Acabo de entregar un texto de Cristología para que
sirva como punto de referencia a los estudiantes de una reconocida institución académica. Perdonen que no diga el nombre, pues forma parte del convenio. Ya no es mía, sino de quien la encargó. Me solicitaron la tarea con el
fin de actualizar y hacer más atractivos los textos de que
disponían.
Es una tarea que me agrada la de redactar resúmenes y
apuntes que ofrezcan las líneas generales de un determinado tema teológico. Y
tiene sus escollos, no crean. Hay que elegir las cuestiones de más peso entre
las muchísimas que tienen que ver con el asunto. Es preciso optar por una
determinada línea que otorgue coherencia al conjunto y al mismo tiempo no
desautorizar otras visiones que se mantienen en dentro de la ortodoxia.
Luego es preciso ahorrar palabras para no alargar en
exceso las hojas de referencia. También hay que escoger los adjetivos
apropiados de entre el numeroso rebaño que pace silente en las páginas del diccionario.
Se precisa mantener el interés para que el lector no pierda la paciencia o
acabe noqueado por el aburrimiento.
No comencé de cero porque trabajos semejantes he
realizado bastantes en mis largos años de profesor en Mallorca, Santo Domingo y
Puerto Rico. En este espacio ofrezco al eventual lector una página del prólogo
recién escrito.
Cristiano no lo es, sin más, quien cree en Dios, sino quien cree en Jesucristo
o, mejor aún, el que cree en el Dios de Jesucristo. A este Dios que nadie ha
visto nunca excepto el Hijo. Él es quien nos lo revela. Aunque con frecuencia
hay quien está dispuesto a dar más crédito a los propios prejuicios o los
conceptos heredados y estereotipados que al Hijo revelador.
El remedio a estas distorsiones radica en escuchar de nuevo y con toda
atención a Jesús de Nazaret. Porque el nombre de cristiano exige el seguimiento
a su persona, celebrar su memoria y sentirse convocado por Él junto con otros
hermanos.
Con lo cual debemos abordar de nuevo la pregunta que resonó hace dos mil
años, cuando Jesús preguntó a los suyos: “¿y vosotros quién decís que soy yo?” La
historia todavía no ha terminado de responder la pregunta. La cristología debe
seguir repensando el alcance de la persona y la obra salvadora de Cristo, de
acuerdo con las circunstancias de cada momento.
Quien formulaba la pregunta tenía probablemente la apariencia y las maneras
de un campesino, aunque la tradición pictórica nos los muestre con un perfil
muy distinto. Caminaba por las calles de Palestina rodeado de gente inculta,
huérfano de títulos y soportes. No disponía de dinero, ni de buenas relaciones
sociales, ni de armas. Los poderosos lo miraban de reojo y no sin recelo. Hacía
tambalear sus costumbres, parecía predicar a un Dios revolucionario, nuevo y
desconcertante. Comía con pecadores, perdonaba a las adúlteras y no le
preocupaba demasiado la tan venerada Ley de Moisés.
En realidad, tampoco los pobres lo entendían del todo. Los enfermos, una
vez curados, olvidaban el favor y a su autor. La multitud iba detrás de él para
saciar el estómago. Para los miembros del partido radical y violento tenía
maneras demasiado suaves. Mientras que para los guardianes del orden resultaba
peligroso, ya que su carisma y su afabilidad rendía a la gente a sus pies. Era
un peligro, sí, por cuanto enseñaba cosas inauditas para un buen judío. Por
ejemplo, que el sábado es para el hombre, y no al revés.
Los hombres cultos le despreciaban, la casta sacerdotal estaba convencida
de que era un blasfemo. Los amigos lo abandonaron al experimentar la
malevolencia de sus adversarios e intuir hasta donde eran capaces de llegar. La
muerte rondaba cerca. Cuando la losa selló su sepulcro todo hacía presagiar que
la aventura había finalizado de manera irreversible. La Ley le había devuelto
el golpe. Los hombres del orden podían dormir tranquilos de nuevo. Nadie
estropearía su digestión.
Veinte siglos después el mundo sigue fascinado por la personalidad de
Jesús. La historia se divide entre el antes y el después de su nacimiento. En
todas las culturas, desde todos los puntos geográficos surge quien quiere
seguirlo, quien está dispuesto a profundizar sus palabras, quien desea
contagiar el mensaje a su alrededor. No obstante las crisis económicas y el
auge de los laicismos, las editoriales gastan ríos de tinta publicando sobre
Él. Y cada domingo un gran número de hombres y mujeres se sienten convocados cabe el altar para hacer memoria de su última cena.
Hay quien traspasa los muros de un monasterio para reflexionar de por vida
sobre su palabra, quien renuncia al dinero, al placer, a la familia, a fin de
extender su influencia y aumentar el número de los discípulos. Por causa de
Jesús muchas personas, ayer y hoy, han abrazado el martirio, muchas mujeres han
dedicado su vida a los enfermos y a la enseñanza de los pobres.
¿Quién es Jesús? Habrá que tomar en serio sus palabras y sus criterios si, como
dijo, es el camino, la verdad y la vida. Necesitamos, en efecto, de alguien que
nos dé la mano cuando caminamos desorientados, que nos ofrezca ternura y
esperanza, que nos haga vislumbrar un futuro más optimista.
La cristología puede consolidar algunos conocimientos y abrir nuevos
horizontes hacia Jesús, el Cristo. Cierto que la teología no es la fe, ni tiene
la menor posibilidad de sustituirla, pero se deja guiar por esta fe mientras
realiza la tarea de ilustrarla y sistematizarla.
La imagen de Jesús que cada uno guarda en su mente y su corazón, condiciona
inevitablemente su imagen de Iglesia, su actitud moral, su reflexión sobre la
vida religiosa o la vida laical. Un perfil triunfal o humilde de Jesús,
intolerante o acogedor, condiciona las actitudes y sentimientos respecto del
propio ideal de vida y del trato con el prójimo. La cristología nos lleva de la
mano a las fuentes para comprender mejor su misterio y luego actuar en
consecuencia.
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