Tela pintada recientemente por el artista Just Nicolàs. Está expuesta en un altar lateral de la ermita de S. Honorat en Randa (Mallorca). |
Eran los primeros días de la incivil guerra civil iniciada en el Estado
español el 18 de julio, tras el levantamiento de los militares. Cinco días
después, en la periferia de Barcelona, fueron asesinados cuatro religiosos del
Instituto al que pertenezco, junto con unas religiosas franciscanas. Se cumplen
76 años del fatídico suceso. Reproduzco el epílogo que escribí en las dos
ediciones del libro titulado: “Los atajos de Dios. Hermanados con lazos de
sangre”. Y en catalán: "Les dreceres de Déu. Agermanats amb llaços de sang”. Un
resumen del mismo se publicó también en ambas lenguas en formato folleto.
Una crónica de amor, locura y sangre
Cuatro religiosos -entre otros muchos- cayeron abatidos por las balas en aquella locura colectiva que fue la guerra civil del año 1936. Con ellos, dos religiosas que velaban en la cabecera de los enfermos y enseñaban a los niños las primeras letras. También una señora capaz de morir por ceder un rincón de la casa a unos clérigos acosados. La tragedia hermanó a los caídos con lazos de sangre.
Los testigos que convivieron con los protagonistas de esta historia, o les conocieron de cerca, ofrecen un testimonio sin fisuras: se trataba de personas sencillas, sin ambiciones y sin iniciativas de grandes vuelos. En general cabe hablar de personas retraídas, tímidas y en algún caso hasta de débil complexión.
Vivían en el anonimato en un barrio obrero y periférico de Barcelona. Los religiosos presbíteros se dedicaban a ministerios pastorales más bien modestos: catequesis a los niños, celebración de sacramentos... Los coadjutores realizaban tareas domésticas y llevaban a cabo cuanto se les encomendaba. Seguían de cerca el patrón del buen religioso de la época: disciplinado, recto en toda situación, cumplidor de las Reglas.
Por su parte las religiosas franciscanas trasnochaban para velar a los enfermos que las solicitaban. O ponían todo su empeño en entretener, a la vez que enseñar, a los pequeños que les confiaban los padres trabajadores a lo largo del día. Y la Sra. Prudencia, mujer de delicados sentimientos, atendió de mil amores a su esposo tuberculoso, impartió catequesis en lugares necesitados e inventó mil maneras de recoger fondos a favor de los más humildes.
Apenas si este puñado de creyentes era conocido más allá del pequeño círculo en que se desenvolvía. ¿Cómo podían provocar reacciones enconadas, repletas de odio y venganza? ¿En qué manantiales bebieron sus asesinos para acumular tanta saña contra personas tan ostensiblemente inocuas?
Sólo se comprende el asesinato si los verdugos apuntaban a una causa, una idea y una fe que se hallaba más allá de los nombres y apellidos de los ajusticiados. Los MM. SS. CC., las Hnas. Franciscanas y la Señora Prudencia eran meros símbolos. Sin embargo, los milicianos no dispararon contra símbolos ni ideas, sino contra seres de carne y hueso, débiles e indefensos. No destrozaron una abstracción, sino el corazón y el cerebro de unas personas que nada tenían que reprocharse. Si querían acabar con individuos favorables a la injusticia y el despotismo, se equivocaron a todas luces. No eran ellos los genuinos representantes de este sector.
Los mártires del barrio de El Coll conforman un hermoso legado patrimonial para quienes formamos parte de sus institutos y sabemos de su historia. Este grupo hermanado por las balas y la sangre habla con elocuencia acerca de lo que importa en la vida, de los objetivos últimos. Unos eran religiosos presbíteros, otros religiosos coadjutores. Dos de los componentes habían profesado como religiosas Franciscanas. Había una laica. Siguieron diversos caminos, tuvieron diferentes tareas, desempeñaron roles disímiles.
Presbíteros o no, laicos o clérigos, varones o mujeres, todos mostraron el mismo empeño en ser fieles a su conciencia y dar la mano al prójimo. Al final no rehuyeron entregar la vida por el Amado y enterrarse como grano de trigo en el surco.
Personas como las que nos ocupan dan credibilidad a la Iglesia. Los mártires son necesarios -como "era necesario que muriera el Hijo del Hombre"- para demostrar que la evangelización, la lucha y el compromiso de la Iglesia no permanece al nivel de las meras palabras. Hay momentos en la vida que de nada sirven las caretas. Todo se juega a una carta. Los hechos son entonces enormemente aleccionadores.
Admitamos que el lastre de la Iglesia -siempre santa y pecadora- enturbiara la situación y que los victimarios alegaran pretextos para llevar adelante sus impulsos incendiarios y para disparar los gatillos de sus fusiles. Lo cierto es que la voluntad de dar la vida por una causa constituye un argumento inapelable de la propia sinceridad y de la más estricta coherencia. Y, si la causa del martirio es Jesús de Nazaret, entonces los creyentes permanecemos orantes en silencio. Admiramos a los fusilados y damos gracias a Dios.
