El Estado islámico se abre paso en el próximo Oriente con bombas y metralletas. Siega cuellos y tortura a los adversarios. Las amenazas toman cuerpo inmediatamente en cuanto una viñeta reproduce el rostro de Mahoma o una frase eventualmente ataca el Corán o el Islam. Un tal proceder requiere de una valentía poco común a la hora de expresarse y emborronar una cuartilla con la temática islámica en el trasfondo. No sé yo si todos los que estos días llevaban una cartulina con la leyenda “je suis Charlie” se atreverían a dar el paso.
Las amenazas no son palabras hueras, están avaladas por una voluntad firme de venganza y por ningún escrúpulo frente a la violencia. Importa poco a los actores que reivindican el islam si pierden la vida en el transcurso de la represalia llevada a cabo con ademanes brutales y armas sofisticadas.
De fondo está el conflicto centenario entre el islam y civilización occidental. Tiempos atrás quizás se confrontaban Islam y cristianismo, pero ya no hoy día. Estoy por la libertad de expresión y por todos los derechos que no se conviertan en lazos corredizos para el prójimo, que no acaben siendo insultos para el vecino.
En el momento actual todo el ardor de la defensa se dirige hacia la libertad de expresión. Es normal y es lo políticamente correcto. Por lo demás, los lápices y los dibujos nunca lograrán competir con los fusiles y las balas. Hay que distinguir y mantener la distancia entre las ideas y los disparos. Jamás la reacción a un insulto o un desprecio puede provocar un balazo.
Distinguir para mejor entender
Una vez dicho esto, de puro sentido común, quisiera añadir unos matices a tales afirmaciones. El código penal de muchos países condena los escritos y los dibujos que pisan la raya del respeto a las creencias religiosas de los demás o las increencias de los ateos. La libertad de expresión es un gran logro, que aplaudo, pero me supongo que en alguna parte debe encontrar sus límites.
Sí, debe haber límites, no faltaría más. La libertad de expresión de ninguna manera tiene las puertas abiertas para la mentira, la calumnia o la incitación a la violencia. Eso está muy claro. Otras fronteras ya no son tan evidentes, pero creo que también deben mantenerse. El humor —tan saludable— en ocasiones puede herir la reputación de determinada persona o colectivo. Puede herir sus más íntimos sentimientos, lo cual no me parece nada delicado, ni que sea honroso para un ser humano.
Me desagrada que se rían de aspectos de mi fe cristiana, cosa nada infrecuente, y que al parecer se hace precisamente para herir y ridiculizar. Repito, el mismo derecho reivindico para los ateos. Recuerdo que en una ocasión leí un artículo cuya tesis consistía en sostener que los ateos eran semejantes a los cerdos, pues ni unos ni otros tenían sentimientos religiosos ni creían más allá de lo que se ve y se toca. Expresiones de este cariz me disgustan profundamente. No existe el derecho a insultar ni a menospreciar. En cambio sí existe el contrario: a no ser insultado ni ridiculizado.
Los derechos deben ser armonizados. Puede que haya unos derechos más importantes que otros, pero en principio se trata simplemente de derechos distintos. Todos apuntan a dignificar al ser humano. En el laberinto de los derechos cada uno debe gozar de su propio recorrido sin invadir ni pisotear los ajenos. El derecho a la información es muy respetable y existe en bien de la sociedad. ¿Cómo va a ir contra el derecho a la intimidad o al de la vida? ¿Cómo va a ir en contra del derecho a la democracia que es un derecho de todos los miembros de la misma sociedad?
Cualquier planteamiento que concluya con la muerte de un derecho es absurdo. En la vida de cada día los derechos tienen su propio ámbito, en el cual acaban complementándose. La armonía es la clave, la argamasa que debe pulir las aristas de los diversos derechos y limar sus asperezas. Al hablar de un derecho humano resultará muy saludable no perder de vista el conjunto de todos ellos. Claro que debe coordinarse y ensamblarse el derecho a la vida con el de la información, con el de la intimidad y el de la propia imagen. Triste destino esperaría a la humanidad si así no fuese.
Ningún derecho tiene el privilegio de devorar a sus prójimos. Ningún derecho prevalece hasta eliminar el contrario. Ningún derecho humano, al chocar con sus semejantes, debe concluir en una derogación práctica. Muy al contrario, cada uno de ellos está llamado a vivir, convivir, coexistir y cohabitar. El ser humano es la percha de donde cuelgan todos ellos. La persona es su titular. De ahí que no puedan contradecirse, ni oponerse, ni destruirse recíprocamente.
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