Los periódicos no se cansan de emborronar páginas y más páginas acerca de las próximas elecciones: pronósticos, encuestas, entrevistas, chismes, anécdotas… Pues hablemos de las elecciones con la cabeza fría: lentes críticas, de cristales incoloros. Y con el corazón caliente porque nos afectan. De ellas depende que en los próximos cuatro años lamentemos errores o festejemos aciertos.
Los programas radiales, las cuñas propagandísticas, las marchas, los carteles, las entrevistas están al orden del día. Los políticos quieren hacerse a toda costa con el voto del ciudadano. Gritan su mercancía, adornan sus ofertas con lacitos de colores tratando de deslumbrar al cliente. Después, cuando la papeleta haya traspasado la fisura de la urna, desaparecerán de la calle para recluirse en sus oficinas de moqueta y aire acondicionado. ¿Sin garantía de la calidad del producto despachado? En efecto, sin garantía alguna de que lo que han dicho y prometido vaya a cumplirse.
Slogans en lugar de programas
¿Cuál debiera ser la garantía que quisiéramos bien sellada y puesta al día? Un programa de gobierno con propuestas claras y contundentes, con estrategias precisas, con las obras a realizar bien especificadas. Unos principios claros acerca de cómo gestionar la deuda pública y con las reglas de juego que se aplicarán a los banqueros. Tendrían que hablar claro acerca de los desahucios, las subvenciones a los “dependientes”, etc.
Pero no, los candidatos suelen exhibir confetti y banderitas. Nos dicen que su candidatura es la mejor. Si han alcanzado la madurez blanden su experiencia. Si son jóvenes aseguran que no acarrean mochilas de corrupción en la espalda. ¿A quién reclamaremos si la mercancía adquirida es defectuosa? Lamentablemente no hay a quien reclamar. Se nos dirá que el estado de cosas encontrado no permite cumplir con las promesas hechas. Y nos quedaremos frustrados, burlados e indefensos. Hay experiencias abundantes sobre este particular.
Si a los votantes se les compra con un bocadillo o con un perfil atractivo habrá que concluir que se trata de un voto de ínfima calidad. De acuerdo, un ciudadano, un voto. Quizás sea la manera menos mala de proceder, pero se me ocurre que algunos colectivos se comportan como gallinas que votan a un zorro para desempeñar la presidencia.
Los slogans suelen albergar un contenido tan genérico que, al final, nada dicen. Son plenamente intercambiables entre los partidos. Una muestra: “Podemos” entra en la liza con el lema: “Empieza el cambio”. Justamente el mismo lema que empleó el partido en las antípodas, el PP, en la campaña anterior. ¿Y qué me dicen de la frase “Trabajar. Hacer. Crecer”. ¿Quién no quiere eso? Ni siquiera ritmo o música en la forma, ya que no en el contenido.
Menos los infelices e ilusos, todo el mundo da por hecho que en las campañas circulan las mentiras en un elevadísimo tanto por ciento. Hasta el día anterior a la campaña no había dinero para la sanidad ni la escuela. Resultaba inevitable recurrir a los recortes por mor de la calamitosa herencia recibida. A partir de la campaña se prometen millones a crear empleo y se proclama sin rubor que se bajarán los impuestos —que inevitablemente hubo que subir— se atenderá la ley de la independencia, dejará de haber desahucios… Justamente una tal bonanza coincide con la fecha indicada por el calendario para el inicio de la campaña. ¡Ya es coincidencia!
Una vez los diputados o los regidores se acurruquen en sus butacas tendrán todas las facilidades para viajar. No les faltarán dietas para lo que se les ocurra. Asegurarán unas suculentas pensiones vitalicias. Tengo entendido que en el parlamento hasta les subvencionan las comidas y los whiskeys. ¡Buen ejemplo para quienes se pasan el día sudando en la oficina o detrás de una máquina o para quien carece de empleo por quinto año consecutivo.
La cara oscura del poder
El hombre sensato no es ingenuo hasta el punto de tragarse enteras las promesas de los candidatos. Sabe que el poder es un instrumento formidable para realizar el bien, pero no le pasa por alto que el poder se asemeja a una esponja sumamente absorbente. Absorbe, aspira y atrae toda suerte de pasiones, lo cual empuja a pisotear a los compañeros de camino, a realizar pactos indecorosos y a poner zancadillas donde haga al caso. El poder se mueve en un mundo de tiburones donde la única meta consiste en medrar y, una vez conseguido el ascenso, en mantener el poder. A la cúspide del mando no suelen llegar precisamente los candidatos más cándidos.
Sin embargo, a la postre importa que el pueblo progrese. El líder cobra sentido si se dedica a esta tarea en cuerpo y alma. Si su actividad se resuelve en el exhibicionismo, si su gestión se orienta a sonsacar los aplausos de los sectores pudientes de la sociedad, entonces va bajando peldaños hacia el absurdo. Porque no es el pueblo para el gobernante, sino al revés. Elemental, sí, pero…
De todos modos el paraíso en la tierra es una utopía. Hay que trabajar para que la tierra produzca menos espinas y abrojos, para que la injusticia y la igualdad echen menos raíces. El creyente trata de construir aquí un reflejo de la utopía del más allá. De ahí que no mire las elecciones por encima del hombro. Le afectan sinceramente, pero sabe tomar las debidas distancias. Por lo cual no está dispuesto a adoptar fanatismo alguno, no cree en las promesas excesivas. No idolatra personas, partidos ni programas.
El creyente en Jesús tiene siempre a mano dos objetos de gran utilidad: unos lentes críticos, de cristales incoloros, y un frasquito con una buena dosis del humor que relativiza todo exceso.
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