El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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lunes, 11 de enero de 2016

Apología de la confianza


Permita el lector que abandone los comentarios de estricta actualidad para incursionar en el mundo interior de las ideas. Le aseguro que no se trata de una pérdida de tiempo. Los mejores análisis de los hechos los realiza quien mantiene un amplio bagaje en el fondo de su trastienda mental. La teoría es importante. No he comprobado la cita, pero la he leídos. Resulta que el adicto a la práctica que era Karl Marx afirmaba que «la teoría es la mejor praxis». Porque de nada sirve correr si no se tiene claro hacia dónde ir.

En muchas ocasiones se advierten conductas que no se comprenden a primera vista ni se consigue rastrear en ellas el hilo de la lógica. Sucede sencillamente que los seres humanos somos menos racionales de lo que cabría sospechar de quienes se autodefinen como animales racionales.

Éste es un tema favorito en el transcurrir de los años. Lo he afrontado en otros artículos y charlas. Además tiene que ver con la espiritualidad del corazón. Y, por cierto, muchas consecuencias cabe sacar del mismo. 

Las razones del corazón
Aún con el riesgo de resultar un tanto simplista cabría decir que la persona tiene básicamente dos deseos. Uno que se origina en su mente: conocer/saber. El otro que surge de su corazón: compartir/amar. Los grandes descubrimientos, a todos los niveles, son fruto de la mente que trata de desentrañar los enigmas de su entorno. Las grandes amistades, los enamoramientos, los grupos, se construyen porque el corazón anhela imperiosamente ser tenido en cuenta, ser objeto del afecto ajeno, a la vez que depositar sus cuidados y afectos en el prójimo.  

En la vida diaria, sin embargo, el ser humano no es susceptible de ser escindido entre razón y corazón. Es uno e indivisible. Sus opciones, experiencias y misterios debe resolverlos unitariamente. Es decir, en la práctica, con un corazón que razona. O con una razón que se mueve por corazonadas. Bien conocida es la máxima de Pascal: el corazón tiene sus razones que la razón desconoce.

Nuestra época vive seguramente marcada por la técnica y la racionalidad, aunque coexista paradójicamente con enormes dosis de magia y superstición. Aunque la postmodernidad ponga en primer plano el sentimiento y la emoción. El hecho es que con facilidad se olvida ―a nivel temático, consciente― que la totalidad del conocimiento (en sentido amplio) no procede en exclusiva de la razón, sino también de la afectividad o el corazón. Ello en mayor medida de lo que suele imaginarse.

En multitud de casos y circunstancias el individuo no obra por lo que le dicta la razón, sino por lo que le sugiere el corazón. En realidad, la vida se paralizaría si nuestros actos y decisiones fueran guiados y garantizados por la sola razón. Cuando alguien monta en un taxi desconoce si el conductor está capacitado para conducirle a su destino, si le querrá atracar o se le dañará el vehículo. Cuando el paciente entra en un quirófano no tiene plena garantía de que el médico acertará en su actuación. Cuando el cliente toma asiento cabe la mesa de un restaurante desconoce, a nivel puramente racional, si la comida servida resultará sana o dañina.

Por supuesto que se trata de ejemplos un tanto extremos, pero no debieran dejar de inquietar. Sucede que nos movemos más por la intuición o la afectividad que por meras conclusiones racionales. El acto de confianza no se explica del todo racionalmente en ningún caso. Pues la confianza precisamente comienza donde termina la seguridad racional. Después de todo, el animal racional que es el ser humano resulta no ser tan racional. Necesita de la fiesta, el amor y el riesgo como del pan de cada día.  

Entre la razón y el corazón
La razón camina hacia la claridad, desmenuza los pros y los contras de la coyuntura, trata de ordenar y planificar. En cuanto crece a expensas del corazón invade el terreno como un cáncer y la racionalidad adquiere rasgos caricaturescos: frialdad, objetividad a ultranza, intolerancia. Puede que el racionalista irradie mucha luz, pero ciertamente no expande el menor calor. Le falta abrir los oídos a las razones del corazón.

En el extremo contrario, el corazón tiende hacia el misterio, la profundidad, la receptividad. También al corazón le acechan determinados riesgos: el de marginar la razón y desplazarse hacia lo caótico y pasional. En tal caso sobrevienen toda clase de excesos, añoranzas y desbordamientos. Quien opta por el corazón ahogando la voz de la razón irradiará calor en el mejor de los supuestos, pero ninguna luz.

Al tratar con objetos es justo que se busque la mayor seguridad y garantía racional. En ello cifra la técnica su tarea. Pero cuando la relación no es de persona a cosa, sino de persona a persona, entonces varía la cuestión. La persona del otro, en efecto, no está ordenada al dominio ni a la explotación, sino a la convivencia libre y gozosa. El otro es y será siempre un misterio y no un objeto a manipular. La intimidad ajena no debe ser violada ni tomada por asalto. Ni se debe ni se puede, porque cuando tal acaece entonces el misterio personal que es cada uno, se esconde bajo su caparazón y rehúsa la relación.

La conclusión se impone. La única manera de acceder al misterio que es el otro consiste en la insinuación y la confianza. Cuando ha brotado un ambiente de mutua confianza se hace factible la comunión y el diálogo íntimo. No antes. Dicho con el vocabulario que venimos usando, ello equivale a declarar que la conexión personal con el otro es tarea del corazón más que de la razón. El corazón insinúa, comparte, se fía. La razón acecha, instrumentaliza, fuerza. O, al menos, tiende a ello si no para mientes en las razones del corazón.

Si un amigo quiere garantizar racionalmente y hasta el extremo el afecto de su amigo, puede despedirse de la relación. El afecto se ha desvanecido. Cuando la esposa pretende pruebas jurídicas del afecto de su esposo, el amor se ha evaporado. Un mínimo de confianza es exigido previamente a la hora de tratar con seres humanos que poseen dignidad, misterio e intimidad.

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