En la noche de Pascua parece como si la Liturgia se desbordara y no diera con las palabras adecuadas. Recurre a los pregones, se desata en emociones y cánticos, intercala aleluyas en cada párrafo. Luego quiere renovarlo todo: luz nueva, agua nueva, compromiso nuevo…
Pensándolo bien, no es para menos. La liturgia no hace sino transmitir el eco de una sorpresa mayúscula ante el gran anuncio: “Jesús de Nazaret, el crucificado, ha resucitado”. Los discípulos saborearon ante estas palabras el pasmo, el miedo, la alegría. Quedaron sumergidos bajo un torbellino de impresiones.
Ante la resurrección de Jesús, ante la Buena Noticia de que no hay que buscar entre los muertos a quien está vivo, también a los cristianos de hoy debiera embargarnos la emoción. Y sin embargo….
Cuestión de ojos claros
Sin embargo, muchos se quedan tan fríos e indiferentes. Muchos oyen el anuncio dormitando o con la mente volando sobre los parajes de las vacaciones. S. Pablo clamaba: “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe”. ¿Sería que eso de la fe no roba el sueño en demasía?
Uno está tentado de pensar que toman más en serio la Pascua aquellos para quienes la Resurrección es escándalo y locura, como ya sucediera en tiempos pasados. Tal vez sea preferible la postura del que se resiste a creer, duda y discute que la de quien todo lo traga sin mover los párpados.
Los que niegan o afirman conmoviéndose hasta las entrañas tienen algo en común: buscan, toman partido, son conscientes de que la cuestión es muy seria. Los que no reaccionan son más peligrosos. Se encuentran al borde de la insensibilidad. O sea, de la muerte.
Es curioso. Los fariseos leían las Escrituras como las leían los primeros cristianos. Los ateos de hoy tal vez leen los Evangelios como los creyentes. Sin embargo unos no van más allá de la inmensa y pesada losa que tapona el sepulcro, mientras los otros están convencidos de que no fue la muerte, sino la vida, quien dijo la última y definitiva palabra. Quizás todo sea cuestión de ojos claros.
Las raíces de la fe
Por estos y por otros motivos el Domingo de Resurrección invita a todos los creyentes a volver la vista a los orígenes, a las raíces de la fe. Ha de ser necesariamente saludable comprobar dónde y cómo nació. Entre otras cosas porque el lastre de veinte siglos tal vez haya enturbiado las aguas.
La Resurrección – y con ella el amor, el servicio, la cruz y el sepulcro- tienen un lenguaje muy nítido. Éstas son las aguas originarias que no dan pie a ninguna ambigüedad.
El Triduo pascual es elocuentísimo. Jueves: el gesto sencillo de partir el pan y beber una copa. El gesto sorprendente de que el líder se ciña una toalla y lave los pies a los suyos. Viernes: el contacto rudo de un madero y un cuerpo humano, sin adornos ni aditamentos, totalmente desnudos. Sábado: la muerte de la muerte, un sepulcro vacío.
Un pan, una copa, una jofaina, una cruz astillosa, un cuerpo desnudo, un sepulcro vacío: he ahí en síntesis el lenguaje inequívoco de la Pascua. Lo del catálogo de dogmas detallando cuanto el cristiano debe creer, vendría después. Los problemas de las vestimentas clericales, todavía más tarde. Los organigramas de acción pastoral, otro tanto. Supongo que estas cosas deben tener su lugar en la Iglesia, pero a la vista está que en los momentos trascendentales de la vida de Jesús no aparecen. Ya sería triste que nos hicieran perder de vista lo fundamental.
Experimentar a Jesús resucitado
Para nosotros hoy y ahora la experiencia de Jesús resucitado no debe concebirse sin más como la restauración de un cadáver. La radical novedad de la Pascua es que uno de nuestra raza vive otra forma superior de existencia. Y nosotros estamos llamados a lo mismo.
La experiencia de Jesús resucitado que nosotros podamos tener en el fondo no difiere mucho de la de los Apóstoles. Sabemos que la causa de Jesús prosigue. Sabemos que no obstante las sombras, los caminos tortuosos y las zancadillas, su espíritu continúa aleteando.
Y el Espíritu de Jesús va a pronunciar la última palabra sobre todo sufrimiento, debilidad y congoja que, al cabo, no son sino caminos abocados a la muerte. La Comunidad cristiana anuncia en el día de Pascua que el último y peor enemigo de todos –la muerte- también será derrotada. No es trata de un consuelo imaginario. Cristo, la primicia de la Humanidad, nos lo garantiza. Él ya ha resucitado.
Cree en la Resurrección quien siente la persona cálida de Jesús junto a sí. No cree en la Resurrección quien lo concibe como un fantasmal sobreviviente. Cree en la Resurrección quien no busca entre los muertos al Viviente.
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