Se confirma día a día que un
nutrido grupo del partido que gobierna en el Estado y en diversas autonomías
está corrompido. Actúa como una máquina de delinquir, decía el líder de un
partido opositor. Y otro aseguraba que numerosos miembros investidos de autoridad
en el mencionado partido se dedican a saquear al país.
No hay día que los medios de
comunicación dejen de aportar noticias de corrupciones, malversaciones,
prevaricaciones, blanqueo de dinero, etc. La corrupción hace las veces de una
bestia negra que protagoniza mil y una pesadilla. Quienes no pueden saciar el
estómago, quienes no disponen de recursos para poner en marcha la calefacción y
escuchan los millones que los corruptos ganan en cuestión de días, sino de
horas, se escandalizan e indignan.
Mientras tanto, los corruptos —la
inmensa mayoría miembros del mismo partido político en el gobierno— cuentan sus
ingresos por millones, se llevan sus dineros a paraísos fiscales, blanquean
capitales, mienten a troche y moche. Se dan la buena vida. Y por lo que
concierne al gobierno tal parece que algunos nombramientos más apuntan a
guardar las espaldas de los sospechosos que a vigilar sus pillerías. Abundan
los ejemplos. Afortunadamente parece que los jueces, en este ámbito, no se
doblegan fácilmente.
Sucede que en la organización de
la justicia se tropieza uno con personajes que parecen dedicarse a obstruir la
justicia. Han sido elegidos para defender la justicia, pero la impresión es que
su objetivo consiste en agradar a sus jefes. Se detectan con facilidad
estómagos agradecidos en cuanto uno se pone al tanto de la actualidad.
Pues bien, numerosos ciudadanos
hacen caso omiso de la corrupción. Unos votan tapándose la nariz a fin de
obviar el olor a podrido. Otros dan por cierto que, como todos roban, conviene
seguir votando a los de siempre. Sorprende que, una y otra vez, venzan en las
urnas quienes han saqueado a conciencia en su entorno. Se diría que son inmunes
a la corrupción y la inmundicia expandida frente a sus narices.
Los medios de comunicación han señalado
los latrocinios, fraudes, rapiñas y pillaje de señores que presumían de su
honorabilidad hasta que les sorprendieron con las manos en la masa. Los jueces
han certificado que los políticos en cuestión han hecho gala de un
comportamiento desvergonzado. Han dejado claro que no se trata de culpas
individuales, sino de tramas, tinglados y complots bien calculados. Los
votantes no pueden alegar ignorancia.
¿Qué se puede concluir ante un
tal panorama? Los hechos obligan a concluir que a una gran mayoría de
ciudadanos no les preocupa la honradez, ni la ética. Les da igual que las manos
de los gestores estén limpias o sucias. No les importa que se otorgue impunidad
a ciertas siglas políticas detrás de las cuales se parapetan los políticos.
Una tal actitud podría deberse a
que se da por supuesto que todo el mundo es un pillo y un bribón. Quien paga el
IVA sustrae horas de trabajo en la oficina. Quien no engaña a la Seguridad
Social falsea la declaración de hacienda. La vida es así, dicen. Y quien se
deja desplumar pasivamente se comporta como un necio.
En una ocasión escuché un diálogo,
en República Dominicana, entre dos personas mientras observaban a un sacerdote
que abandonaba la casa parroquial por haber sido destinado a otro pueblo. En
una sola maleta cabían todas sus pertenencias. Le llamaban “pendejo” (estúpido)
por no haber sabido llenar las arcas después de tantos años en el puesto.
Las consecuencias de la impunidad
La impunidad quizás haya que
atribuirla a que los ciudadanos prefieren la corrupción a la regeneración,
puesto que el cambio les produce un vago temor. Se cumple el dicho mezquino de
que es mejor lo malo conocido… Aunque estas maldades se alimenten de desahucios
inmisericordes, recortes perversos en sanidad y educación, fraudes a hacienda y
abundantes comisiones ilegales a todos los niveles.
Les da igual a estos ciudadanos
que siguen votando en favor de la corrupción. A ellos, de todos modos, ya les
va bien. Por otra parte hay partidos que muestran modos poco educados y no les
caen bien. Además, siempre han votado a los mismos y no van a cambiar por
algunos detalles que consideran de poca monta. No somos ángeles, dicen. La
solidaridad hacia los más desvalidos no les inquieta, no les impide dormir la
siesta.
Ahora bien, quien adopta tales
actitudes tropieza con la ética, la moral y la religión. Porque pensar en el
prójimo tiene consecuencias morales. Somos seres sociales. Ello plantea también
n problema religioso, pues Jesús actuó siempre en favor de los más desvalidos.
Sus seguidores —si quieren seguir siéndolo— no pueden cambiar las reglas del
juego.
No es suficiente subir algo los
sueldos o mejorar las condiciones de trabajo para evitar revueltas y algaradas
cuando los de abajo ya no aguantan más. Así actúan quienes se acogen a aquel
dicho cínico: cambiar algo para que todo
siga igual. Pero a quien mantiene un poco de sentido religioso en el cuerpo
le preocupa el bienestar del prójimo y, sobre todo, la dignidad de los pobres.
El ciudadano que se desinteresa
de la moral en la política se distancia del evangelio. Y de nada sirve alegar que
no se debe mezclar la religión con la política. Se da el caso de que determinados
políticos son muy capaces de humillar a los pobres, de gestionar verdaderas
injusticias y aupar a individuos sin escrúpulos. Todo lo cual va directamente
contra el evangelio. Sí, la política tiene que ver con la religión en multitud
de circunstancias.
De todos modos, hay gente en
nuestra sociedad que vive totalmente al margen de las preocupaciones religiosas
y en nada le preocupan los valores humanos. Para ellos habría que establecer
unas reglas de juego que impidan la corrupción y castiguen a los delincuentes.
¿Qué tal si se suprimiera la
prescripción en los delitos de corrupción derivados de la administración
pública? ¿Y si no hubiera perdón para aquel que no devolviera el dinero
apropiado injustamente? También resultaría de ayuda suprimir el aforamiento de
los cargos públicos, puesto que se dice una y otra vez que todos somos iguales
ante la ley…
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