Democracia: ¿real o formal? |
El habitante promedio de nuestro planeta desea en
principio penetrar en la sala de máquinas donde se cocinan las grandes
decisiones de la comunidad y hasta asomarse a las cañerías ocultas por donde
fluyen las mentiras, las ambiciones e incluso los delitos. Sí, desea saber lo
que se desliza por las cloacas inferiores de inferiores de este espacio
ornamentado y elegante que es el parlamento/senado.
A medida que el sujeto va
observando el panorama saca algunas conclusiones, por poca aptitud e inquietud
de que disponga. Entonces le da por dibujar su propio mapa político. Partiendo
de las grandes cuestiones debatidas en el seno de la sociedad, apuesta por unas
determinadas concreciones: las de algunos de los diversos programas políticos.
Luego quizás se aliste a uno de ellos, aunque más comúnmente se limitará a
mostrar mera simpatía por la formación elegida.
Al presbítero le ronronea detrás de la oreja la
exhortación, que viene de lejos, de no destapar abiertamente sus preferencias
políticas, sobre todo en el púlpito y en apariciones públicas. El razonamiento que
sostiene la norma es válido: una predicación pública favorable a personas o
actuaciones de marcado sello partidista de inmediato pone sobre aviso a los del
partido contrario. En principio la Iglesia no debe posicionarse a favor de unos
u otros cuando las decisiones y realizaciones pueden ser muy variadas.
Hoy en día, ya sea por motivo de las elecciones o por las
dificultades de la crisis se habla de política por activa y pasiva. Tratemos de
enfocar el asunto no a partir de la política que fluye por los diversos
partidos, sino de la política en cuanto caudal previo a los mismos. La
impresión inicial es que la democracia vigente en multitud de países parece
descender a buen ritmo por el tobogán de la decadencia. Se observa
meridianamente que quien manda es el partido y no el pueblo. Cuando tal sucede,
la democracia degenera en partitocracia. Los partidos se preocupan mucho más de
usar (¿usurpar?) la autoridad del pueblo que de representarlo debidamente.
Es de toda evidencia. Asigna el sueldo al político la
maquinaria del partido (aunque para este asunto fácilmente convergen todos
ellos). Sin embargo, quien de verdad contribuye al sueldo con su trabajo es la
gente del pueblo. Se da el caso, por otra parte, que raramente se concede
libertad de voto. Lo que el partido quiere y no lo que el representante del
pueblo desea es lo que se va a votar. Quien transgreda esta norma sagrada se
convierte en chivo expiatorio sobre el cual se ejerce la más rigurosa
represalia.
Representar al pueblo implica actuar de manera
responsable a fin de que cunda el progreso y una mayor libertad. Pero sucede
que cuando un partido está en la oposición actúa de modo totalmente desleal. Su
objetivo consiste en desacreditar y derrumbar a quien gobierna. Si las
artimañas usadas para ello dañan al país entero… resulta secundario. Luego, al
pasar de la oposición al gobierno, le pide lealtad al partido contrario, la
misma lealtad que él escatimó. ¿Les suena?
Regenerar la democracia
A estas alturas no creo haya muchas dudas de que los
discursos parlamentarios tienen utilidad nula de cara al progreso del país. Los
discursos de hecho sirven para -además de lucir la propia oratoria- zaherir,
satirizar, reprender y ultrajar. Siempre y cuando el personal se mantenga
despierto en sus escaños, lo cual no hay que suponer de antemano. Todo ello con
la vista puesta en los titulares de prensa del día siguiente. Eso a medio
plazo. A largo plazo, el gran objetivo permanece inmutable: mantenerse en el
poder o -para la oposición- erosionar a quien gobierna.
Una democracia más auténtica y transparente exigiría una
ley electoral menos favorable al bipartidismo, que acabara de una vez con la
disciplina de partido, que no fueran los mismos políticos quienes se asignaran
el sueldo, que una comisión ajena a los mismos controlara el gasto público.
Estas cosas, expresadas de muy diversas formas, se
respiran en el ambiente, las transmiten las tertulias radiofónicas a través de
las ondas y hasta se ventilan en las conversaciones entre vecinos. Las han
recogido muchos movimientos ciudadanos al reclamar democracia real y soberanía
popular. Porque de democracia formal, ficticia y virtual los ciudadanos andan
más que hartos.
En este asunto de la política no debiera tanto interesar
cambiar de amo cuanto dejar de ser sumiso al amo de turno, para tomar las
riendas de las propias decisiones, las de la ciudad y del país a través de
auténticos representantes. Creo que era Mahatma Gandhi quien decía que no es lo que importa cambiar de amo, sino
dejar de ser perro.
Importa dejar de ser sumiso y pasivo en cuanto
ciudadano. Esa sí sería una adquisición fundamental. Pasar de perro a humano y
luego a ciudadano. Ejercer con plenitud y justicia los propios derechos.
Democratizar el poder y comprometerse a construir un entramado distinto que
resultara más respirable, confiable y relajante
1 comentario:
Pocas palabras, pero muy oportunas. Buena síntesis y correcto diagnóstico. Adelante.
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