Las páginas del libro relatan una tragedia que desbordó en orgía de sangre. Desgranan la sencillez y el anonimato de los protagonistas. De personas totalmente ajenas a planteamientos políticos o estrategias militares, que se encontraron atrapadas en unas coordenadas de espacio y tiempo. No rehuyeron decir que sí. Amaron con el mayor amor posible.
Cuatro religiosos -entre otros muchos- cayeron abatidos por las balas en aquella locura colectiva que fue la guerra civil del año 1936. Con ellos, dos religiosas que velaban en la cabecera de los enfermos y enseñaban a los niños las primeras letras. También una señora capaz de morir por ceder un rincón de la casa a unos clérigos acosados. La tragedia hermanó a los caídos con lazos de sangre.
Los testigos que convivieron con los protagonistas de esta historia, o les conocieron de cerca, ofrecen un testimonio sin fisuras: se trataba de personas sencillas, sin ambiciones y sin iniciativas de grandes vuelos. En general cabe hablar de personas retraídas, tímidas y en algún caso hasta de débil complexión.
Vivían en el anonimato en un barrio obrero y periférico de Barcelona. Los religiosos presbíteros se dedicaban a ministerios pastorales más bien modestos: catequesis a los niños, celebración de sacramentos... Los coadjutores realizaban tareas domésticas y llevaban a cabo cuanto se les encomendaba. Seguían de cerca el patrón del buen religioso de la época: disciplinado, recto en toda situación, cumplidor de las Reglas.
Por su parte las religiosas franciscanas trasnochaban para velar a los enfermos que las solicitaban. O ponían todo su empeño en entretener, a la vez que enseñar, a los pequeños que les confiaban los padres trabajadores a lo largo del día. Y la Sra. Prudencia, mujer de delicados sentimientos, atendió de mil amores a su esposo tuberculoso, impartió catequesis en lugares necesitados e inventó mil maneras de recoger fondos a favor de los más humildes.
Apenas si este puñado de creyentes era conocido más allá del pequeño círculo en que se desenvolvía. ¿Cómo podían provocar reacciones enconadas, repletas de odio y venganza? ¿En qué manantiales bebieron sus asesinos para acumular tanta saña contra personas tan ostensiblemente inocuas?
Sólo se comprende el asesinato si los verdugos apuntaban a una causa, una idea y una fe que se hallaba más allá de los nombres y apellidos de los ajusticiados. Los MM. SS. CC., las Hnas. Franciscanas y la Señora Prudencia eran meros símbolos. Sin embargo, los milicianos no dispararon contra símbolos ni ideas, sino contra seres de carne y hueso, débiles e indefensos. No destrozaron una abstracción, sino el corazón y el cerebro de unas personas que nada tenían que reprocharse. Si querían acabar con individuos favorables a la injusticia y el despotismo, se equivocaron a todas luces. No eran ellos los genuinos representantes de este sector.
Los mártires del barrio de El Coll conforman un hermoso legado patrimonial para quienes formamos parte de sus institutos y sabemos de su historia. Este grupo hermanado por las balas y la sangre habla con elocuencia acerca de lo que importa en la vida, de los objetivos últimos. Unos eran religiosos presbíteros, otros religiosos coadjutores. Dos de los componentes habían profesado como religiosas Franciscanas. Había una laica. Siguieron diversos caminos, tuvieron diferentes tareas, desempeñaron roles disímiles.
Presbíteros o no, laicos o clérigos, varones o mujeres, todos mostraron el mismo empeño en ser fieles a su conciencia y dar la mano al prójimo. Al final no rehuyeron entregar la vida por el Amado y enterrarse como grano de trigo en el surco.
Personas como las que nos ocupan dan credibilidad a la Iglesia. Los mártires son necesarios -como "era necesario que muriera el Hijo del Hombre"- para demostrar que la evangelización, la lucha y el compromiso de la Iglesia no permanece al nivel de las meras palabras. Hay momentos en la vida que de nada sirven las caretas. Todo se juega a una carta. Los hechos son entonces enormemente aleccionadores.
Admitamos que el lastre de la Iglesia -siempre santa y pecadora- enturbiara la situación y que los victimarios alegaran pretextos para llevar adelante sus impulsos incendiarios y para disparar los gatillos de sus fusiles. Lo cierto es que la voluntad de dar la vida por una causa constituye un argumento inapelable de la propia sinceridad y de la más estricta coherencia. Y, si la causa del martirio es Jesús de Nazaret, entonces los creyentes permanecemos orantes en silencio. Admiramos a los fusilados y damos gracias a Dios.
Las páginas del libro relatan una tragedia que desbordó en orgía de sangre. Desgranan la sencillez y el anonimato de los protagonistas. De personas totalmente ajenas a planteamientos políticos o estrategias militares, que se encontraron atrapadas en unas coordenadas de espacio y tiempo. No rehuyeron decir que sí. Amaron con el mayor amor posible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario