Los taínos -viejos habitantes del Caribe- fumaban e inhalaban unas sustancias que les producían fuertes alteraciones en su ánimo y conducta. En contexto religioso asociaban los efectos producidos por la droga con una mayor cercanía de la divinidad. Desde aquellas lejanas épocas se han inventado numerosísimos productos adictivos. Todos con un denominador común: acostumbran el organismo a la sustancia en cuestión y el individuo no puede hacer a menos de ella.
Se da el caso de que no todas las sustancias adictivas tienen la apariencia de polvos, resinas, líquidos, hojas o pastillas. Algunas son incluso inmateriales. Justamente las que irradian los vapores más sutiles y perniciosos. Tanto es así que los interesados ni siquiera advierten inicialmente las consecuencias. No tienen conciencia alguna de culpabilidad.
Existe el precipitado conocido con el nombre de soberbia, que no se aspira por vía nasal. Tampoco requiere de la jeringuilla intravenosa para ser inoculada, ni es necesario fumar humo de especie alguna. Se la asimila por ósmosis. De ahí su peligrosidad. Resulta difícil la prevención, pues que no es fácilmente detectable. Puede ser demasiado tarde cuando se adviertan sus efectos nocivos.
Cabría decir que existen dos diversas presentaciones del mismo producto. En primer lugar, la vanagloria, que puede ser descubierta con relativa facilidad. Basta con observar cómo los rasgos de la cara del protagonista se ensanchan de satisfacción cuando alguien se presta a adularlo. O comprobar su vestimenta impecable, cortada por afamadas tijeras. O echar un vistazo al brillo que irradian sus zapatos. Las togas en ámbito académico también juegan un papel relevante en el asunto.
Pero luego está el orgullo, la soberbia o el engreimiento, que constituye una fórmula mucho más peligrosa. En un tanto por ciento notable los adictos a la droga de la vanagloria pasan a ser consumidores de este otro preparado de efectos más contundentes.
Entre los usuarios se cuentan, por lo demás, personas dignas, trabajadoras, responsables. Lo mismo pertenecen al campo de la ciencia, de la cultura, de la política o de la Iglesia. Normalmente los deportistas, los artistas y el personal de la farándula suelen contentarse con la fórmula de la vanagloria.
Sucede igualmente que el adicto necesita mayores dosis de sustancia tóxica en la medida en que su perfil público va tomando rasgos más dignos, austeros e incorruptibles. Para mantener el papel de persona notable y responsable que le exige la sociedad necesita atiborrarse de droga. Como el actor mediocre, siente la urgencia de un trago antes de salir al escenario. O como el deportista que pasó la noche lejos de su alcoba requiere una dosis de anfetamina para afrontar el reto.
No existe otra curación, hoy por hoy, y no obstante todos los adelantos de la medicina, que un tratamiento de choque a partir de la verdad desnuda. Se desconoce otro medio de combatir la adicción. Y es del todo necesario iniciar la cura con fuertes propósitos de perseverancia.
En ocasiones se da la circunstancia de que el afectado se ve obligado a rebajar el listón de sus prestaciones, a desdibujar su imagen de hombre serio o de aflojar las riendas de la tensión, para poder prescindir de la droga en cuestión. Ello ocasiona gran pesar en el protagonista, pues que nada aprecia tanto como la imagen pública que con esmero ha ido perfilando. Pero ése es el precio a pagar. Todo tratamiento tiene algún efecto secundario que es preciso aceptar sin remilgos.
En casos graves, difíciles, o de avanzado estado de intoxicación no queda más remedio que saborear el fracaso. Mejor si es público y notorio. De otro modo la preocupación por la imagen impide una genuina curación. No hay que lamentarse demasiado de ello, aunque resulte doloroso. Después de todo, se desvanece una imagen y se recupera una persona real. El interesado vuelve a ser una persona de carne y hueso, que no necesitará sumergirse en la espiral de la adicción para sobrevivir.
Yo no sé si el autor inspirado de un salmo bíblico intuiría todas estas cosas cuando plasmó en palabras inmortales aquella súplica: no a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria. Le asistía toda la razón del mundo. Porque, en nombre de Dios, de la propia sabiduría o por pura prepotencia, el hecho es que hay multitud de personas disputándole la gloria al mismísimo Dios.
El adicto a la vanagloria, al orgullo, a la soberbia, a la pedantería, posee un corazón de tamaño diminuto, pero con tendencia compulsiva a inflarse de modo desmedido. Lo cual le conduce a un final catastrófico. De tanto hincharse, la víscera que impulsa la sangre y contiene las esencias de la persona termina por explotar. Y ya tenemos al engreído inutilizado por falta de corazón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario