Reconozco con una pizca de vergüenza que hasta bien entrado en años no valoré las bellezas del paisaje ni aprecié la hermosura de la naturaleza. Afortunadamente ahora vivo en un entorno privilegiado donde la belleza agreste se esparce sin moderación y trato de recuperar el tiempo perdido.
Aunque nunca he cultivado el género paisajístico, voy a intentar un artículo de esta índole con el propósito de redimir mis faltas. Pido de antemano la comprensión del lector por si el resultado se le antoja exiguo.
El caminante recorre la senda mientras sus ojos contemplan el paisaje que rodea el santuario de Lluc, en la sierra norte de Mallorca. Las posibilidades de elegir uno u otro camino son varias, las que los siglos han ido aparejando para desplazarse hasta las poblaciones cercanas o adentrarse en algún lugar más sugestivo del bosque. Caminos pedregosos, escoltados por robles y encinas, tutelados por enormes peñascos que asoman desde las alturas.
Los infinitos pasos que los caminantes de pasadas generaciones anduvieron en la superficie del camino han contribuido a que los posos de los ancestros -sus penas y sus gozos, sus llantos y sus risas- se hayan depositado junto a las piedras del camino. Con lo cual la vereda adquiere una mayor solera.
Un profundo silencio se apodera de los atajos del lugar cuando el sol se esconde detrás de las montañas. Un silencio intenso y profundo como no es posible percibirlo en la ciudad. Una quietud muda que parece detener el transcurrir del tiempo. Acudiendo a la metáfora grandilocuente cabría decir que la tierra detiene su doble afán giratorio para no importunar al viandante.
Huérfano de sol, el paisaje difumina gradualmente las siluetas de los montes. Poco a poco su ciclópea masa se desvanece y hay que esforzarse para adivinar el perfil de la montaña. Hasta que la noche traga completamente el panorama.
En las horas diurnas los bosques de robles y encinas apenas dejan pasar los rayos del sol. Sobre todo en invierno, la humedad se torna viscosa al acoplarse con el musgo. La vista se derrama por los amplios espacios umbrosos.
A lo largo de la senda enormes peñascos de color grisáceo desafían la ley de la gravedad. Cuando el caminante levanta la vista los localiza encima de su cabeza y no logra reprimir el vago temor de que pudiera quedar atrapado bajo toneladas de materia inerte a poco que el agua y la intemperie sigan erosionando la naturaleza.
El paisaje muestra un surtido de rocas de todos los tamaños y formas. El espectador dibuja en su fantasía un boceto de camello, de tortuga o cualquier otro animal. Las numerosas estrías son producto de las aguas que, a lo largo de los milenios, han ido desgastando la piedra. Han sido cinceladas por este laborioso e infatigable escultor.
Los peñascos enhiestos provocan al caminante. Le recuerdan, sin necesidad de palabras, su modestísimo lugar en la naturaleza. Una pobre hormiguita que no da la talla frente a las rocas gigantescas. Y ya iniciada la lección, las rocas, las encinas, el cielo dilatado hasta el infinito aprovechan para meter baza y hacer gala de su poderío.
El paisaje incluye también las nubes: cúmulos, cirros, estratos... Arriba, en el firmamento azulado, se exhiben numerosas gasas fabricadas con vapor de agua. Van y vienen, se forman y transforman. Los colores no faltan a la cita: según la estación y la luminosidad del día, el cielo se torna azul trasparente o quizás aparecen pinceladas difusas color violeta. Tal vez un rojo intenso se apodera de pronto de la bóveda celeste.
No lejos de los caminos la carretera asfaltada zigzaguea por las laderas de la montaña. Son las venas de la naturaleza mallorquina ya domesticada por los humanos. Y, allá en el fondo, las siluetas imponentes de la cordillera. Una serie de montañas habitadas a lo largo del tiempo por numerosas generaciones. Se las han arreglado para adaptarse a la lluvia, al frío y al calor. Han puesto en pie las construcciones que requería el medio. Han inventado hábitos y costumbres, han suscitado modos de convivencia y creado una peculiar gastronomía.
Por los suelos de los caminos abundan las bellotas. Semillas frágiles, árboles en potencia. Los cerdos de antaño daban buena cuenta de ellas. Unos balidos recuerdan que también forman parte integrante del paisaje las ovejas y cabras que mordisquean entre matorrales.
A no olvidar los aromas selváticos que envuelven al caminante ni las abundantes tonalidades de verde que se extienden por las laderas. Es posible que inesperadamente el espectador perciba una cuerda por la que se desliza un jovenzuelo amigo de la aventura arriesgada. Se dispone a acariciar con los dedos de la mano el rostro del peligro mientras desplaza su cuerpo por entre los peñascos.
Desde las cimas de los montes se divisan valles magníficos que se parcelan en cultivos de diversos colores. En tanto la ladera no alcanza el valle, unas murallas de piedra viva impiden que la tierra se deslice y eche a perder la cosecha de la aceituna. Es la obra de unos campesinos que, años atrás, trabajaron con tesón y sudor para levantar los extensos parapetos que impiden el deslizamiento de las tierras. Se hacía preciso salvaguardar los olivos de troncos retorcidos y añosos, de una singular belleza.
La belleza del paisaje estimula la experiencia de la trascendencia.
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