Los muchos escritos acerca de la globalización
suelen elaborarse desde una trinchera crítica. Les sobran razones para ello a
sus autores. Pero seguramente tendría su utilidad asomarse a otros horizontes
más positivos. Un mayor acercamiento entre culturas, una confianza
generalizada, una economía más porosa, podrían resultar derivaciones muy
válidas del fenómeno globalizador.
De por sí la globalización es un fenómeno
de enorme envergadura que une, aproxima, acerca unos a otros de modo impensable
años atrás. Los medios de transporte —rápidos y sofisticados— así como la
tecnología de las comunicaciones han convergido de modo decisivo para ello.
Paradoja:
déficit de globalización
Pero una de las paradojas del fenómeno, y
la más amarga queja que suscita, radica precisamente en su tremenda
contradicción: la globalización es muy poco global. Nos llenamos la boca con el
vocablo, pero a l ahora de la verdad la globalización afecta de verdad a un
reducido tanto por ciento. La parafernalia de las tecnologías informáticas, las
bolsas de valores que flotan en torno al mundo neoliberal, el cacareado
multiculturalismo afecta apenas a un 15% de la población mundial. ¿A eso le
llamamos globalización?
La gran mayoría de los habitantes del
planeta sigue viviendo en unos niveles de bienestar muy precarios. He leído
casualmente —y de ahí estas reflexiones— que el 65% de los habitantes del
planeta nunca ha hecho una llamada telefónica. Me he enterado de que en la isla
de Manhattan (donde se asienta Wall Street y se levantan orgullosos rascacielos
hay más conexiones electrónicas que en toda África.
De modo que el primer producto globalizado
ha sido la pobreza. Lo primero que se ha globalizado es la pobreza. Es decir,
lo más real y palpable de nuestro mundo es el hecho de la pobreza de la cual
sólo se libra un 15% de la humanidad. No me hago fuerte en los números que
simplemente me limito a recoger. A primera vista no se me antojan exagerados a
la vista de las guerras, las larguísimas filas de exiliados, las hambrunas en
diferentes regiones del mundo, los excluidos de las grandes ciudades…
Considero que el ser humano tiene una
enorme margen de adaptación y de sufrimiento. Sin embargo, llega un momento en
que el dilema se dibuja con fuerza: dejarse morir por inanición o acudir a la
revolución para conseguir aquellos mínimos que otros seres humanos les niegan.
Ante carencias extremas —en medio del frío, de la insalubridad, del hambre, de
la desesperanza— suele tener escaso éxito apelar a la resignación. La espiritualidad
y la no violencia son objetivos admirables, pero no todo el mundo tiene madera
de héroe.
La distancia del nivel de vida entre los
países —y entre los diversos niveles sociales en cada uno de ellos— ha crecido en los últimos decenios de modo
preocupante. Entre un rico de un país rico y un pobre de un país pobre se abre
un abismo tal que produce vértigo.
Más allá de los conocimientos técnicos y
las explicaciones elaboradas me parece que una cosa es cierta: cuando la gente
sufre carencias elementales y no se le proporcionan razones para la esperanza,
el entorno en que nos movemos puede explotar hecho añicos. Las grandes
civilizaciones de nuestro mundo perecieron porque, en un primer momento, no quisieron
compartir sus bienes con quienes permanecían fuera de las murallas. En un
segundo momento porque no fueron capaces de mantener a los hambrientos fuera de
las mismas. La historia se repite.
Falsa
democracia la que margina la economía
La primera globalización válida y humana
debiera ser la económica. Enaltecer las virtudes de la democracia formal cuando
no existe el mínimo rastro ni voluntad de democracia económica no deja de ser
un sarcasmo.
Nos encontramos ante una globalización que
habla inglés y tiene su epicentro en EE. UU.
y sus países satélites. Una globalización unilateral, que elude el
encuentro con las regiones de escaso patrimonio. E nuestros días, por si
faltara tensar más la situación, el nuevo presidente USA se empeña en sembrar
muros para impedir el acceso a los pobres. Y encima, con plena desfachatez e
impudicia, les dice que el muro lo pagaran los que ya no tienen con qué
alimentarse.
Vivimos un momento complejo y tenso. La
Iglesia debiera tomar conciencia de lo que sucede y de cómo su credibilidad
está en juego. Bien está que proteste para que se reduzcan las víctimas en el
vientre de las madres. Pero los que ya han nacido y padecen mil carencias bien
merecen una palabra a su favor. Aunque les desagrade a los poderosos. No
podemos contentarnos con unos gestos litúrgicos pulcros y estéticos. No es
suficiente reunir diariamente un grupito de piadosas y ancianas señoras junto
al altar. Nos desengancharíamos del Jesús de la historia.
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