Quien posea unas migajas de ilustración histórica sabe
muy bien que la religión -siglos atrás- era protagonista de la sociedad. Los
reyes gobernaban en nombre de Dios y a nadie tenían que dar cuentas. Las
diversas instituciones gravitaban a su alrededor. Las enfermedades se atribuían
a castigos divinos o posesiones diabólicas y el remedio adecuado se llamaba
oración o exorcismo. Los agricultores organizaban procesiones y rogativas para
obtener la lluvia cuando la sequía se intensificaba.
Estos hábitos y tradiciones no se cambian de un día para
otro. Cincuenta años atrás todavía en el papel moneda impreso en España se
leía: Francisco Franco, caudillo por la
gracia de Dios. Y el dólar sigue exhibiendo la leyenda: in God we trust.
Quienes hoy día llevan acumulado medio siglo sobre sus
espaldas han sido testigos de cambios enormes por lo que a la fe y la vida
cristiana pública se refiere. Son testigos de cómo muchísimos niños crecen sin
bautizar. Las vocaciones religiosas se han congelado de golpe. Las Iglesias se
han vaciado de feligreses. A quienes les duele la garganta no acuden a S. Blas.
Y así un largo etcétera.
La política no tiene
que pedir permiso a la religión para desarrollar sus planes. Dios no es el
fontanero que acude a reparar los desperfectos ocasionados en nuestro mundo. Ello está en consonancia con la genuina opinión del Vaticano II al afirmar que la sociedad ha llegado a su mayoría de edad y las realidades profanas gozan de propia autonomía.
El caso es que del respeto a la autonomía de las
realidades terrenas y la legitimidad del proceso de secularización hay quien
pretende deducir la privatización de la fe. Y el creyente dice que hasta ahí
podíamos llegar. Porque si la Iglesia debe esconderse en la sacristía y sólo le
es lícito al creyente rezar en la alcoba, entonces asistimos a la
deconstrucción de la fe.
La fe es misionera y resulta muy razonable que se exponga
y se invite a escuchar. Más aún, la libertad de expresión es prerrogativa de
las sociedades bien organizadas. ¿No podría la Iglesia expresar su opinión de
modo respetuoso cuando multitud de personajes y personajillos expresan la suya
al margen de todo respeto?
Entre la relevancia
y la identidad
La tendencia bastante generalizada a ponerle sordina a la
fe tiene lugar porque en nuestra sociedad predomina el perfil del individuo de orientación mercantil, según expresión
de Erich Fromm. Se trata de personas que se experimentan a sí mismas como una
mercancía. Se tasan teniendo en cuenta la mayor o menor cotización que su
estilo de vida y su rol adquiere en el mercado.
Una tal comprensión de la propia persona genera una
enorme inseguridad. Si la autoestima no depende de lo que uno es, sino de cómo
cotizan los valores en el mercado del momento, entonces siempre penderá la
amenaza del desprestigio y la reprobación sobre la propia cabeza.
El proceso de emancipación de la sociedad respecto de la
religión ha disminuido la cotización de la fe. Si en las sociedades
tradicionales la religión era la clave de bóveda que sostenía el entramado del
conjunto, ahora ha quedado devaluada. Las cosas realmente importantes para
quienes dejan huella y asoman su rostro en los medios son la economía, el
deporte, la técnica, farándula…
El creyente -y en particular los agentes de pastoral-
afrontan una profunda crisis de relevancia. Hacen una oferta que ellos
consideran de capital importancia y comprueban que apenas interesa a nadie. En
vista de lo cual unos abandonan –presbíteros, religiosas y laicos comprometidos
que han emigrado a diferentes estados y quehaceres- y a otros les da por
cambiar de imagen y de vocabulario.
El que llevaba a cabo una tarea de carácter
específicamente religioso ahora silenciará las motivaciones que fundamentaban
su quehacer. Para compensar acentuará su tarea social a favor de Caritas, una
ONG, su dedicación a la enseñanza o su compromiso con los discapacitados. En
una palabra, el relieve no lo otorgará a las raíces cristianas que nutren su
actuación, sino a los frutos sociales que la sociedad pondera y valora.
Sin embargo este cambio de look consigue superar la crisis de relevancia al precio de caer de
bruces en la crisis de identidad. Ahora bien, los grupos de Iglesia deben tener
un perfil y una identidad propia. De otro modo nada les distingue de los
numerosos grupos humanistas o comprometidos a favor de la sociedad. Y ello decepciona
a quienes buscaban precisamente las raíces, las motivaciones, lo que trasciende
a la vista.
No se interpreten estas palabras como un flirt con los movimientos conservadores
y aun fundamentalistas. En absoluto. No se lea entre líneas lo que no hay. La
tesis o la moraleja de los párrafos que anteceden consiste simplemente en que
no es sano para la salud psicológica ni espiritual contaminarse de la
orientación mercantil. Las cosas valen por el valor que tienen en sí mismas. No
deben medirse según la cotización que adquieren en el mercado de valores.
1 comentario:
Párrafos de gran profundidad. Explicita un defecto muy frecuente.
Diagnóstico muy acertado.
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