Las cartas abiertas suelen estar dirigidas a algún personaje más
o menos célebre. Personaje conocido, sea para bien o para mal. Carta con el
objeto de censurarle o expresarle su admiración.
Dado
que soy alérgico al culto a la personalidad he pensado que no estaría de más una
carta a usted, señor corriente o de la calle. Cabría decir también a una señora
corriente o de la calle, pero la expresión suena muy mal. Enigmas de la gramática.
No sólo las personas, también el lenguaje hace sus discriminaciones.
Sin
embargo, inmediatamente me he preguntado si tengo que dirigirme a usted tal
como es, de verdad, en su interior. Si tal vez es mejor que le trate como lo
hacen quienes le ven desde fuera o como cree usted que le ven los ojos ajenos.
Tres posibilidades.
El
problema es serio y remite a aquella divertida y profunda sentencia del
escritor Mark Twain: “el hombre es más complejo de lo que parece: cada persona
adulta lleva dentro de sí, no uno, sino a tres individuos diversos”. Seguía
diciendo nuestro escritor: “tomen a cualquier señor llamado Juan. He aquí al
primer Juan: el hombre que cree ser; el segundo Juan es tal como lo ven los
otros; finalmente el tercero, el que es en realidad”.
Cómo te ves.
El
primer Juan es el que cada uno mima dentro de sí. Somos nosotros como nos vemos,
es decir, como creemos que somos. Porque usamos lentes de color de rosa al
observarnos. Créame que es así, señor corriente. También usted usa medidas muy
favorables, incluso manipuladas, a la hora de medir sus cualidades y su
grandeza de ánimo. Unas medidas que cambia por otras cuando se dispone a medir
a su prójimo.
Lo
suyo ―lo mío, lo nuestro― por ser suyo se le antoja la mar de gracioso. Y lleva
al agua a su molino con pasmosa facilidad. O el ascua a su sardina con la mayor
de las habilidades. Y cree ser el protagonista de todas las fiestas, aunque en
realidad nadie repare en usted.
Si
el asno tuviera conciencia, es posible que, al escuchar los aplausos de su
entorno, ―dirigidos al caballero que monta sobre él― pensara que se le tributan
a su figura. Sonreiría, realizaría gestos de asentimiento con su cabeza, ya que
no sería capaz de levantar las patas delanteras con los dedos en forma de V (de
victoria). Qué duda cabe que haría un triste papel, tan triste como el que
lleva a cabo, a veces, un señor corriente.
Cómo te ven.
El
segundo Juan es el que ven los otros, los que miran con ojos maliciosos y
penetran más allá de las apariencias, buscando ocultos defectos e intenciones.
Probablemente con exceso de pasión e intuición.
Los
defectos de este segundo Juan son mucho más graves y serios que los del
primero. Cuando el Juan que uno piensa ser bebe una copita de más, pongamos por
caso, juraría que ello favorece su ingenio. En cambio, el segundo Juan que ven
los otros comentan que el hombre es un borrachín empedernido, que conviene huir
de él para no tener que aguantar sus bromas desprovistas de toda gracia.
La
conducta que el primer Juan atribuye a un nerviosismo circunstancial, los ojos
de los vecinos lo achacan a su carácter insoportable, intolerante y vengativo.
Cómo eres
Llegamos
así al tercer Juan, al que es usted en realidad y en el fondo último de la
verdad. Bien mirado, éste es el que debe interesarle, señor corriente. Éste es
el que, con el tiempo, suele mantenerse a flote. No le importe que sus vecinos
piensen mejor o peor de usted. Esfuércese por ser lo que debe ser.
Suele
suceder que los otros interpretan maliciosamente lo que uno lleva a cabo. No se
desviva tratando de que piensen mejor. No prodigue explicaciones a su entorno.
A la larga, cuando los posos han caído en el fondo, las cosas suelen
clarificarse. Por supuesto, no sea masoquista tratando de que los otros piensen
peor de lo que es, que la humildad es la verdad, como bien dijera Sta. Teresa
en sus tiempos.
Interésese,
señor corriente, de ser lo que es. Vale más ser que aparentar. Vale más ser que
tener. Vale más ser que hacer. El ser siempre aventaja a los otros verbos. Los
ayudas de cámara de los grandes personajes lo saben bien. A ellos les toca
constatar de cerca lo que es su señor y no lo que aparenta.
Bajo
ciertos títulos y celebridades se esconden vulgares mediocridades. Muchos
diplomas colgados por las paredes no necesariamente dan fe de la propia
ciencia. En muchas ocasiones son testigos de un insano deseo de protagonismo.
Entonces las paredes hablan con elocuencia, pero no en favor, sino en contra.
Señor
corriente: por lo general no va a contentar a quienes lo rodean. Ni Jesús lo
consiguió. Él se lamentó de sus contemporáneos: cuando escuchan la flauta no se
alegran, cuando se les cantan canciones tristes no lloran. A Juan, que no comía
ni bebía, lo tildaron de demonio. Al Hijo del Hombre, que sí comía y bebía, le
echaron en cara que era glotón y borrachín, amigo de publicanos y pecadores.
Si,
de todos modos, no va a conseguir los aplausos que pretende, no sucumba a la
esquizofrenia de ser de un modo y aparentar de otro. Ocúpese y preocúpese de
ser ―de ser realmente― lo mejor que pueda.
Estrecho
fuertemente su mano
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