Tal vez habría que
ser menos malicioso y titular estos párrafos de otro modo: “los que mandan y
los que obedecen”. Pues no siempre ni en todos los casos cabe identificar a los
que obedecen con los que aspiran a mandar. De todos modos, los titulares tienen
licencia para chirriar un poquito, pues una de sus funciones consiste en atraer
la atención del personal.
El dinero es un
fetiche que tiene a mucha gente embelesada. Pero existen otros ídolos que
provocan la misma o mayor admiración. Por ejemplo, el poder. Sé que existen sus
nexos más o menos explícitos entre dinero y poder. Se percata uno con facilidad
al comprobar que generalmente los gobernantes proceden del mundo de las
finanzas y a él vuelven cuando se les acaba el mandato. Sí, las famosas
“puertas giratorias”.
Poder y economía se
erigen en dos diosecillos de poca consistencia, pero de gran brillantez y
eficacia. Dos diosecillos de escasa talla moral, pero capaces de provocar
largas y asombradas interjecciones. A ciertos personajes que disponen de todo
cuanto se les antoja les aguijonea, sin embargo, el fetiche del poder, el cual
les inocula el desasosiego hasta alcanzar la poltrona soñada.
Me interesa expresar
unas palabras acerca de la reconciliación. Si es auténtica implica mucho más
que el mero abrazo. Lo repito: la reconciliación entre quien manda y quien
obedece requiere unos hechos previos al signo del abrazo.
La reconciliación de signo político
Los políticos de
oficio tendrán que cambiar sus ideas y sus realizaciones. Ellos no tienen
inconveniente en besar los pies del pueblo en época de campaña electoral.
Abrazan a los viejecitos y acarician a los pequeños. El gesto queda de
maravilla en la pequeña pantalla. Ellos hacen gala de amplias sonrisas, aunque
estén agotados. Bien. El pueblo les vota y los políticos empiezan a preocuparse
por los cargos del partido, por las presiones en la cumbre, por la escalada
hacia poltronas más firmes.
Habría muchas más
cosas, previas a una verdadera reconciliación. Como botón de muestra, que los
que andan no se llenen la boca con palabras sonoras y rimbombantes a base de
“servicio”, “bien común”, “fraternidad”, cuando esas palabras encubren el
servicio a uno mismo y al bien particular. A veces se escuchan piezas oratorias
verdaderamente graciosas. Como en ciertas películas, todo cuanto coincide con
la realidad resulta ser casual.
El que manda debiera
aspirar a ser sencillo de verdad y no sólo para provocar el comentario que
ensalce su sencillez. Con el prurito de crear la imagen adecuada para extraer
el máximo número de votos, uno ya no sabe si el personaje es como parece o si
está desempeñando algún papel. En todo caso habría que evitar ponerse la careta
de la sencillez para causar impacto. Es el máximo retorcimiento que a uno se le
pueda ocurrir.
Obediencia en caricatura
Con el transcurrir
del tiempo nos hemos ido refinando y las envidias han creado una fina red de
recelos y sutilezas. Así existe el tipo obediente que en el fondo no obedece.
Vayamos por partes.
El individuo servil
está negando la obediencia por la base. En vez de colaborar con el bien común
está deseando agradar a sus superiores. Tiene su fachada en orden, lo de dentro
no le preocupa. Fácilmente dobla el espinazo y lame la bota de quien manda si esto
le reporta beneficios. Aunque después recurra a subterfugios, ruindades,
diplomacias, adulaciones…
Luego está el
formalista. Ése no se mueve por agradar al superior sino para complacer su
propia conciencia. El formalista, entre otros defectos, tiene el de no ser
inteligente. Su miopía no alcanza a ver los motivos últimos de lo que se le
encarga. Se contenta con hacer lo que está mandado, pero no le pregunten el por
qué ni el para qué. Sencillamente lo ignora.
Cabría poner sobre el
tapete otros tipos de obediencia distorsionada: infantilismo, inconstancia,
etc. Parodiando a un escritor inglés, pienso que, contra todos ellos, el
obediente quizás deberá quitarse el sombrero ante el superior, pero jamás la
cabeza.
Nada digo del que
obedece porque no tiene más remedio, pero entretanto se le corroen las entrañas
de envidia. Su aspiración consiste en desplazar a quien manda para instalarse
en su lugar. El pobre sufre más cuantos más éxitos tiene aquel a quien admira y
envidia a la vez. Su indigestión no tiene que ver con lo que come, sino con lo
que come el vecino.
La cuestión del
mandar y el obedecer tiene grandes aplicaciones en la Iglesia, pues es una
institución jerarquizada, en la cual adquiere mucho valor el ejercicio de la
obediencia. Una obediencia, claro está, responsable, consciente, inteligente,
deseosa de colaborar con el bien común. Los sacerdotes, los religiosos, las
monjas, los laicos, los obispos… todos tienen que obedecer. El Papa también,
sí, y hasta me atrevo a decir que más que ellos. El Evangelio no se lo puede
inventar, ya está escrito.
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