El hecho de recibir a las peregrinaciones que tienen como meta el santuario de Lluc (Mallorca) y de tratar con peregrinos con sus distintas inquietudes le lleva a uno a reflexionar sobre el papel del santuario, sobre las relaciones que el visitante establece con la imagen de la Virgen y cómo se las arregla en el terreno de la fe. Con frecuencia se trata de una fe alternativa, muy subjetiva, al margen de las celebraciones oficiales de la Iglesia.
Al santuario no sólo llegan peregrinos con su fe a cuestas, sino que también suben turistas, escépticos, no practicantes, admiradores del paisaje o del arte… La reflexión sobre el santuario desborda el ámbito religioso, pero hoy nos centramos en éste. Tiempo habrá para reflexionar sobre otros aspectos.
Los santuarios a menudo remiten a
un evento original / fundacional, quizás extraordinario, o incluso considerado
milagroso, lo cual determina manifestaciones de devoción a lo largo del tiempo.
Genera también sentimientos de acción de gracias por los beneficios recibidos. Se
trata de lugares privilegiados para los fieles, dónde la Virgen María o los
santos asisten los peregrinos.
Es frecuente que los santuarios
estén localizados en un lugar elevado y aislado, rodeados de austera o
exuberante belleza. Tal situación remite a la armonía del cosmos, a un reflejo
de la misma belleza divina. La pretensión de los santuarios cristianos siempre
ha sido la de ser signos de la irrupción de Dios en la historia. Por este
motivo se les considera lugares sagrados, meta de peregrinaciones, un espacio
que facilita la experiencia religiosa, un lugar de culto y de evangelización.
Un lugar privilegiado
El origen y la memoria del
santuario desbordan de simbolismo y hasta puede que alimenten un cierto halo
milagroso. Tanto más si añadimos que se trata de un lugar de culto y se alza en
un ámbito geográfico privilegiado en muchos casos. Por todo ello el espacio del
edificio y su entorno remite a otro orden. A un nuevo ámbito de la realidad,
una aproximación a lo sagrado, a una esfera trascendente.
La experiencia religiosa facilita
la búsqueda de sentido en el interior de una sociedad secularizada. Cuando las
estructuras de la sociedad no ayudan a vivir la fe y las autoridades eclesiales
han perdido buena parte de su tradicional autoridad, pasa a un primer plano la
experiencia religiosa subjetiva.
La aproximación al sagrado que
facilita el santuario contiene un aspecto dinámico de conversión y compromiso
que también implica sentimientos y emociones. No es disparatado afirmar que
tiene que ver con la experiencia mística. En alguna medida la persona se siente
habitada por otro que considera superior y presente en su intimidad. Esta
experiencia mística no deja el intelecto al margen ni prescinde de la vertiente
colectiva, dado que la persona es un ser inteligente y social por naturaleza.
¿Un lugar sagrado?
En el Antiguo Testamento los
santuarios tenían un fuerte relieve. Eran lugares privilegiados para el encuentro
con Dios. Sin embargo, la revelación bíblica evoluciona y las relaciones entre
Dios y el pueblo se espiritualizan e interiorizan. Progresivamente el acento se
pone en el encuentro personal con Dios más que en el lugar donde acontece. Si
en un primer momento se hablaba a menudo del templo, del santuario y de
Jerusalén, desde que Cristo ha resucitado estos sitios tienen un rol meramente
funcional. Cristo presente en la comunidad se convierte en el único y
definitivo santuario.
Jesús declara superado el culto
local y pide una adoración en el espíritu. No hay lugares sagrados que garanticen
la presencia de Dios y menos que permitan manipular esta presencia. ¿Significa
ello que el santuario deja de tener sentido? Conviene hacer algunas precisiones
al respecto, pues en el cristianismo se habla del santuario como lugar sagrado
y no por ello se da marcha atrás a una válida teología bíblica.
En la peregrinación el objetivo
no es tanto el lugar geográfico cuanto el evento histórico y salvífico. El
espacio en cierto modo aprisiona al hombre, mientras que la historia le
ensancha los horizontes, la libera y lo humaniza. El santuario se sirve de una
forma de religiosidad popular que quizás tiene alguna similitud con el memorial
bíblico: actualiza, más que repite, las experiencias y hechos que sucedieron en
un tiempo inicial / fundante.
Por otra parte, la historia se
relaciona necesariamente con el espacio. De hecho, la Iglesia es el Pueblo de
Dios en camino, que se mueve en el espacio y el tiempo. El espacio y la
geografía remiten a los hechos que han repercutido en el santuario. Remiten en
consecuencia a una lengua, unas costumbres, unas vivencias religiosas.
La peregrinación —tan vinculada al
santuario— implica una experiencia religiosa universal, no exclusiva del
cristianismo. Está vinculada a la piedad popular y exige una meta, un santuario
en nuestro caso. La Iglesia la ha favorecido siempre. No sólo vehicula una
experiencia religiosa, sino que la peregrinación ha unido a gente de diferentes
pueblos intercambiando valores culturales, sobre todo en tiempos de la Edad
Media.
