¿Cuándo acabará la dichosa crisis? Lo preguntan millones de
personas que todavía la sufren en sus carnes. Algunos políticos les repiten por
activa y pasiva que ellos ya la han solucionado. Pero ante la evidencia de sus
cuentas corrientes desnudas y sus bolsillos vacíos se niegan a prestarles
oídos.
Puede que la crisis haya remitido un tanto. Sin embargo, ha
tenido como efecto una bajada severa de los sueldos —que aún que perdura— y ha
dejado en la cuneta del mercado laboral a un gran número de potenciales trabajadores.
La crisis económica está ahí y añadiría yo que queda
envuelta en una crisis aún de mayor tamaño, de carácter ético. Nuestro planeta
produce lo suficiente para alimentar a sus habitantes. Las técnicas que le
sacan más rendimiento a la agricultura han demostrado su efectividad. En
ocasiones incluso se echan a perder cosechas enteras y miles de litros de leche
para no comprometer el equilibrio de los precios.
Interesa repartir más
que producir
Entonces preciso es concluir, con toda lógica, que el
problema es de reparto, no de producción. Por lo demás, basta echar un vistazo
a las fortunas ―tan ostentosas como impúdicas― que poseen determinados
multimillonarios. Unas quizás menos criminales que otras, pero en todo caso totalmente
desproporcionadas a las necesidades de un ser humano.
Asombra enterarse de los millones robados al hambre ajena. Sorprende
las dimensiones que puede llegar a tener la humana ambición. Aturde comprobar que
un hombre o una mujer es capaz de pasar por delante de un mendigo sin
inmutarse, sin sonrojarse, cuando sus cuentas corrientes están a punto de
reventar en distintos paraísos fiscales. Cuando sigue defraudando cuanto puede
a hacienda.
Está claro: la crisis económica procede de la matriz de otra
crisis de carácter moral. Tengo la osadía de indicar algunos comportamientos
que ayudarían a solucionar la crisis ética. Comportamientos vinculados con la
espiritualidad que, por cierto, puede ser patrimonio de creyentes, escépticos y
hasta ateos.
Una espiritualidad que incluye la sensibilidad del alma, la
emoción de la belleza, la fe en la bondad humana a pesar de todo. Una
espiritualidad amante de la paz y la justicia. Que nos impulse a mirar al
misterio de frente. Que se extasíe frente al firmamento estrellado, que se estremezca
ante la mirada limpia de un niño y se duela ante del rostro dolorido del emigrante.
Una espiritualidad atenta al latido del corazón del prójimo y
al corazón del universo. Que consiga embelesarnos ante un bosque atravesado por
los rayos del sol, ante un mar cuyos confines no se divisan. Y que,
enternecidos por tanta sensibilidad, no le neguemos la mano ni la mirada, ni le
demos la espalda al prójimo necesitado cuando las circunstancias hacen sonar la
hora del compartir.
La espiritualidad se entendió como hermana gemela de la
religión durante muchos siglos. Preciso es reconocer que desde hace unos
lustros se ha emancipado y en ocasiones prescinde del sistema de creencias, de
ritos y normas, de toda autoridad establecida. Todo ello conforma un rasgo
fundamental de la revolución cultural de nuestro tiempo.
Superar el muro del
hedonismo
Después de todo, siempre es mejor que un individuo viva nutriéndose
de espiritualidad a que sólo se preocupe por el buen funcionamiento de su
estómago y de sus órganos reproductivos. La primera obligación de todas
consiste en no embrutecerse. Y no darle la espalda a la espiritualidad resulta
imprescindible para ello.
Quien desea sintonizar con la espiritualidad debe crecer
desde dentro. La meditación le nutrirá en el camino suscitándole pensamientos
positivos. Una persona espiritual escucha las más profundas inspiraciones de su
alma. Vive en paz, no existe temor que la pueda perturbar. Las opiniones de los
vecinos, los comentarios de la farándula, los alaridos de la publicidad no
logran alterar su paz.
Qué duda cabe que la ciencia ha progresado de modo
maravilloso y nos sorprende con sus inventos e innovaciones. Nos hace la vida
más cómoda, es capaz de explicarnos el cómo
de muchos enigmas. Es verdad, pero no logra desvelarnos el porqué de tales maravillas. Nos cuenta el cómo de una semilla que
crece, de un niño que nace, de una estrella que se mantiene en lo alto del
firmamento. Pero no nos explica su porqué.
Y el ser humano necesita saberlo.
Existen mundos más allá de los que perciben los sentidos. El
mundo del sentimiento, de la belleza, del amor, de la bondad… La ciencia no
tiene acceso a ellos o, si acaso, sólo logra rozarlos. El hombre, la mujer
espiritual, sí tiene capacidad de sintonizarlos.
Resulta difícil determinar qué es primero, si la
espiritualidad o los valores que ella saca a flote. A saber, el silencio, la
reflexión, la tolerancia, la austeridad en el vivir, la habilidad de saber
escuchar y ayudar… Probablemente constituyen un círculo en el cual la raíz y
los frutos se enlazan como un pez que se muerde la cola.
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