El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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lunes, 8 de junio de 2015

En torno a las urnas

Con la venia de los amigos que leen estas entradas allá por el Caribe, donde pasé tantos años, trataré un tema que se circunscribe a España. Se trata de las pasadas elecciones en las que sólo una tercera parte de los ciudadanos depositaron la confianza en los partidos que tradicionalmente seducían a la gran mayoría.  

Dicen que cuesta mucho hacerle cambiar el voto a un ciudadano, sobre todo cuando lleva años otorgándolo al mismo partido. Teme cometer una deslealtad. Sólo ante situaciones extremos o agravios hirientes muda su papeleta ante las urnas.

Un ciudadano ignorado y arrinconado

Pues bien, el ciudadano medio ha detectado que los partidos mayoritarios le han ignorado, sino arrinconado. Las elites han hecho lo que les ha apetecido. Entre sus filas han salido más corruptos que alimañas cuando se remueve una losa incrustada en la tierra durante años. Poco a poco el ciudadano se ha ido indignando, impacientando, enojando, disgustando y desesperando. Podría alargar la lista de verbos para subrayar la idea, pero es suficiente.

La política de siempre trata al ciudadano como si adoleciera de un fuerte déficit de inteligencia, tanto en lo que respecta a la legislación (a favor de sus propios intereses), como en las artimañas internas (listas, nombramientos, asesores, etc). Frente a esta situación ha surgido un intenso anhelo de cambiar los estilos, de hacer otra clase de política.
Los jóvenes se han mantenido pasivos a lo largo de muchos años en cuestiones de convivencia y bien común. La crisis les explotó en el rostro, les ha prohibido el acceso al trabajo, les ha situado en graves aprietos económicos. Sobre todo les ha frustrado y herido las fibras más hondas de su dignidad. Los jóvenes se han indignado —la cosa viene de lejos— y finalmente se han organizado. Sus inquietudes han sido escuchadas y las urnas han arrojado un resultado contundente.   
Un nuevo estilo

Se acabó el culto al líder, la tendencia a doblar el espinazo ante su persona. No necesariamente el que manda es el mejor líder, ni el más honesto, ni el más listo. Aunque se rodee de fastuosidad y pretenda dar la impresión de que está por encima del resto. La gente ha dejado de ser fácil presa del engaño. Ahora le ha dado por llamarle casta al político engreído y estirado.

Preciso es devolver a la vida real a quien le ha crecido la autoestima más de la cuenta. Por más que se rodee de numerosos asesores y acuda a los restaurantes exclusivos, por más que mire por encima del hombro a los ciudadanos de a pie y el aparato magnifique sus méritos, hay que conectar al hombre con la realidad de cada día. Y cuanto más alto se haya alojado, más dura le resultará la caída.

Se acabaron las excusas. De poco servirá alegar que en realidad el partido ha hecho una buena gestión, pero no ha sabido venderla de modo conveniente o que no ha comunicado las cosas con la habilidad requerida. No es cuestión de estilo ni de estrategia. Es cuestión de reconocer que tanto el fondo como la forma se han desplomado con estrépito. Pero no creo, no creo que se reconozca esta realidad.  

Los nuevos grupos emergentes no han olvidado la prepotencia ejercida por los políticos —incombustibles hasta el presente— a través de una mayoría matemática. Y trazan un cordón sanitario a su alrededor. Nadie quiere pactar con ellos. Aun cuando conserven un buen número de votos, se les aísla. Cuando uno no respeta al prójimo la gente acaba por devolverle la moneda en cuanto la ocasión se tercia. Es lo que ha sucedido.

Decididamente en esta ocasión la corrupción ha pasado factura. Como la ha pasado la prepotencia y los recortes en contra de los más débiles. La crueldad de sacar de su casa a quien no podía seguir pagando los recibos —inflados, por cierto—ha caído muy mal entre quienes mantienen un poco de sensibilidad altruista. Se les ha echado fuera de malos modos. A la calle con los niños y los ancianos. ¿Qué respuesta podían esperar en las elecciones?

En lo alto del pedestal los personajes de la política no se han enterado de casi nada. Siguen en su burbuja. Lamentan que los ciudadanos no les hayan comprendido. Tal vez no se han sabido explicar, murmuran. No, sucede que su modo de actuar, sus rutinas, la manera de entender la convivencia se ha ganado a pulso un rechazo total por parte de la ciudadanía. Eso es todo. Y en las próximas elecciones generales pienso que todavía quedarán más en evidencia.

Los indignados han ganado, en particular en los ayuntamientos de más trascendencia: Madrid y Barcelona. Ha ganado la indignación y el altruismo. Los indignados no se han detenido en la irritación o la cólera. El sentimiento ha tomado cuerpo: ha habido movilizaciones, testimonios en los medios, proyectos y candidaturas. La indignación constituye una enorme fuerza de cara a la acción, pero es necesario que esta energía se organice en un plan y se perfile en una estrategia. Tras muchos años de letargo, así ha sucedido.

¿Qué nos depara el próximo futuro? Puede que las izquierdas —tan proclives a las divisiones y a las disquisiciones— pierdan terreno por falta de mano izquierda precisamente. Lo cual sabrán aprovechar bien las fuerzas de signo contrario. 


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