En el día que el Instituto al que pertenezco vuelve sus ojos al corazón de Jesús y de María ofrezco unos preámbulos a propósito de la espiritualidad del corazón.
Un mundo
«descorazonado»
Demostrar que en nuestra sociedad existe una alarmante
carencia de corazón es tarea más fácil de lo deseable. Basta con prender el
televisor para contemplar largas filas de exilados que andan a la búsqueda de
una tierra donde posar los pies. Es suficiente con salir a la calle para
observar multitud de niños obligados a ganarse unos centavos sorteando
vehículos y tratando de sobrevivir en esta jungla de asfalto que son las calles
y avenidas de la ciudad.
Nuestra sociedad vive "descorazonada",
descentrada. Se valora al prójimo por lo que tiene, por lo que hace, o por lo
que puedo sacar de él. Pero no por lo que es, por su dignidad de ser humano y
su vocación de hermano. El hombre se hace más hombre cuanto más cultiva su
corazón. La técnica por sí misma no mejora el corazón y, en ocasiones, lo
pervierte.
Lo sintetizó de modo magistral el Concilio Vaticano II:
"En realidad los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están
conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el
corazón humano". (GS 10). Ya los viejos profetas clamaban a fin de que
Dios cambiara los corazones de piedra por corazones de carne.
Hay que reparar el centro roto del ser humano. Es preciso
encontrar la brújula que nos indique dónde encontrar las aguas de la salvación.
Cambiar el corazón de piedra, metalizado, por un corazón sensible y de carne es
lo que pretende la espiritualidad del corazón. Para lo cual observa, desde el
corazón de Cristo y de su madre María, todo el panorama de la fe.
En realidad todo creyente, todo grupo organizado, tiene su
espiritualidad, aunque no sea muy consciente de ello. Porque cada uno se sitúa
en un determinado lugar de la fe y desde allí contempla el panorama. Según
donde uno se ubica observa variaciones en el paisaje. La espiritualidad del
corazón enfatiza los aspectos más cordiales de Dios, pone de relieve la
disponibilidad de María, la del corazón traspasado. Aprecia el regalo del
Espíritu surgido del costado abierto de Jesús.
Divisamos, pues, el entero panorama de la fe situados en el
corazón de Cristo. La mente, las actitudes, las ideas, los compromisos, todo
adquiere la tonalidad cálida y cordial típica de esta espiritualidad. La cual
va mucho más allá de las meras prácticas de devoción, es decir, de una serie de
lecturas, exclamaciones, cultos, imágenes, etc. En todo caso las prácticas
constituyen derivaciones concretas de la espiritualidad, pero ni son lo más
importante de ella ni siempre merecen elogios. Pueden convertirse en rutina,
pasar de moda o tomar formas excesivamente sentimentales, por aludir a algunos
de sus peligros.
Un símbolo elocuente
El corazón es el órgano fisiológico que sostiene la vida,
cuyos latidos marcan la intensidad de los sentimientos que agobian o exaltan a
la persona. Evoca la profundidad del ser humano. Constituye el centro simbólico
de la persona —compuesta de cuerpo y espíritu— de donde surgen los
sentimientos, donde se enraízan las opciones morales y se nutren las más
comprometidas decisiones.
El corazón mantiene un rico significado porque está
encerrado como un rico tesoro en la parte superior del ser humano. En él
permanecen velados los sentimientos más íntimos. Cuando la mente se obnubila o
el rostro del prójimo nos rehúye, entonces es el corazón quien ve más claro. Se
ha dicho, en efecto, que lo más importante no se ve con los ojos, sino con el
corazón. Es el órgano o la capacidad que mejor sintoniza con el mundo del
sentimiento y de la experiencia.
La persona se mueve por el mundo básicamente con dos
brújulas: la de la razón y la del corazón. Con la de la razón trata de ver
claro y de poner en orden a su alrededor. Con la del corazón va a la búsqueda
de la ternura del prójimo, adivina lo que debe realizar en el momento preciso.
Las más de las veces nos movemos por el corazón, por el sentimiento. Aunque
tampoco se debe enfatizar demasiado esta división. Porque el ser humano no deja
de ser una unidad. Es un corazón que razona o una razón que se mueve por
corazonadas.
