darle la espalda a la espiritualidad resulta imprescindible para ello.

Quien desea sintonizar con la espiritualidad debe crecer desde dentro. La meditación le nutrirá en el camino suscitándole pensamientos positivos. Una persona espiritual escucha las más profundas inspiraciones de su alma. Vive en paz, no existe temor que la pueda perturbar. Las opiniones de los vecinos, los comentarios de la farándula, los alaridos de la publicidad no logran alterar su paz.  

Qué duda cabe que la ciencia ha progresado de modo maravilloso y nos sorprende con sus inventos e innovaciones. Nos hace la vida más cómoda, es capaz de explicarnos el cómo de muchos enigmas. Es verdad, pero no logra desvelarnos el porqué de tales maravillas. Nos cuenta el cómo de una semilla que crece, de un niño que nace, de una estrella que se mantiene en lo alto del firmamento. Pero no nos explica su porqué. Y el ser humano necesita saberlo.

Existen mundos más allá de los que perciben los sentidos. El mundo del sentimiento, de la belleza, del amor, de la bondad… La ciencia no tiene acceso a ellos o, si acaso, sólo logra rozarlos. El hombre, la mujer espiritual, sí tiene capacidad de sintonizarlos.

Resulta difícil determinar qué es primero, si la espiritualidad o los valores que ella saca a flote. A saber, el silencio, la reflexión, la tolerancia, la austeridad en el vivir, la habilidad de saber escuchar y ayudar… Probablemente constituyen un círculo en el cual la raíz y los frutos se enlazan como un pez que se muerde la cola. 


sábado, 6 de mayo de 2017

Religiosidad popular, sí y no


Tema espinoso el de la religiosidad popular. Sí, porque la religiosidad es como un estuche que encierra la fe. Del estuche se podrá hablar con más o menos tino. De su contenido no nos es dado a los seres humanos decir la última palabra. Los quilates de la fe no se miden con medidas humanas.

La fe se expresa de mil modos según el carácter, las circunstancias, la época, etc. A veces los cauces por los que circula y se manifiesta son muy refinados. Tienen incluso un valor estético de primera categoría. Recuérdese la obra musical de Bach en su mayor parte inspirada por su fe, o los lienzos ingenuamente sublimes de Fra Angelico, o la misma profundidad teológica de un Ramón Llull o tantos otros místicos. En las bibliotecas dormitan tomos repletos de sabiduría bíblica, teológica, de historia de la Iglesia, de reflexiones morales y espirituales, de humanismo y doctrina social que posiblemente hayan nacido de una reflexión o vivencia de la fe.

Religiosidad anémica y deformada

En contrapartida, la fe se vierte también en recipientes mediocres. Zonas muy considerables de nuestro planeta se alimentan de una religiosidad anémica y un tanto deformada. Bautismos para proteger a los hijos de malos hechizos, bodas con el altar como decorado de fondo para que resulten más solemnes, invocaciones y promesas interesadas a la Virgen cuando surge el más pequeño contratiempo, movilizaciones de todos los santos cuando la gripe acecha. Por no hablar de los brazos y piernas de yeso — hoy de plástico— que hacen la función de exvotos.

No hay que ser parciales. Detrás de todo esto suele haber una relación, más o menos encubierta, con Dios. Probablemente de otro modo el núcleo de la misma no saldría a flote. De todos modos, no hay que cerrar los ojos a muchas desviaciones supersticiosas que el catecismo más complaciente no puede dejar de señalar.

Tales desviaciones son, entre otras cosas, creer que S. Antonio está dispuesto en todo momento a modificar, según el gusto de cada uno, cualquier ley natural o psicológica. Creer que el hombre es un pobre inútil incapaz de mantenerse en pie si no es aliándose con toda clase de espíritus sobrenaturales. En tal concepción se esconde una idea en desacuerdo con la confianza que Dios depositó en el hombre desde las primeras páginas de la Biblia. 

Más desviaciones: convertir la fiesta religiosa en ocasión de bullicio y borrachera al estilo de la canción: “Esta noche es Nochebuena y mañana Navidad, saca la bota María, que me quiero emborrachar”. Otras todavía: que la piedad se convierta en un seguro contra riesgos; dar para recibir. Que se convierta en puro motivo para reunir cofrades amargadas que no saben cómo pasar el tiempo. Y así sucesivamente. Todo ello un poco aberrante, ¿no?

España, país de misión

Quede constancia de que la ignorancia religiosa no es incompatible, ni mucho menos, con una notable cultura en otros campos. Pero esto es lo de menos por ahora. Lo que interesa es cómo compaginar el respeto que merece el pueblo fiel con el respeto que exige la vivencia religiosa.

Porque evidentemente no pueden borrarse de un plumazo todos los signos populares de religiosidad: procesiones, exvotos, cirios y un largo etc. En último término ahí se esconde —no sabemos en qué medida— la fe. La fe del carbonero. Pero tampoco se debe favorecer alegremente esta religiosidad hasta el punto de que invada los linderos de la ignorancia.

¿Cómo solucionar, pues, el dilema? Tomando en serio el grito desgarrado de H. Godin en su libro “Francia, país de misión” (y donde dice Francia podría escribirse el nombre de muchos otros países). Más de 70 años han pasado desde entonces y no queremos acabar de convencernos de una realidad, quizás poco agradable, pero realidad al cabo: ya no hay países católicos. Ni siquiera países con mayoría católica. Al menos si por tales entendemos algo más que el estar bautizados por la Iglesia.

En efecto es engañoso —mejor dicho, a nadie engaña ya— contar los católicos según los ficheros de la parroquia. Si queremos hacer recuentos deberá ser a partir de la conducta moral, de una sólida participación en el culto litúrgico, a partir del grado de compromiso socio-político, etc.

Si no todos los católicos se comportan como tales, no se ve el por qué la inflación de sacramentos ni el por qué poner el acento sobre las exigencias de la cristiandad. Más bien habrá que iniciar desde los fundamentos de la evangelización. En otras palabras, hay que empezar desde abajo, explicando desde los cimientos el mensaje evangélico de modo inteligible y puesto al día. No demos demasiadas cosas por supuestas. Sólo conseguiríamos engendrar un gigantesco malentendido. Como el que estamos viviendo.

Y antes de poner punto final quiero acabar cómo empezaba: en el santuario de la fe únicamente Dios penetra. A nosotros solamente nos es dado juzgar por las apariencias. Una cosa es cierta: un granito de fe bien vale los cauces de la fe del carbonero. No lo suple ni la teología ni la cultura. Pero mientras exista el granito de fe. De lo contrario se monta un tinglado impresionante, sonoro e inútil. Contraproducente.