Nuestros días han sufrido un
cambio cultural que viene de lejos: la ilustración, el protestantismo, la
secularización... La peregrinación ha devenido menos frecuente y ha adquirido
un peso más simbólico. Sin embargo, ha habido una recuperación de las
peregrinaciones desde la segunda mitad del siglo XIX. Pero se han dirigido no
tanto a los lugares tradicionales (el Vaticano, Jerusalén y el camino de
Santiago, por citar tres) cuanto a los santuarios locales que matizan la
identidad de la fe y la cultura del lugar.
El santuario y la secularización
En nuestro mundo crece el grado
de autonomía y de secularización. El sujeto se somete a otras personas o
instituciones a regañadientes. Quiere hacer libremente sus decisiones. La
religión se desplaza hacia la esfera privada para emanciparse del ámbito político
y civil. La fe se privatiza y, por tanto, cada uno interpreta el sentido de la
religión y de la vida como mejor le parece. El ámbito sagrado deviene terreno
personal. La religiosidad institucionalizada pierde relieve e importancia. Dios
acaba siendo asunto personal e íntimo.
Estos planteamientos tienen, sin
embargo, un aspecto positivo. Si Dios ya no impone dogmas ni normas morales,
entonces queda vía libre para que conecte con el talante más personal del
individuo. Ahora bien, el fondo último (que también podemos llamar
"corazón") de donde brotan los sentimientos más personales y
profundos —como el de la experiencia religiosa— es el mismo que alimenta el
amor a la tierra, a las tradiciones, a la lengua, a los ancestros.
El santuario es una oferta
atrayente en la actual sociedad. Sobre todo, para aquellos que no consiguen
otra forma de inserción eclesial, así como para los participantes ocasionales. Cabría
comparar a los santuarios con los brazos misericordiosos de la Iglesia madre
que se extienden hacia los desorientados. También acogen a los pecadores, a los
marginados, a los analfabetos, a los inconstantes, a los enfermos y a los agobiados.
En el santuario el anuncio de la
fe resuena de modo diverso a los oídos del visitante. Se hace más íntimo, más
personal e interpelante que el de la parroquia. Se sale de los esquemas fijos y
tradicionales. Todo el mundo es bienvenido, aunque no sea del todo ortodoxo en
sus expresiones. El anonimato juega su papel y nadie se siente vigilado y menos
juzgado.
Para un determinado número de gente
el santuario constituye su único vínculo con la Iglesia, el cual alimenta un
tipo de espiritualidad alternativa, de contornos indefinidos. Cada peregrino busca
según su talante. Cada uno es católico a su manera, no tiene otros compromisos
que los que él mismo se impone. Algunos han privatizado la fe, viven una
búsqueda muy personal, sin vínculos, sin comunidad o parroquia alguna. La
dimensión subjetiva adquiere gran importancia. Así sintoniza con la cultura de
la postmodernidad, la que nos rodea, que se desentiende morales convencionales
y dogmas establecidos.
Pueblo y santuario
La vertiente religiosa del
santuario sobrepasa con creces todo lo que dicho, pero quedaría del todo
incompleta si no hiciéramos una alusión a la relación entre la piedad popular y
el sentido de pueblo.
La piedad popular se construye
poco a poco en el tiempo y está vinculada a los elementos fundantes de un
pueblo. La experiencia de Dios —en el grado que sea— se colorea de emociones y
afectos. El sentimiento popular otorga un fuerte relieve al lugar y a las
circunstancias. El conjunto queda grabado en la conciencia personal, familiar y
popular. La piedad de la gente recoge estas experiencias acumuladas a lo largo
del tiempo y hace memoria de los hechos significativos que han ido construyendo
la identidad del pueblo. No sólo almacena experiencias y recuerdos, sino que
las actualiza a semejanza del memorial bíblico.
Las experiencias se mueven entre
la historia y el mito. Brotan de lo íntimo de la persona, de la fuente de donde
también brotan elementos tan íntimos como la lengua, la vinculación con los
antepasados, las aspiraciones de libertad y fraternidad. El lugar originario y
las circunstancias fundantes del pueblo abundan en simbolismos. Los anhelos más
íntimos —religiosos, emocionales y populares— brotan de la misma fuente que es
el corazón. No podemos argumentar esta afirmación, pero son relevantes los
filósofos o psicólogos que así razonan.
La identidad religiosa se vive
profundamente vinculada a la historia del pueblo, de las circunstancias
políticas y sociales que la han acompañado. La piedad popular ha contribuido en
gran medida a la construcción del pueblo. Ha marcado los momentos cruciales de
la historia: triunfos y derrotas, alegrías y penas, tensiones y tragedias.
Pues bien, el santuario juega un
papel importante en este contexto porque es el espacio sagrado donde el
peregrino hace la experiencia del encuentro con Dios que lo acoge y escucha. El
santuario guarda la memoria de un pueblo que se reconoce en su expresión de fe
y favorece el vínculo con los antepasados. Así se convierte en icono de la fe y
de los sentimientos más profundos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario