El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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lunes, 28 de marzo de 2011

Valores y vergüenzas de la izquierda


Derechas e izquierdas, dos vocablos que dan mucho juego. Palabras de perfil vaporoso, pero recurrentes al referirse al espectro ideológico en el ámbito de la política.  Quizás por su  imprecisión y elasticidad logran sortear numerosas contradicciones.
  
Existen otros puntos de vista y paradigmas bipolares para tantear el asunto de las ideologías. Tales como pacifistas-militaristas, demócratas-oligárquicos, partidarios de la globalización y del antisistema, liberales-socialistas, ecologistas-capitalistas, etc. etc. El hecho es que el tópico derechas-izquierdas fagocita otras referencias alternativas.   

De acuerdo a la acepción común la derecha equivale a la ideología conservadora, atenta a la defensa de las prerrogativas y privilegios de los poderosos. Ve con buenos ojos las altas cunas y las voluminosas fortunas. Mientras que la izquierda lucha por una mayor igualdad y democracia. Prefiere la libertad individual al orden social. No le interesa tanto el libre mercado cuanto potenciar el valor de la igualdad y la dignidad personal. 

Todo esto es la teoría que no coincide sin más con la práctica. Pero las palabras sirven para entendernos en principio, si bien es posible que a la postre enmarañen la situación. Basta con observar a quienes ondean la bandera de la izquierda mientras no escatiman recortes sociales, aumentan los impuestos indirectos y hacen guiños cómplices a las grandes fortunas.

No acaba aquí la ceremonia de la confusión. Determinados sueldos de izquierdistas convictos y confesos multiplican por diez o quince veces el de un trabajador promedio. Y puestos a echar más leña al fuego recuerde el lector la larga lista de gente con etiqueta de izquierda a los que se ha pillado con las manos en la masa. 

Un guiño a la izquierda

Si los comportamientos se correspondieran con el significado de las palabras firmaría con gusto la frase que escribió J. B. Metz hace ya muchos años en el libro “más allá de la religión burguesa”: El carrusel de la política se movería más bien hacia la izquierda si girase según la melodía del evangelio

Es un hecho cierto que en nuestro mundo superdesarrollado mueren anualmente unos 40 millones de personas por hambre. Y un centenar de millones de niños son esclavos laborales o sexuales. Pero apenas 300 personas poseen el 45 por ciento de los bienes de la humanidad. Y un centenar de países en los últimos años ha retrocedido en su bienestar. Perdonen si las cifras no son exactas, aunque de todos modos provocan vértigo.  

Si las izquierdas fueran lo que deben insistirían en que la lucha contra tal escándalo constituye la causa primera de la humanidad. Mientras no se la aborde con decisión, las otras pueden esperar.  Mucho se alejará de los cuarteles de la izquierda quien piense que vale la pena seguir ahondando el surco del progreso mientras la brecha entre unos y otros se va agigantando.  

Suele apelarse a la Constitución para cualquier nimiedad. Que si un referéndum es o no constitucional, que si las condiciones de permanencia de los jueces van contra la Carta magna… En cambio no suele citarse la Constitución cuando dictamina que todo ciudadano tiene derecho al trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia. Lo cual incumbe particularmente a los poderes públicos. 

Miles de ciudadanos duermen en la calle y otros tantos arañan las cuerdas de la guitarra en el metro para conseguir unas monedas. Sin embargo la Constitución proclama que todo el mundo tiene derecho a una vivienda digna y adecuada. En buena lógica la conclusión es que existe mucho político inconstitucional. Dato de gran envergadura, aunque los periodistas y los panelistas no suelen traer a colación este asunto.  
Luego llega el día de la Constitución y se organiza el gran tinglado. Los prohombres de la  política, de la ciencia o la literatura se prestan a leer sus páginas con solemne ademán. Se organizan cenas y recepciones para dejar constancia del enorme aprecio por la Carta magna. Un homenaje del vicio a la virtud, como diría Talleyrand. Un alevoso acto de hipocresía. 

El diálogo, el universalismo….

Se asocia a las izquierdas la incapacidad para dialogar.  A Luis XIV se le ocurrió un día decir: El Estado soy yo. La frase hizo historia. Consta que Pío IX le dijo al cardenal Guidi: la Tradición soy yo. La izquierda no dice literalmente el progreso soy yo, pero lo manifiesta en perífrasis varias. Los nobles de antaño se enorgullecían de tener la sangre azulada. Los de izquierda se enorgullecen de tener las ideas limpias y la verdad entera. La han atrapado, la han encerrado en su zurrón y no piensan soltarla. 

La izquierda en principio es universalista, o así lo proclama. Sólo que con frecuencia se trata de un universalismo raquítico. Todos deben pasar por el mismo aro. Años atrás, todo el mundo tenía que vestir al estilo Mao-Tse-Tung. Todos hablar la misma lengua y cultivar el mismo cereal. Nadie podía eximirse de pensar según las categorías de los líderes. Lo cual tiene bastante que ver con el fascismo. Y es que los extremos se tocan. 

El genuino universalismo no consiste en respirar el mismo aire, sino en dejar que cada uno respire el aire de su entorno. No en hablar una misma lengua, sino en permitir hablar la lengua que la cultura y la historia le brinda a cada uno. Consiste el mencionado universalismo en reconocer que no a todos los individuos ni a todos los pueblos les sienta bien el mismo traje. De otro modo las proclamas de universalidad resultan chatas y miopes.   

La izquierda pinta a la derecha como unos señores perversos, con facciones de perro bulldog e incisivos de doberman. Sin embargo, sucede que la realidad es enormemente compleja y está enferma de pecado estructural. El sistema anda renqueante, pero un mal sistema bien gestionado es manifiestamente mejor que un mal sistema gestionado con torpeza.

La derecha no tiene ningún interés en hacer justicia a los pobres, pero quizás tiene la mano izquierda -ya es casualidad que sea la izquierda- más diestra a la hora de crear riqueza. Desde este punto de vista maltrata al pobre en menor medida. Porque la nefasta y horrible teoría del goteo a veces se cumple. Y la riqueza llega a todos a medida que desborda el cauce. Del todo inmoral el postulado, pero no deja de tener su efectividad.  

La izquierda considera que es preciso sustraer los bienes de los ricos para repartir el botín entre los pobres. Sólo que cuando los ricos se dan cuenta de la estratagema, esconden sus dineros y se acabó el goteo. O cometen un error de cálculo o son más ingenuos de lo que uno esperaba.

Habría que reforzar las buenas intenciones de la izquierda, pero uno se desmoraliza cuando observa su afición al travestismo. Es decir, cuando sustituye las más genuinas reivindicaciones, como el derecho a tener una casa, un trabajo y un plato de comida, por la protesta en contra de la escuela concertada, en contra de la clase de religión y a favor de la píldora del día después. La operación tiene menos costos y deviene rentable ante la opinión pública. Pero a cambio de dar gato por liebre. Lo cual no debería ser de izquierdas.

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