Creer a la intemperie. Constatar
que en el ámbito del trabajo los cristianos se pueden contar con los dedos de
la mano. Que las cosas de la fe suenan a música dodecafónica. Verificar que los
niños ya creciditos no saben santiguarse. Que los alumnos de ESO reservan el
mismo espacio mental a Cristo que a Buda y a Zeus. Comprobar que los bancos del
templo se llenan en buen porcentaje de mujeres enlutadas. Que los hijos de
padres comprometidos otean otros horizontes ...
Estas, y otras cosas, hacen que
la fe se torne angustiosa. Creer a la intemperie es tan difícil como nadar
contracorriente. Sin embargo, el hombre creyente —que no equivale al hombre
crédulo— ha hecho una experiencia demasiado gozosa, está demasiado íntimamente
convencido de su opción, para que lo pueda enviar todo al traste.
Por otra parte, el cristiano sabe
que el Espíritu continúa su tarea; más anónima, más silenciosa, pero no deja de
actuar. Y el encuentro fraternal entorno del pan y del vino eucarístico irradia
fuerza suficiente para seguir confortando la fe e iluminando el camino.
Ya no es el ambiente el que aguanta
el corazón del creyente, sino la fe que debe fermentar la estructura. Ya no es
suficiente para el creyente sincero mantener su personal rescoldo. Es necesario
que encienda el del vecino, es decir, que anuncie el mensaje. Un anuncio más
silencioso, si se quiere, pero que sigue siendo necesario proclamar. La hora de
los simpatizantes ha llegado al fin. Se requieren militantes. De nada sirven
los engaños y los recodos. Si la fe es válida para uno mismo, se contagiará al
que está cerca y si no es válida ... entonces es mejor tener las ideas claras.
La culpa de los cristianos
De la marginación del
cristianismo en amplios sectores de la sociedad, tienen buena culpa los mismos
cristianos. Ellos velan, más que revelan, el auténtico rostro de Jesucristo,
según dijo el Vaticano II. Hay que culpar a la Iglesia que, en palabras del
mismo Concilio, necesita de una reforma constante.
Efectivamente, necesita una
reforma seria. Porque no protestó bastante del fascismo que saturaba las mentes
de los jerarcas y los poderosos. Porque aceptó demasiado resignadamente las
órdenes que procedían de la cúpula política, sin profundizar en su legitimidad.
Además, la Iglesia —que conforman todos los creyentes— a menudo ha
distorsionado el mensaje evangélico. Como los aparatos que emplean los
conjuntos de música concreta, los cuales modifican, alargan, otorgan nuevos
timbres a los sonidos originales.
Unos aspectos de la vida de Jesús
han pasado a primer plano: su oración, la dulzura de trato, la obediencia, su
mensaje escatológico, etc. Pero curiosamente —o interesadamente— otros rasgos
igualmente reales de su vida han quedado cubiertos por el silencio y por el
desinterés: Jesús fue también itinerante, comía y dormía donde las
circunstancias brindaran, tuvo más de un conflicto con sus padres y familiares,
denunció el legalismo, privilegió a los pobres, se mostró intransigente con la
hipocresía y redimensionó la autoridad.
¿Por qué esta selección
arbitraria a la hora de anunciar el evangelio? ¿Acaso necesita ser destilado y
edulcorado su mensaje? ¿Y por qué a muchos obispos se les dispara el registro
de la protesta al oír hablar de homosexualidad, aborto, y en general ante las
cuestiones nuevas derivadas de la bioética? En cambio, muestran un interés casi
irrelevante cuando se trata de asumir iniciativas contra la pobreza, la
corrupción y otras taras de carácter social.
Buena nueva, triste nueva
Aún hay más. Resulta que la Buena
Nueva a menudo es vivida como una triste nueva, como una losa que reprime el
gozo originario del mensaje. Así, de la apoteosis final de la Resurrección, hay
quien sólo acierta a dar con el leño áspero de la cruz.
No se trata de vender una buena imagen, ni de limar aristas para que las moscas acudan a la miel. Se trata simplemente de vivir la Buena Nueva como lo que es: un mensaje de salvación integral y, pues, de ilusión, de alegría, de esperanza. De acercar la misa, por poner un ejemplo, a lo que fue originariamente: una cena de amigos, en lugar de hundirla en el precipicio del legalismo y la rutina.
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