Hoy día el cristiano despierto, que ha digerido la doctrina del Concilio Vaticano II, asume la autonomía de la política, del arte y de la ciencia. Sabe que tales cosas no tienen por qué estar bajo la tutela de la fe o de los hombres de la Iglesia. Entiende su fe como instancia crítica y liberadora. No está en condiciones de dictar los caminos del arte y de la política, pero no se recata de criticar sus realizaciones incompatibles con su ideal trascendente. Su fe no le permite diseñar un programa político o cultural, pero sí le empuja a denunciar los límites que no deben ser transgredidos.
No está de más refrescar estas cosas en un ambiente electoral interminable, con sus secuelas de tensión, escepticismo y manipulación. El proceso de conformar un gobierno está resultando difícil y espinoso. La corrupción despide un olor nauseabundo hasta el punto de que los electores ―sobre todo los del partido en el poder― se ven obligados a introducir la papeleta en la urna mientras se tapan la nariz.
En un tal ambiente a más de uno le encantaría añadir la etiqueta de cristiano a un partido político como para exhibir sus credenciales ajenas a la corrupción. Pero es del todo imprescindible contrastar qué hay de auténtico en la realidad de los apellidos y qué de creíble en tales proclamaciones. De otro modo el descrédito es mayor. No basta con etiquetar el producto. Tiene que responder a la realidad contante y sonante.
Ningún partido coincide con el Evangelio
Quede claro: no hay partido alguno que se adecue plenamente a las exigencias del Evangelio. Éste apunta a una utopía y una convivencia tan perfecta ―un solo corazón y una sola alma, mandar para servir― que todos los programas permanecen a mucha distancia.
El Evangelio no exige votar a un partido en particular, a no ser el menos malo. Y entonces habrá que escrutar por dónde asoma su maldad. Que lo mismo puede ser por deficiencias en el campo social que por la brecha de la moralidad individual. Tampoco la Iglesia como tal está en situación de recomendar el voto para ningún partido. Aunque sí puede y debe mostrarse en desacuerdo ante ciertos principios poco afines al Evangelio.
En tal caso debe andar con cautela para huir de opciones más viscerales que racionales, para no dejarse seducir por los cantos de sirena de las grandes palabras que luego no concuerdan con los hechos. No se ve por qué un programa cristiano en sus grandes líneas, pero delineado por hombres increyentes, deba ser preterido a otro esbozado por hombres que proclaman su fe, pero adolecen de materialismo práctico.
Casi todos los estudiosos del Evangelio dan por sentado que Jesús no propuso un orden político definido. Ni lo permitía la coyuntura de la sociedad, ni encontramos máximas escritas de este cariz. No obstante también es verdad que casi todos los estudiosos concluyen que las actitudes de Jesús provocaron de hecho una confrontación en su tiempo.
El que manda debe servir
Jesús fue juzgado por un tribunal político-religioso. Le condenaron porque no soportaron la fuerza revolucionaria de su mensaje. Un mensaje de amor y libertad con derivaciones muy concretas y exigentes. Aceptar las grandes opciones de Jesús equivalía a renunciar a la opresión que ejercían sus jueces. Era tanto como cambiar el estilo, los valores y los privilegios de los que estaban en la cúspide social y religiosa de la sociedad.
El testimonio de Jesús chirriaba frente a unas instituciones religiosas y civiles fundamentadas sobre el orgullo y el poder. El fondo de su predilección consistía en proclamar la palabra oída de quien le envió. A partir de esta palabra Jesús tomó postura crítica frente a determinadas actitudes y formas de hacer política.
Las máximas de Jesús suenan extrañas a las de los ambientes políticos. Eso de que el primero debe ser el último, de que el que manda se ponga a servir y de que es dichoso quien sufre persecución y tiene un corazón de pobre, son enseñanzas que cortan de raíz todo deseo de medrar. Ahora bien, los políticos suelen tener una desmedida afición a subir como la espuma.
El creyente está convencido de que los seres humanos somos hermanos. No es lícito servirse de los otros para los propios intereses. Más aún, son los pequeños, los marginados, los últimos, quienes gozan de protagonismo en el Evangelio. Es verdad: Jesús no ofrece ninguna receta política, pero inquieta a todos los poderes establecidos, hasta el punto de que acaban por eliminarlo.
El cristiano debe exigir unos mínimos éticos de convivencia a los programas políticos. Lo mismo que debe cuestionar una sociedad opulenta y consumista, fundada en el mito de la eficiencia tecnológica, que machaca aún más a los oprimidos y favorece los intereses de quienes ya lo tienen todo.
La función crítica de la fe ante los programas políticos la puede y la debe hacer el cristiano corriente, el ciudadano común. ¿Cómo? Castigando o apoyando con su voto las formaciones políticas que más se alejan o acercan del ideal. Y dejando de lado cualquier otro criterio egoísta, pasional o autosatisfactorio.
2 comentarios:
La teoría no está nada mal. En la práctica nos encontramos con que no hay ni un partido que no tenga defectos graves para un cristiano. O se encoge por la parte social o recorta la moral individual. Sin embargo, hay que votar porque uno está y vive en medio de la sociedad y no puede decir que la cosa no va con él.
Votar un partit o un altre és una opció difícil. Aniria bé votar, si coneixem la seva ètica, les persones concretes que en formen part. Però és difícil també de conèixer de veritat els polítics que encarnen valors. Cal més informació.
Publicar un comentario