Existen lugares en nuestro mundo que parecen dejar pasmados a quienes los contemplan. Se diría que las fibras más íntimas del alma de pronto conectan con la trascendencia, con Algo o Alguien que intuimos y anhelamos, pero que somos incapaces de explicar.
¿Quién no ha visitado, por ejemplo, el Machu Pichu y ha quedado sin respiro ante la vista de la enorme mole montañosa, los abismos que la circundan, el río que discurre a lo lejos? Todo ello cobijado por un inmenso cielo azul. A uno le da por llorar frente a tan excelso paisaje, el otro queda ensimismado y el de más allá pierde la conciencia del tiempo. Otro tanto cabe decir de paisajes muy relevantes de nuestro mundo, esparcidos por los rincones del planeta.
Existen lugares que desprenden un halo de misterio. Como el espacio que se transforma en una cueva de formas insospechadas, o da origen a una fuente cristalina, o alimenta un árbol de raíces centenarias y tronco descomunal, o se transforma en una montaña inaccesible o se recuesta en un valle allá a lo lejos. Entonces el transcurso del tiempo parece detenerse y las coordenadas de espacio y tiempo diluirse. En este momento esplendoroso surge de lo más hondo del individuo un sentimiento de comunión íntima con el todo, una veneración hecha silencio, un anhelo de adoración ante el misterio que nos sobrepasa.
De los menhires a los templos
Desde finales del neolítico los humanos comenzaron a construir monumentos, o meras rocas ensambladas, en honor a los seres superiores. En todas las geografías habitadas por los humanos de la prehistoria permanecen las huellas de lugares especiales cuya función ha consistido en conectar con la trascendencia o extasiarse ante la belleza y la inmensidad.
Rebosamos de preguntes y anhelamos respuestas. La preocupación por el límite y el anhelo de trascendencia taladran nuestro entero ser. El mar, las olas enrabietadas, el viento con sus silbos, el horizonte inalcanzable, el futuro que no se deja adivinar... todo ello constituye motivos para reflexionar, para preguntar, para indagar e interrogar.
Los primeros santuarios se emplazaron en lugares peculiares donde la raza humana conjeturaba la presencia de lo sagrado. En tales sitios la persona trataba de conectar con el universo y encontrar un sentido a su existencia.
Transcurrió el tiempo y las religiones fueron estructurándose y ganando terreno. Los lugares elegidos por el hombre primitivo se transformaron en templos. Dichos lugares aprovecharon la aureola sacra que los rodeaba para convertirlos en parajes emblemáticos destinados al culto religioso. Toda una arquitectura desarrollada al socaire de lo sagrado adapta, recicla y actualiza los primitivos lugares de culto haciéndolos más convencionales.
La mirada de la secularización
¿Qué acontece hoy día con este panorama? Inútil negar el curso de una secularización galopante que se manifiesta en la disminución de la práctica religiosa. El sentido de pertenencia a una confesión institucionalizada mengua a ojos vista. Una somera comparación entre las estadísticas de años atrás y las de hoy es suficiente para convencerse. En realidad, ni siquiera hacen faltes estadísticas. A simple vista se observa que la práctica religiosa se debilita día a día en nuestro entorno.
Ahora bien, ello no significa sin más que se borre el sentimiento de religiosidad. En cierto modo las creencias flotan en el ambiente, no se asientan con firmeza en unos fundamentos ni se sujetan a una determinada Iglesia. La fe actual anda huérfana de sentido de pertenencia y se muestra reticente frente a la institucionalización. Existen Iglesias sin creyentes y creyentes sin Iglesia, por decirlo de modo breve y lapidario.
Una tal desinstitucionalización de la religión implica que mucha gente ignore el templo, pero que sí aprecie los santuarios. En efecto, rechazan los aspectos más institucionales, pero no eliminan una manifiesta inquietud espiritual. Abandonan el corsé de la religiosidad convencional, pero no dejan de explorar la religiosidad/espiritualidad de peregrinos hacia el absoluto y la trascendencia.
Un espacio alternativo
El santuario se requiere para obtener un espacio que facilite la contemplación y la escucha de uno mismo. Sin este silencio conquistado —que el santuario brinda mejor que otras instancias, gracias a sus vetustas raíces y su emplazamiento emblemático— apenas se consigue la necesaria perspectiva para tomar las decisiones que la vida exige.
Los santuarios son espacios físicos ―y diría que también mentales― muy válidos para la renovación del pensamiento y la toma de decisiones. En ellos se pueden cultivar y confrontar los grandes propósitos y programas con el necesario sosiego.
Para un determinado, aunque no irrelevante, grupo de personas el santuario es el último vínculo que les relaciona con la Iglesia. En el lugar surge un tipo de espiritualidad alternativa, de contornos indefinidos. Cada peregrino busca de acuerdo a sus inquietudes. Cada uno es católico, por así decirlo «a su manera», de acuerdo a los compromisos que él mismo se impone. Visita el lugar en total anonimato y sin que se le aplique norma alguna.
Hay personas viven que una búsqueda muy peculiar, al margen de cualquier lazo con comunidades o parroquias. El anonimato que proporciona el santuario favorece una tal situación. Su atmósfera atrae en particular a aquellos que no tienen otra inserción eclesial. Son gente religiosamente al margen, en la cuneta, pero más favorables a escuchar la voz que resuena en este espacio que en la parroquia. La dimensión subjetiva adquiere gran importancia. Sintoniza así con la cultura de la postmodernidad que se muestra muy reticente con los dogmas establecidos y las morales convencionales.
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