Apreciado envidioso: deja que empiece sin preámbulos
diciéndote que, por propia voluntad, te vas amargando la vida de cada día y
haces del bienestar del prójimo una tragedia de uso personal.
No vives tu propia vida, pues la condicionas a lo que
hacen los demás. Te desenvuelves bien con tu coche, pero de pronto, si el
vecino compra uno mejor, te entra el prurito de cambiarlo. Sufres pesadillas
nocturnas hasta que lo consigues. Luego lo paseas frente a su casa para que
sepa muy bien de tus superiores posibilidades económicas.
Objetivo: opacar al prójimo.
Cuando bautizas a tu hijo recién nacido o casas a tu hija
salida de la adolescencia, quieres que tu entorno se entere.
Deseas impactar. ¿Qué la ceremonia resultaría más calurosa
y familiar en un ambiente privado y modesto? Te da igual. No vas a dejar pasar
la oportunidad. Si tienes que empeñarte por unos años o trabajar para lograr un
doble sueldo, lo harás con gusto. La cuestión es mirar por encima del hombro a
tus vecinos. Lo de menos es el gozo del acontecimiento.
Ésta es tu tragedia que cada día va anulando tus mejores
energías. A cualquier suceso que te salga al paso quieres sacarle el jugo. Lo
utilizas como pretexto para brillar. Mejor dicho, para opacar a quienes viven
en tu entorno. Eres un devastador. Estás dispuesto a cercenar todas las cabezas
que sobresalgan por encima de la tuya.
Y no menos preocupante resulta que te vayas destruyendo
interiormente. Un gusano va royendo tu felicidad y tu tranquilidad. O quizás
habría que decir que tú mismo eres el gusano que se va carcomiendo
paulatinamente.
En ocasiones has luchado por causas realmente dignas de
elogio. Pero, curiosamente, si otro es el que va delante con la bandera de la
misma causa, entonces se agosta tu entusiasmo y empiezas a encontrarle puntos
oscuros. Acabas, quizás, despreciándola, aunque en realidad a quien desprecias
es al que brilla gracias a ella.
Observa hasta dónde conducen los mecanismos que mueven
los secretos resortes del envidioso. No empleas las energías que posees para
hacer el bien, sino para impedir que otro lo realice. O sea, cometes un pecado
de omisión por partida doble: evitas que otros hagan y dejas de hacer. Para ti,
el planeta yo debe estar en el centro
y ser admirado por todos los demás, que jamás dejarán de ser satélites.
Una lógica peculiar.
Tus juicios han dejado de moverse por la lógica. Valoras
las obras de los demás según tus particulares conveniencias, a saber, si te
permiten brillar o te opacan. Debieras saber que existen multitud de refranes
que miden la verdadera estatura del envidioso. La envidia es la venganza de los
incapaces, reza un proverbio americano. Ya el viejo autor Plinio el Joven
sentenciaba que envidiar significa reconocerse inferior.
Es así. Desde el momento que segregas este líquido
viscoso, por más que invisible, llamado envidia, confiesas que no estás a la
altura del otro. Y, en lugar de admirarle, pretendes hundirle. Donde se mueve
un envidioso, señal de que algún valor se hace presente. Ya ves, acabas siendo
un termómetro que calcula lo valioso que es justamente a quien deseas quitar de
en medio. Arrojas piedras contra el árbol lleno de frutos. Si el árbol fuera
estéril, no te molestarías tanto. El resultado que consigues es exactamente el
contrario al que pretendías.
El triunfo ajeno te desgarra íntimamente. El bienestar
del prójimo te causa un indisimulado desasosiego. Tu envidia va enterrando tus
propias ilusiones. Genera inútiles sufrimientos. Es responsable de la frialdad
que va apoderándose de tu corazón.
Es interesante comprobar que se suele envidiar a los que
están cerca: los vecinos, los colegas, los de la misma profesión, los de
idéntica clase social. Ningún pobretón envidia al presidente del país, a no ser
soñando con los ojos abiertos. Pero, si el pobretón sale de su miseria y está
afectado por el virus de la envidia, entonces, en lugar de vivir agradecido,
empezará a mirar de reojo a sus nuevos vecinos para conseguir trepar más alto
que ellos. La envidia no tiene tope. Asemeja a una carcoma que no ceja.
Y es que, por definición, la envidia es la tristeza o
pesar del bien ajeno. Como siempre habrá quien posea, sepa o brille más que tú,
jamás curarás de esta enfermedad. Moraleja: revísate a conciencia, detecta si
la envidia echó metástasis y ponte en manos de un buen médico. Que, en este
caso, no puede ser otro que tú mismo. Tu voluntad de ver con ojos limpios los
bienes y las cualidades de tus hermanos.
Contra envidia, amplitud de espíritu. Éste es el antídoto
recomendado.
Con los mejores deseos de que te liberes de tantas
amarguras como te aquejan inútilmente, se despide tu seguro servidor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario