El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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viernes, 8 de mayo de 2015

A un candidato en campaña


Apreciado señor candi-dato: permita que le estreche la mano cuando está en disposición de iniciar una campaña electoral previsiblemente dura y compro-metida. Sea dicho en voz baja: usted no está acostumbrado a estas giras. Se le dan mejor las sobremesas y los diálogos sobre moqueta y aderezados con la atmósfera del aire acondicionado.

Sabrá usted del formidable influjo de la televisión en el pensamiento y las decisiones del público. Posiblemente sea la televisión, convenientemente manejada, la que aporta un mayor tanto por ciento a la hora de convertir una candidatura en gobierno efectivo.

Desde que se supo de la potencia del televisor ningún político desdeña cortejar la pequeña pantalla. Tenga o no carisma, sea o no fotogénico, lucha con denuedo para conseguir su ración ante las cámaras. Y no desestima maquillarse con profusión, ni desoye las sugerencias del asesor de imagen acerca del perfil más favorable. Desde entonces ensaya la sonrisa más atractiva

Nadie le hace ascos a los recursos que puedan empujar hacia la victoria. Comprensible. Pero, ¿ha pensado usted, señor candidato, el precio que paga, y el que paga la sociedad toda, por esta obsesión de la pequeña pantalla, por el prurito de la publicidad en general?

Distinguido candidato: el precio a pagar es la banalización de la campaña electoral. La frivolidad, la insustancialidad del mensaje. Eso en el mejor de los casos que, en el peor de ellos, el costo implica la mentira, la desfachatez, la promesa sin soporte. Por no hablar de zancadillas, ironías y hasta insultos de que dan fe los medios de comunicación.

Sabe muy bien que toda campaña arrastra consigo una contracampaña. Es decir, estimula el arte de destacar los defectos del contrario. Usted piensa: si convenzo a la gente de que los otros son muy malos, el ciudadano me elegirá a mí, que lo soy menos. Esta es la clave y el objeto de la contracampaña. Usted quiere vencer, pero no por sus propios méritos, sino por los deméritos del adversario. 

Cierta propaganda subliminar, muy en uso, todavía sería de recibo por cuanto no ataca directamente ni calumnia al contrario: deja que cada uno interprete, aunque da por supuesto que... Más se enturbia el panorama si, por defender su candidatura, echa lodo sobre la del vecino.

¿Qué gana el votante con todo ello? Ni se le proponen programas, ni se le anuncian soluciones técnicas. La campaña se reduce a un pugilato en que ustedes, los contendientes, buscan dejar K.O. al contrario para hacerse con el botín. La respectiva fanaticada corea, en el entretanto, pidiendo golpes más contundentes.

Todo lo cual crea un clima irrespirable, en nada propicio a la serenidad de la campaña, a la reflexión consciente. Al contrario, encona las posturas tomadas, fortalece los bandos y se acaba pensando que todo es válido mientras sirva para asestar un golpe certero al adversario.

¿Dónde están sus argumentos, señor candidato, dónde los debates políticos y las soluciones de carácter técnico? Eso lo desecha, pues aburre al espectador. Quizás tampoco usted se sienta muy fuerte en estas lides... A usted le interesa más bien que sus apariciones televisivas tomen el cariz de demostraciones de fuerza, de espectáculo, de aclamación. Mientras se acicala cuanto sabe para arrastrar los votos que se pongan a tiro. 

Con las cuñas, o anuncios breves, pretende usted identificarse con el gusto musical, el lenguaje y hasta los jugos gástricos del oyente medio. Busca la seducción del momento. Le interesa vencer, no convencer. Y a este fin orienta todos sus esfuerzos. Mejor no aludamos al capítulo de las promesas, colindante con la mentira.
Hay quien dice falsedades una y otra vez sin ruborizarse. Promete a boca llena, sin que le tiemble la voz. Ya no se trata de recursos estratégicos que uno perdona por el fragor de la batalla. La cosa tiene que ver con la falta de ética. 

Este es el precio que estamos pagando en el altar de la publicidad y de la televisión muy especialmente. Los más sensatos ciudadanos empiezan a desconfiar de sus palabras y de las de sus colegas. El sistema de votaciones, arropado por la propaganda televisiva, va erosionándose. En todo caso se acepta como mal menor. El hecho es que los coqueteos populistas, el deseo de agradar a la masa y atrapar el voto mayoritario son pésimos consejeros a la hora de proyectar una campaña política seria.

No me acuse de invitar a la ciudadanía al escepticismo. No se trata de eso. La política es un instrumento muy apto para construir una convivencia más fraternal. Mi pretensión, señor candidato, consiste en invitar a abrir los ojos y no dejarse embaucar. Porque este gran instrumento que es la política con demasiada frecuencia se usa sin responsabilidad, demasiadas veces sirve para labrarse un porvenir fácil, aunque para ello haya que esgrimir mentiras y endurecer el rostro. 

En espera de que la sensación de rubor se le suba por las mejillas cuando le aceche la tentación de la falsedad, se despide su seguro servidor.


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