Con estas premisas podemos dar el salto a la persona de
Jesús. También El es razón y corazón. Es
razón en cuanto Palabra de Dios, rebosante de inteligencia creadora (el vocablo
"logos" significa a la vez razón y palabra). Es corazón de Dios,
puesto que sus palabras y sus hechos, llenos de afecto y ternura, proceden del
Dios encarnado. Ahora bien, si Jesús es la imagen visible de Dios, como nos
informa S. Pablo, en cierto modo podemos decir que Dios mismo tiene razón y
corazón.
En las cuestiones más íntimas y que más nos afectan no
conseguimos una gran claridad de conceptos. Los intereses, el afecto, la
cercanía no nos permiten ver claro. Así, por ejemplo, en la relación matrimonial
o amistosa. El amor hace la vista gorda sobre algunos defectos u obstáculos.
Otras veces, en cambio, aumenta sin motivo un preciso defecto si están de por
medio los celos. En fin, todos sabemos de las peleas pasionales y de la rapidez
con que ciertos pleitos amorosos se resuelven en uno u otro sentido.
En este terreno nos resultan de más ayuda los símbolos que
evocan y convocan afectos y sentimientos que no las frías palabras o las ideas
asépticas. Uno de estos símbolos, plenamente válido, es el del corazón. El
afecto, la ternura, la confianza en Dios no es capaz de describirlos la
matemática ni de definirlos el concepto. Pero sí los evoca el corazón. Además,
el símbolo no sólo nos informa sino que nos sumerge en su peculiar dinamismo y
despierta las más profundas energías personales en orden a la acción.
Pero no se crea que para vivir la espiritualidad del corazón
se precisa mantener continuamente esta palabra en los labios. No. El corazón,
en este contexto, alude, sugiere y apunta a muchas experiencias y refiere a un
mundo simbólico de gran riqueza. Por ejemplo, a la herida del costado, la
sangre, el agua, la cruz, el Cordero degollado, la entrega total de sí mismo,
el amor trinitario, la Iglesia nacida del crucificado, el fuego, la moral de la
alianza, la ternura, la compasión, etc. etc.
Todos estos elementos se combinan e insisten en la
cordialidad a la hora de relacionarnos con Dios y el prójimo. Impulsan a
contemplar el corazón de Cristo traspasado por la lanza. Favorecen una mirada
decidida y compasiva al hermano que sufre y a quien la injusticia le clava
también espinas y espadas en lo más sensible del alma.
Quizás en épocas pasadas se le pegó una capa de lastre a
esta espiritualidad. Ya fuera a causa de las imágenes del corazón de Jesús
carentes de gusto y estética, ya por las expresiones demasiado dulzonas que
solían emplearse. También debido a un pesimismo un tanto negativista: se ponía
en primer plano la melancolía, la desconfianza, el sacrificio. Y las virtudes
más bien negativas e intimistas. Por lo cual parecía exhalar un tono
quejumbroso.
Sin embargo, no tiene porqué ser así necesariamente. Y, en
cuanto, se la limpia de la costra, la espiritualidad aparece radiante. Entre
otras cosas porque estamos ante una palabra y un símbolo -el corazón- que hunde
sus raíces en el terreno más hondo y primordial de la persona humana. El
vocablo no puede ser sustituido por otra palabra sin que pierda mucho de su
contenido y de su riqueza. Y es el que tenemos siempre a mano para indicar la
más honda actitud que nos conmueve.
2 comentarios:
Este tipo de artículos me gustan porque no se exceden en la palabrería, ni se revuelcan en tópicos de devoción de mal gusto. Muy bien por quien lo escribe. Se puede aprender de lo que es una auténtica espiritualidad.
Me gustan estos articulos porque huyen de la vacuidad, centrados unicamente en la raiz de la espiritualidad que reside, como no podía ser de otro modo en el corazón: "de la abundancia del corazón habla la boca. Se entiende o entiendo que bebiendo en esta fuente del corazón emane de su boca tanta sabiduría, ciencia, sentimiento y devoción que exhibe en primorosos vocablos
Publicar un comentario