Nuestros contemporáneos llevan por lo general una fuerte carga de secularización en el cuerpo. Al menos por lo que al mundo occidental se refiere. Es decir, recelan de cuantos asuntos les trascienden y no acogen de buen grado, en principio, los datos que les llegan por tradición o por autoridad. La cosa viene del lejano siglo de las luces e incluso tiene raíces anteriores.
Bien es verdad que luego, sin apenas darse cuenta, nuestro hombre da por buenas extrañas teorías panteístas o acude a escuchar la voz de los curanderos o quizás prefiere rascarse el bolsillo para que alguien le descifre los signos de los naipes, que no los de los tiempos.
Como fuere, no estaría de más que nuestro protagonista, de ademán desconfiado y predispuesto a oler a chamusquina, dedicara unos momentos a analizar algo tan tradicional y poco novedoso como la resurrección de Jesús de Nazaret. Vale la pena buscar el motivo último por el cual unos hombres humildes —pescadores en su mayoría— cambian de actitud, de proceder y convencen al mundo de que su Maestro irradia vida, no obstante su humillante crucifixión en el madero.
Los discípulos, hombres pobres e ignorantes, no entendieron gran cosa a lo largo de la vida de Jesús. Experimentaron, eso sí, un innegable entusiasmo. Pero luego vino la crucifixión, la muerte más ignominiosa que podía padecerse. Las cosas parecían aclararse. Dios mismo había abandonado al nazareno. Tenían razón sus verdugos. Jesús había provocado con sus palabras y ahora la ley, el templo, la jerarquía de la sinagoga le devolvía el golpe.
Le crucificaron los oficialmente buenos. En nombre de Dios, por hereje y blasfemo. Los apóstoles regresan a su casa con el alma desilusionada, pero es mejor no cerrar los ojos a la realidad. Había que reiniciar la vida. Les esperaban las redes, las esposas, las suegras, los compañeros. Bastaba ya de sueños y fantasías. Habían esperado... pero ya no esperaban, como aduce el relato de Emaús.
Pues bien, inesperadamente se les encuentra de nuevo en Jerusalén. No elucubran sobre extrañas doctrinas, no reivindican nada, no se lamentan de su suerte, no pretenden vengarse de nadie. Simplemente cuentan una experiencia asombrosa, incomparable. Una y otra vez acuden al mismo resorte: vosotros lo crucificasteis, pero Dios lo resucitó. Se nos apareció (“lo hizo visible para nosotros”, si queremos ser más fieles al texto).
Ahí pulsa el observador neutral un cambio psicológico de dimensiones portentosas. Aquellos hombres humildes y miedosos habían descendido hasta el fondo último de la decepción. Esperaban encerrados en una casa a fin de que, transcurrido un tiempo prudencial, pudieran regresar con más garantías a sus lugares de origen.
Entre el deseo de huir anónimamente y la decisión de predicar hasta arriesgar la vida, había sucedido algo. La psicología de cada uno de ellos cambió de modo radical. Difícil, pues, explicar la metamorfosis acudiendo a la alucinación. Y además, se habían propuesto olvidar cuanto antes la pesadilla, lo cual no favorece la hipótesis de la ofuscación.
Lo que sucedió con Jesús de Nazaret seguramente no lo verificará jamás la historia. Pero la experiencia inefable de sus discípulos, la sorprendente conducta posterior, es todo un signo que apunta hacia una realidad transida de misterio. Cuando menos, cargada de interrogantes. La historia, de todos modos, alguna explicación debe dar de la predicación de los pescadores, de sus experiencias, de las multitudes seducidas por su ejemplo, de su muerte martirial.
Apenas pasaron diez años del acontecimiento y ya la resurrección se había plasmado en un credo escrito. Luego lo recogerá la carta de Pablo a los Corintios. Desde luego, para los primeros cristianos el hecho era fundamental. El mismo Pablo es contundente al respecto: “si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe”.
La resurrección es indescriptible. ¿Cómo imaginarla? Los apóstoles no consiguen sino balbucear su experiencia, en ocasiones se contradicen incluso. Los textos presentan dificultades para concordar datos geográficos, de personas y de contenido. Junto al vocablo resurrección los creyentes primeros hablan también de exaltación, y afirman que “el Mesías está sentado a la diestra de Dios”.
En principio, mejor mostrarse cautos. ¿Quién puede verbalizar lo que significa vivir para siempre en la esfera de Dios? Una resurrección imaginada como un regreso a la existencia anterior no equivaldría sino a ampliar el plazo de la vida. Demasiado poco... eso no es estar para siempre a la diestra del Padre.
Con cinismo y voz sonora decía Nietzsche que los cristianos llevan dos mil años velando a un muerto. Que los templos son la tumba de Dios. Pues bien, los apóstoles experimentaron vivo a este muerto. Y cada domingo convoca a millones de personas en multitud de comunidades sembradas por el universo. Y el viviente sigue estando con los suyos, tal como prometió: “estaré con vosotros hasta el fin de los siglos”.
Puede que nuestro hombre secularizado, poco avezado a experiencias interiores y menos predispuesto a aceptar testimonios de siglos pasados, no acabe de ver claro. Pero este hombre tan deseoso de encontrar respuestas debiera pensar, al menos, en el asunto.
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