Se atribuye a S. Francisco de Asís la representación primera del nacimiento de Jesús. La tradición del Belén o pesebre (que así se llama según el lugar) viene, pues, de lejos. Desde estos tiempos lejanos hay memoria de que el buey y el asno -año tras año- se presentan a todas las citas. Es curioso, sin embargo, que de ninguno de ambos animales da fe el evangelio de la infancia de Lucas. Y menos los de los otros evangelistas que ni siquiera hablan de cuevas, establos o pesebres.
¿A qué viene, pues, la escena? Tiene su razón de ser por cuanto desde los primeros tiempos cristianos se citó al Profeta que dice: Conoce el buey a su dueño y el asno el pesebre de su amo. Pero Israel no conoce, mi pueblo no discierne (Is 1, 3). Se trata de una constatación que puede traducirse así: muchos seres humanos son incapaces de reconocer a su Señor como Mesías, pero el buey y el asno sí distinguen al Creador en el niño del pesebre. Se trata de un simbolismo, de una metáfora, claro está, pero que tiene su atractivo y no deja de interpelar a quien se acerca a la cueva.
Sigamos, pues, con la metáfora, ya que otros la iniciaron. Los animales tienen olfato para Jesucristo, mientras que las personas humanas andan como perplejas y ofuscadas ante el misterio. O quizás sucede que se afanan tanto en lo que se les antoja inaplazable que no les alcanza el tiempo para lo que es realmente importante. Existe el peligro de volverse ciego y perder el olfato ante el rostro de Jesús. Lo podemos comprobar a cada paso en nuestra sociedad. Mucha gente camina desorientada. Tienen hambre de misterio, el instinto les empuja a otear la trascendencia, pero sólo se les ocurre buscarla en rincones exóticos o esotéricos.
Los tales no saben aplicar el sentido del olfato cuando levantan la cabeza en vertical, la dirección que indica el camino hacia Dios. Y la confusión es total cuando se trata de reconocer a los que deambulan con el corazón traspasado por las muchas lanzas que enristra la miseria, la desesperación y el derroche de sus contemporáneos. Pasan por delante sin verles.
En época navideña es justo prestar un poco más de atención a las razones del corazón. Las pulsiones y los instintos profundos de la naturaleza humana seguramente comprenden mejor la fiesta que supone la venida de un Niño a nuestro mundo. Un Niño que puede enseñarnos el camino hacia otro modo de vivir menos egoísta y rutinario. Un Niño capaz de darnos una mano para sacarnos del pozo de la inconsciencia y la autosatisfacción.
Hay que atender a las razones del corazón porque, de lo contrario, la cabeza se erige en portavoz del entero ser humano y esgrime mil argumentos para demostrar que un Niño impotente, nacido en un oscuro rincón del planeta, nunca va a salvar a nadie. La cabeza tiene muchos mecanismos de defensa para llegar a creer que las cosas andan razonablemente bien e impermeabilizarse para todo lo que suene a Redención o Salvación.
¿Con que fin esperar a Alguien -como pretende el Adviento- si nada me va a aportar? Sin duda, con las razones del corazón resultará más fácil alojar al Niño y a su Madre en el propio interior ya que no hay sitio para ellos en otros albergues.
Decía S. Antonio María Claret, con un punto de ingenuidad y con la retórica sentimentaloide del siglo XIX: con el vaho o aliento de afectos de amor de Dios hay que calentar al Niño Jesús, que está tiritando de frío”… “la comunidad ha de imitar al buey por su paciencia, constancia y amor al trabajo”.
Como se ve, la metáfora da mucho juego y puede alargarse sin peligros, si se atiende más al corazón que a la cabeza. El buey y el asno calentaron con su aliento al recién nacido, aterido de frío… El cristiano consciente también debiera ser alguien que nutre y calienta cuanto hay de valioso a su alrededor. Y valiosas son todas aquellas semillas de mayor sinceridad y sensibilidad que encuentran obstáculos para su nacimiento: una Iglesia más cercana y menos encopetada, una sintonía mayor con nuestros contemporáneos, una mayor valoración del papel de la mujer, un fuerte deseo de que no se instalen diversas medidas a la hora de administrar la justicia…
En los evangelios hay personajes que se constituyen en ejemplos intachables para saber cómo actuar. Basta recordar a S. José, la Virgen, los pastores, Simeón, a Nicodemo… También los hay que son claros ejemplos de comportamientos a evitar: Herodes, Pilatos, Judas, Salomé… Digamos que hay un asno y un buey que no menos sirven para indicar el camino a seguir.
En Navidad no pueden censurarse estas imágenes y las ingenuas reflexiones que provocan. Pues en esta época se permite estirar las metáforas como un chicle y escuchar cómo palpitan las razones del corazón. No es difícil observarlo: ahí están, en un rincón de la sala, los abuelos y nietos rodeados de musgos y figuritas de barro. Parecen haberse desconectado del ambiente rutinario de siempre y se diría que viven un éxtasis a escala infantil. Por cierto, entre las figuras no falta un buey y una mula. O quizás no se trata de una mula, sino de un asno. No se distingue bien y, a fin de cuentas, para lo que interesa, da igual.
1 comentario:
Es un placer acompañar al autor deambulando entre las figuras del imaginario Nacimiento extrayendo la adecuada lectura que cada una suministra
Siempre que leo este pasaje navideño noto sugir en mi interior ciertas dudas que no logro despejar
a) ¿pudo esperar José al último momento del parto de María con los consiguientes riesgos que ello comporta?
b)¿de veras le negaron hospitalidad aquellas gentes de cultura semita para las cuales era "sagrada" esta norma?
c) ¿ no seria mas bien que José-María optaron por la parte trasera de la casa refugio de las bestias por pudor de no envolver al Niño Dios en aquel ambiente de hediondez
ébria en general?
Si el relato lleva gran carga de imagen y metáfora ¿porque no otorgar este sentido a la pericopa
"no hallaron alojamiento en la posada"?
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