Han hecho falta muchos siglos, muchas tragedias y violencias para que nuestros contemporáneos llegaran a asimilar que la esclavitud es del todo injustificable. Hoy en día suele aceptarse que la tortura es denigrante para quien la practica, que la libertad de expresión se reivindica muy legítimamente. Aunque ello no significa que en todas partes se pueda hablar sin cortapisas, ni que en muchas comisarías dejen de existir rincones sórdidos en los que se practica la tortura.
Del dicho al hecho continúa existiendo un gran trecho. El desprecio o, al menos, el recelo a otras razas perdura a lo largo y ancho de nuestro mundo. La esclavitud se presenta quizás bajo formas más sutiles, pero no menos trágicas para los que la sufren.
Mayores simpatías por los derechos humanos
A primera vista, en nuestro mundo, los derechos humanos suelen ser reconocidos teóricamente. Acerca de ellos circula mayor información, se analizan a conciencia determinadas situaciones, los juicios éticos por lo general afinan más la puntería. Crecen y se multiplican los grupos interesados en promoverlos y defenderlos.
Aumenta incluso el deseo de revertir y transformar estructuras que favorecen relaciones opresivas. Se busca el reconocimiento legal y efectivo de los derechos fundamentales del hombre. Algunas organizaciones de ámbito mundial han aportado su digna y loable contribución al particular. También la Declaración de los Derechos Humanos de 1948, el Consejo Ecuménico de las Iglesias, la encíclica Pacem in Terris, etc.
Un cristiano no debiera vacilar ante la importancia de los derechos humanos, ni dejar de actuar ante la urgencia de situaciones muy lamentables. Si el Antiguo Testamento reconoce que el ser humano es imagen de Dios, si el Nuevo Testamento afirma que es hijo de Dios… ¿A qué esperar? ¿Por qué dudar? Sin embargo, a la Iglesia le costó inicialmente mirar con simpatía el florecimiento de los derechos humanos, cuando debiera ser abanderada de esta causa.
Derechos con sus correspondientes deberes
Dejemos el interrogante abierto, que muy matizadas debieran ser las respuestas. Interesa poner de relieve que a todo derecho le sigue su correlativo deber. Derecho y deber constituyen dos polos de una misma realidad. Evidentemente, los derechos del hombre no se proyectan indefinidamente, ni dejan de tener su contrapartida escrita en la columna paralela de los deberes.
Un ser humano que se moviera únicamente en la esfera de los derechos, se transformaría en un individuo engreído, en un tirano exigente e intolerante. Un ser humano al que se le sumergiera en un mar de deberes, sin la contrapartida de los derechos, acabaría destrozado bajo la presión de sus obligaciones.
Se explica que, tras una etapa en que se le han suprimido o recortado los derechos a un individuo o a una sociedad, reclame con urgencia la reivindicación de los mismos y hasta se exceda en sus reclamaciones. Lo mismo si hablamos de la familia, la sociedad o la Iglesia. De todos modos, una tal agresividad reivindicatoria fácilmente adquiere ribetes adolescentes que es bueno superar a la mayor brevedad posible.
Hace falta cultivar el tipo humano y cristiano que crezca por ambos polos, que propicie el desarrollo de ambas dimensiones. El ejercicio de los derechos, con sus correspondientes deberes, concurren para formar una personalidad madura.
Mentalidades parasitoides
Estos individuos que van por el mundo vociferando sus derechos al tiempo que no reparan en pisotear los del prójimo conforman una categoría del todo deleznable y antisocial. Son parásitos, egoístas, que absorben cuando pueden de su alrededor y, a cambio, no devuelven sino actitudes agrias y prepotentes.
Abundan tipos de esta calaña en la carretera: se les antoja que el pavimento es suyo y que están exentos de sujetarse a las normas de tráfico. Es fatal tenerlos como vecinos. El de al lado debe sufrir, a la hora que se les ocurra, la radio a todo volumen o sus perros ladradores. Es lamentable que uno se tope con ellos en la cola frente a la ventanilla: creen que quienes guardan la cola es por pusilanimidad y se cuelan con total desfachatez.
Cada uno tiene derecho a que le permitan expandirse en libertad y sin trabas. Es muy legítimo que nadie quiera un inquisidor al lado, mientras pasea por la ciudad u ojea la revista que le place. Pero también tiene el deber de no lastimar al prójimo ni traspasar sus márgenes de libertad. Como lo tiene de no perturbar la paz ciudadana
Exigir derechos y detestar deberes es síntoma de mentalidad inmadura, parasitoide. Junto con las operaciones elementales de la matemática y las normas básicas de ortografía, el niño, adolescente o joven deben mantener un contacto constante y familiar con los deberes que les asigna su condición de vecinos, de ciudadanos y de seres humanos. De otro modo la ciudad se transformará en una jungla. Y el darwinismo se impondrá como única ley posible.
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