Si las palabras naufragaran, si no
pudieran ser ya recuperadas… nos encontraríamos ante un acontecimiento de
primera magnitud para la digna sobrevivencia de nuestra sociedad. Con las
palabras irían a pique, irremediablemente, la confianza, la honradez, la
sinceridad y tantas otras virtudes suspendidas del verbo humano.
La flor más preciada de la persona libre
es la palabra. Por ella el individuo se zafa de su caparazón egoísta y se
capacita para otear horizontes más amplios que los de sus intereses. Por ella,
se dirige a un tú, o sea, llama por su nombre a quien hasta entonces era simple
porción de una masa. Estamos hablando, naturalmente, de la palabra que
desempeña el papel asignado: la
comunicación.
La palabra desnaturalizada, que no
comunica, sino que somete, negocia o degrada no cumple los requisitos más
esenciales: sugerir, relacionar, amar, informar. Más bien hace las veces de la
metralleta, de la máscara, del cuchillo o del tambor.
Desde que a Dios también se le puede
aludir llamándole Verbo /Palabra, toda palabra auténtica deberá estar
emparentada con la Palabra de Dios. A saber, con la bondad, la belleza, la
sinceridad.
Urge salvar a toda costa las palabras. Se
trata de una tarea al menos tan necesaria —y más digna— que la de frenar la
degradación del medio ambiente. Hay que devolver el sentido a las palabras,
recuperar su contenido. La inflación verbal engendra situaciones más temibles
que las de tipo económico. Y esa es la verdad: la palabra se ha deteriorado, ha
perdido su valor.
¿Por qué? Porque aumentan las reuniones,
los seminarios, los congresos, las discusiones… Porque nos inundan los
comunicados, las notas, las declaraciones…Porque se echan a volar las
manifestaciones, las réplicas y las contrarréplicas… Porque la palabra impresa
—o la imagen parlante— se acumula ante nuestros ojos y oídos…Y esta riada de
palabras no se corresponde con los hechos. Éstos continúan siendo escasos,
mezquinos, preocupantes. Tal vez sea verdad aquello de que una imagen vale más
que mil palabras, pero todavía es más cierto que un hecho vale más que mil
imágenes por sonorizadas que estén.
Hay que salvar la palabra del naufragio
total, lo cual nos llevará, sin duda, a la denuncia de unos cuantos hechos como,
por ejemplo, los siguientes:
1.- Denuncia de la palabra que no se
pronuncia para comunicar, para ser escuchada, sino para imponer. O sea, aquella
que no espera la respuesta de un tú, sino la reacción de un anónimo consumidor.
Aquella que no se dice para progresar juntamente en el camino de la humanidad,
sino para amarrar la libertad y robotizar al prójimo.
2.- Denuncia de la palabra que,
profusamente aireada, pretende inyectar en el ciudadano una determinada
ideología. Que, embistiéndole sin miramientos, intenta arrebatarle su capacidad
de optar y de elaborar una alternativa. No raramente se ha logrado sonsacar el
“sí” de los demás para favorecer los propios planes.
Pero un sí pronunciado porque se temen las
consecuencias del no resulta de muy menguado valor. Aparte de que ciertas
afirmaciones —para quien sepa escuchar el tono— son claras negaciones.
3.- Denuncia de la palabra pronunciada no
por quien tiene algo que decir, sino por quien tiene algo que ganar. Es sabido
que los poderosos pueden levantar más la voz, pues que su dinero les permite
apoderarse de la técnica y así poner altavoz a sus palabras. Pero entonces
puede suceder que los medios de comunicación nos incomuniquen. O, al menos, que
transmitan mensajes de la cúspide a la base; jamás de la base al vértice. Con
lo cual los débiles y necesitados no tienen otra opción que la de escuchar la
voz modulada a gusto de los señores.
4.- Denuncia de la palabra que sólo se
pronuncia a medias o en voz baja. Existe el extraño prurito de disimular lo que
pasa en la empresa, la sociedad, la Iglesia… Y los
miembros de la empresa, la sociedad y la Iglesia no se enteran de lo que a
ellos les concierne. Los secretos inútiles, las palabras oscuras por lo general
son una ofensa a la dignidad humana y una lesión de sus derechos. Porque si es
verdad que nadie tiene derecho a inmiscuirse en la vida privada del prójimo,
también lo es que no se puede abusar de las materias reservadas y los secretos
oficiales sin caer en la arbitrariedad y el despotismo.
La palabra constituye una herramienta
fundamental y valiosísima en vistas a que el hombre sea un animal más racional,
más político, más ético, más religioso. Desgraciadamente esa herramienta sirve
también para forjar un hombre-animal domesticado.
Por eso hay que rescatar las palabras,
devolverles su fragancia original y redimirlas de toda inflación degradante.
Nadie mejor que el periodista, el locutor, el cineasta pueden desempeñar esta
tarea. Ellos son —qué duda cabe— los grandes modeladores de nuestra sociedad.
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