No hay por qué esperar otra cosa.
Se cumple puntualmente el tópico de que es noticia que un hombre muerda a un
perro y no al revés. Es gratificante para la prensa conseguir la entrevista con
el nombre que corre de boca en boca. Mucho más que con el ciudadano anónimo que
no encabeza ninguna organización ni hizo nada estrafalario en las últimas
semanas. Inútil, pues, empeñarse en que los micrófonos apunten a otro lado que
no sea el de los nombres que momentáneamente lucen sobre el candelero.
Sin embargo, sépase y tómese
conciencia de que el mundo es mucho más vasto que el mundillo de quienes
dominan la escena y atraen los focos hacia los platós. Existen otras opiniones
más allá de las que ven la luz en los titulares de los periódicos. No se
confunda la parte con el todo. De otro modo la sociedad se empobrecería
lamentablemente.
La prepotencia de la noticia
Produce tristeza y decepción que
unos hablen sin tener nada que decir, simplemente para ser escuchados. Y que
otros acaben escuchando porque lo dice tal personaje, independientemente de que
valga la pena prestarle atención. Más aún, puede que unos hablen para provocar
el elogio de la galería hacia su persona, mucho más que para atenerse a las
exigencias de la verdad.
En el ámbito eclesial las motivaciones que inducen a hablar ante un
micrófono no suelen ser declaradamente vanidosas, aunque no faltan abundantes
excepciones y puede que se digan determinadas cosas para que se entiendan otras
favorables a los propios intereses. De todos modos los medios de comunicación
no cambian las reglas del juego cuando van a la búsqueda de un personaje connotado
en el ámbito religioso. Por su parte los hombres de Iglesia no son inmunes a
las tentaciones del común de los mortales.
Por lo cual, seguirán siendo
noticia las pomposas celebraciones de las catedrales y los líderes más
destacados de la Iglesia no harán mutis ante la prensa, ni las conmemoraciones
significativas tendrán lugar en el anonimato. Sin embargo, las noticias a este
nivel no reflejan lo que es y hace la Iglesia. Sólo se refieren a un minúsculo
porcentaje en términos cuantitativos. Nada dicen de la inmensa gama de
actividades que realizan la mayor parte de sus miembros. No dan fe, en fin, de
la lucha, las inquietudes y el crecimiento de un inmenso número de fieles.
La imagen de la Iglesia que reflejan
los medios de comunicación resulta inevitable ya que la sociedad danza al compás
que marcan los personajes de la farándula, de la moda, de la política y del
prestigio. El riego de que la imagen resulte distorsionada es de manifiesta
evidencia. De ahí la necesidad de acrecentar una conciencia capaz de analizar
la realidad y no dejarse sorprender por la buena fe. Lo que no se oye no
implica que no exista. La libertad del creyente no sólo le invita a opinar
sobre lo que le plantean los medios de comunicación, sino también a plantear
las cosas de modo distinto a como se le ofrecen.
La fuerza del anonimato
Estas reflexiones vienen a cuento
porque en la Iglesia el porcentaje más numeroso de sus miembros trabaja en el anonimato.
Por cierto, una condición muy favorable de cara a la labor tenaz y eficiente.
Mucho más que la de las entrevistas, focos y micrófonos.
Un botón de muestra de lo que
pretendo decir. En tiempos fáciles para el divorcio, no raramente se cierne un
grave interrogante sobre los hijos pequeños. Pues bien, hay esforzados seres
humanos —muy en particular las abuelas— que se ofrecen generosamente a cuidar
de los pequeños. Ellas jamás serán el objetivo de una cámara de televisión. Se
trata de abuelas que generosamente, sin esperar ningún beneficio material, se
desviven por estos casi huérfanos.
Muchas reticencias se encuentran
cuando hay que cuidar a los enfermos del SIDA. Ahí están los religiosos —ellas
sobre todo— que en muchos países del África subsahariana dedican sus días, su
paciencia y sus desvelos a los infectados por el virus. ¿Qué prensa acude a
entrevistarlas? En los barrios marginados de América Latina se levantan casitas
construidas con cartones y pedazos de zinc. Unos cuantos vecinos se reúnen al
anochecer de cualquier día de la semana para leer un fragmento del evangelio y
comentarlo mientras aderezan la conversación con las anécdotas sucedidas a lo
largo del día. La anfitriona les ofrece cuanto tiene: una taza de café o de
jengibre.
El personal que frecuenta estos
ambientes no piensa, ni por asomo, que su reunión deba ser observada por una
cámara, ni que algún periodista se acerque por el lugar con el micrófono en
ristre. No. Los periodistas, y los dueños de los periódicos que les pagan,
consideran que nada de eso es noticiable. Piensan que en los campos y en los
ambientes urbanos de fuerte pobreza no puede ocurrir nada que interese a sus
lectores acomodados. ¿A quién puede importar la vida rutinaria, repleta de
carencias, en un rincón de mundo apenas conocido? Nadie propone nuevas teorías
en tales lugares, ni se emprenden iniciativas artísticas, científicas o de otro
tipo que atraigan a los habitantes del centro de la ciudad.
Los buenos cristianos humildes e
ignorados son como espejos que reflejan el rostro de Dios. A pesar de lo que
piensen los poderosos, tales signos son necesarios y hay que cultivarlos. Son
como ventanas que permiten atisbar un pedazo de horizonte desde la cárcel de
rejas y cemento. Son como pequeños claros que propician vislumbrar el sol en un
cielo encrespado por el temporal.
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