Con la venia de los amigos que
leen estas entradas allá por el Caribe, donde pasé tantos años, trataré un tema
que se circunscribe a España. Se trata de las pasadas elecciones en las que
sólo una tercera parte de los ciudadanos depositaron la confianza en los
partidos que tradicionalmente seducían a la gran mayoría.
Dicen que cuesta mucho hacerle
cambiar el voto a un ciudadano, sobre todo cuando lleva años otorgándolo al
mismo partido. Teme cometer una deslealtad. Sólo ante situaciones extremos o
agravios hirientes muda su papeleta ante las urnas.
Un ciudadano ignorado y arrinconado
Pues bien, el ciudadano medio ha
detectado que los partidos mayoritarios le han ignorado, sino arrinconado. Las
elites han hecho lo que les ha apetecido. Entre sus filas han salido más
corruptos que alimañas cuando se remueve una losa incrustada en la tierra durante
años. Poco a poco el ciudadano se ha ido indignando, impacientando, enojando,
disgustando y desesperando. Podría alargar la lista de verbos para subrayar la
idea, pero es suficiente.
La política
de siempre trata al ciudadano como si adoleciera de un fuerte déficit de
inteligencia, tanto en lo que respecta a la legislación (a favor de sus propios
intereses), como en las artimañas internas (listas, nombramientos, asesores,
etc). Frente a esta situación ha surgido un intenso anhelo de cambiar los
estilos, de hacer otra clase de política.
Los jóvenes se
han mantenido pasivos a lo largo de muchos años en cuestiones de convivencia y
bien común. La crisis les explotó en el rostro, les ha prohibido el acceso al
trabajo, les ha situado en graves aprietos económicos. Sobre todo les ha frustrado
y herido las fibras más hondas de su dignidad. Los jóvenes se han indignado —la
cosa viene de lejos— y finalmente se han organizado. Sus inquietudes han sido
escuchadas y las urnas han arrojado un resultado contundente.
Un nuevo estilo
Se acabó el culto al líder, la tendencia
a doblar el espinazo ante su persona. No necesariamente el que manda es el
mejor líder, ni el más honesto, ni el más listo. Aunque se rodee de fastuosidad
y pretenda dar la impresión de que está por encima del resto. La gente ha
dejado de ser fácil presa del engaño. Ahora le ha dado por llamarle casta al
político engreído y estirado.
Preciso es devolver a la vida
real a quien le ha crecido la autoestima más de la cuenta. Por más que se rodee
de numerosos asesores y acuda a los restaurantes exclusivos, por más que mire
por encima del hombro a los ciudadanos de a pie y el aparato magnifique sus
méritos, hay que conectar al hombre con la realidad de cada día. Y cuanto más
alto se haya alojado, más dura le resultará la caída.
Se acabaron las excusas. De poco
servirá alegar que en realidad el partido ha hecho una buena gestión, pero no
ha sabido venderla de modo conveniente o que no ha comunicado las cosas con la
habilidad requerida. No es cuestión de estilo ni de estrategia. Es cuestión de reconocer
que tanto el fondo como la forma se han desplomado con estrépito. Pero no creo,
no creo que se reconozca esta realidad.
Los nuevos grupos emergentes no
han olvidado la prepotencia ejercida por los políticos —incombustibles hasta el
presente— a través de una mayoría matemática. Y trazan un cordón sanitario a su
alrededor. Nadie quiere pactar con ellos. Aun cuando conserven un buen número
de votos, se les aísla. Cuando uno no respeta al prójimo la gente acaba por
devolverle la moneda en cuanto la ocasión se tercia. Es lo que ha sucedido.
Decididamente en esta ocasión la
corrupción ha pasado factura. Como la ha pasado la prepotencia y los recortes
en contra de los más débiles. La crueldad de sacar de su casa a quien no podía
seguir pagando los recibos —inflados, por cierto—ha caído muy mal entre quienes
mantienen un poco de sensibilidad altruista. Se les ha echado fuera de malos
modos. A la calle con los niños y los ancianos. ¿Qué respuesta podían esperar
en las elecciones?
En lo alto del pedestal los
personajes de la política no se han enterado de casi nada. Siguen en su
burbuja. Lamentan que los ciudadanos no les hayan comprendido. Tal vez no se
han sabido explicar, murmuran. No, sucede que su modo de actuar, sus rutinas,
la manera de entender la convivencia se ha ganado a pulso un rechazo total por
parte de la ciudadanía. Eso es todo. Y en las próximas elecciones generales
pienso que todavía quedarán más en evidencia.
Los indignados han ganado, en
particular en los ayuntamientos de más trascendencia: Madrid y Barcelona. Ha
ganado la indignación y el altruismo. Los indignados no se han detenido en la
irritación o la cólera. El sentimiento ha tomado cuerpo: ha habido
movilizaciones, testimonios en los medios, proyectos y candidaturas. La
indignación constituye una enorme fuerza de cara a la acción, pero es necesario
que esta energía se organice en un plan y se perfile en una estrategia. Tras
muchos años de letargo, así ha sucedido.
¿Qué nos
depara el próximo futuro? Puede que las izquierdas —tan proclives a las
divisiones y a las disquisiciones— pierdan terreno por falta de mano izquierda
precisamente. Lo cual sabrán aprovechar bien las fuerzas de signo contrario.
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