Había un
hombre rico, que se vestía de púrpura y de lino fino, y hacía cada día banquete
con esplendidez. Había también un mendigo llamado Lázaro, que estaba echado a
la puerta de aquél, lleno de llagas, y ansiaba saciarse de las migajas que
caían de la mesa del rico; y aun los perros venían y le lamían las llagas (Lc
16, 19)
Palabras escritas hace dos mil años, pero que son de plena actualidad hoy
en día. En realidad, se trata de un mensaje válido para todas las épocas. Cada
día presenciamos la ostentación de los más ricos de la sociedad. Fiestas con
todo tipo de lujos. Bodas con detalles e iniciativas extravagantes. El prurito
de llenar la casa con toda clase de electrodomésticos y aparatos electrónicos.
Las copas rebosan en el mundo de los ricos mientras el panorama es muy otro
en el mundo de los desfavorecidos. Largas filas de exiliados que en el camino
pierden el futuro y las ilusiones. Gente que nunca podrá poseer una casa ni un
coche. Ciudadanos impedidos de visitar al médico porque no tienen los papeles
en regla...
Las desigualdades son del todo escandalosas. El pecado del rico, al que la
tradición ha puesto el nombre de Epulón, es la falta de gran parte de nuestra
sociedad. Aparece nítido el pecado de la rica Europa respecto de los
inmigrantes. Lázaro y Epulón de nuevo frente a frente. No es que Epulón sea un
despiadado criminal, no. Tampoco rebosa de odio contra el pobre. En buena
teoría no transgrede ley alguna. Su pecado es de omisión, de mirar a otro lado.
Omisión, el gran delito
Su pecado es de omisión. No ve al pobre, no tiene la sensibilidad de imaginarse
bajo su piel y experimentar su sufrimiento. No le afecta el dolor del
vecindario. Mira a otro lado cuando de repente se encuentra la figura de Lázaro
en el camino.
El pecado de omisión consiste en no ser consciente de que todo lo que se
desperdicia pertenece al pobre. Los bienes de este mundo son para todos.
Compartir los bienes con los pobres no es algo optativo, sino de obligatorio.
Debería ser la expresión normal de quien no ha perdido el sentido de la
humanidad ni el sentido cristiano.
Vivimos en un sistema —el capitalismo, el liberalismo— que no entiende eso
de compartir. Se ha vuelto ciego para todo lo que no sea lucro, lujo y
posesión. Cuando el proceder neoliberal traspasa los límites deviene inhumano.
Y no vale decir que no es tan malo que al rico le sobre porque entonces le
caerán las migajas de la mesa y los pobres las aprovecharán. Esta visión,
aparte de ofensiva, no se corresponde a la verdad. Muchos no están dispuestos a
compartir ni siquiera lo que cae de la mesa.
También es una falacia argumentar que estamos atrapados por el sistema y
que éste es una fatalidad contra la que no hay nada que hacer. No, las fuerzas
que impulsan a la sociedad existen porque las hemos creado. Podrían ser otras.
¿Por qué la consagración de la propiedad privada? ¿Por qué el protagonismo de
los bancos? ¿Acaso no podríamos vivir con otras regles de juego?
Seguro que sí. De hecho no en todas las épocas ha dominado el capitalismo
ni tampoco en todos los países. El humanismo cristiano propone otra visión. La
idea remite a aquellas palabras de los hechos de los apóstoles: La multitud de los creyentes tenía un solo
corazón y una sola alma, y ninguno de ellos consideraba como propios los
bienes que poseía, sino que todo estaba al servicio de todos (Hechos
apóstoles 4,32).
Transgresiones personales y sociales
Los cristianos a menudo nos preocupamos mucho de los pecados personales.
Nos angustian quizás los pensamientos de tipo sexual, las ausencias de la misa
dominical, los sentimientos de rencor... Bien està mantener una conciencia fina y
sensible, pero ¿y los pecados de proyección social? Estos hacen sufrir a nuestros
hermanos.
Pecado social es la obsesión de aumentar la cuenta corriente sin límites.
Porque lo que uno se queda para él ya no es aprovechable para su vecino. La
fiebre de la posesión nos hace insensibles. Entonces nos distanciamos de los
otros porque nos pueden robar o se les puede ocurrir pedir lo que llamamos
nuestro y hacernos sentir mal. Los otros dejan de ser amigos, compañeros y
hermanos para convertirse en pacientes, clientes, compradores... Gente sin
rostro.
Uno de los pecados más grandes, si no el que más, el que corroe las raíces,
es la falta de fraternidad, la indiferencia que nos torna insensibles ante el
rostro del otro. Es el pecado de omisión, el que hace invisible al prójimo que
pasa necesidad.
Una última observación. Cuando todo es para mí, cuando el afán de poseer y
acumular consume todas las energías, cuando acabamos soñando en abultadas
cuentas de banco... entonces hemos dejado de ser monoteístas. No nos
arrodillamiento ante un billete de 100 euros, pero nuestro corazón sueña
despierto con este símbolo de riqueza. Dios queda lejos. Los ídolos han ganado
la partida al Dios verdadero.
1 comentario:
Avui he escoltat per ràdio persones que treballen per pal·liar els efectes de la pobresa i m'ha impactat que han dit que "cada vegada s'ha de ser més pobre perquè et considerin pobre" (vol dir que el nivell de pobresa per a ser ajudat ha de ser més baix, sinó no hi ha ajuda)
Però uns quants en la nostra societat són corruptes i es queden amb mil·lions d'euros que caldria repartir.
Estic d'acord amb la idea que pequem molt per omissió en aquest terreny.
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