El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

martes, 20 de junio de 2017

Dimensión religiosa del santuario



El hecho de recibir a las peregrinaciones que tienen como meta el santuario de Lluc (Mallorca) y de tratar con peregrinos con sus distintas inquietudes le lleva a uno a reflexionar sobre el papel del santuario, sobre las relaciones que el visitante establece con la imagen de la Virgen y cómo se las arregla en el terreno de la fe. Con frecuencia se trata de una fe alternativa, muy subjetiva, al margen de las celebraciones oficiales de la Iglesia.
 Al santuario no sólo llegan peregrinos con su fe a cuestas, sino que también suben turistas, escépticos, no practicantes, admiradores del paisaje o del arte… La reflexión sobre el santuario desborda el ámbito religioso, pero hoy nos centramos en éste. Tiempo habrá para reflexionar sobre otros aspectos.  

Los santuarios a menudo remiten a un evento original / fundacional, quizás extraordinario, o incluso considerado milagroso, lo cual determina manifestaciones de devoción a lo largo del tiempo. Genera también sentimientos de acción de gracias por los beneficios recibidos. Se trata de lugares privilegiados para los fieles, dónde la Virgen María o los santos asisten los peregrinos.

Es frecuente que los santuarios estén localizados en un lugar elevado y aislado, rodeados de austera o exuberante belleza. Tal situación remite a la armonía del cosmos, a un reflejo de la misma belleza divina. La pretensión de los santuarios cristianos siempre ha sido la de ser signos de la irrupción de Dios en la historia. Por este motivo se les considera lugares sagrados, meta de peregrinaciones, un espacio que facilita la experiencia religiosa, un lugar de culto y de evangelización.

Un lugar privilegiado

El origen y la memoria del santuario desbordan de simbolismo y hasta puede que alimenten un cierto halo milagroso. Tanto más si añadimos que se trata de un lugar de culto y se alza en un ámbito geográfico privilegiado en muchos casos. Por todo ello el espacio del edificio y su entorno remite a otro orden. A un nuevo ámbito de la realidad, una aproximación a lo sagrado, a una esfera trascendente.


La experiencia religiosa facilita la búsqueda de sentido en el interior de una sociedad secularizada. Cuando las estructuras de la sociedad no ayudan a vivir la fe y las autoridades eclesiales han perdido buena parte de su tradicional autoridad, pasa a un primer plano la experiencia religiosa subjetiva.

La aproximación al sagrado que facilita el santuario contiene un aspecto dinámico de conversión y compromiso que también implica sentimientos y emociones. No es disparatado afirmar que tiene que ver con la experiencia mística. En alguna medida la persona se siente habitada por otro que considera superior y presente en su intimidad. Esta experiencia mística no deja el intelecto al margen ni prescinde de la vertiente colectiva, dado que la persona es un ser inteligente y social por naturaleza.

¿Un lugar sagrado?

En el Antiguo Testamento los santuarios tenían un fuerte relieve. Eran lugares privilegiados para el encuentro con Dios. Sin embargo, la revelación bíblica evoluciona y las relaciones entre Dios y el pueblo se espiritualizan e interiorizan. Progresivamente el acento se pone en el encuentro personal con Dios más que en el lugar donde acontece. Si en un primer momento se hablaba a menudo del templo, del santuario y de Jerusalén, desde que Cristo ha resucitado estos sitios tienen un rol meramente funcional. Cristo presente en la comunidad se convierte en el único y definitivo santuario.

Jesús declara superado el culto local y pide una adoración en el espíritu. No hay lugares sagrados que garanticen la presencia de Dios y menos que permitan manipular esta presencia. ¿Significa ello que el santuario deja de tener sentido? Conviene hacer algunas precisiones al respecto, pues en el cristianismo se habla del santuario como lugar sagrado y no por ello se da marcha atrás a una válida teología bíblica.


En la peregrinación el objetivo no es tanto el lugar geográfico cuanto el evento histórico y salvífico. El espacio en cierto modo aprisiona al hombre, mientras que la historia le ensancha los horizontes, la libera y lo humaniza. El santuario se sirve de una forma de religiosidad popular que quizás tiene alguna similitud con el memorial bíblico: actualiza, más que repite, las experiencias y hechos que sucedieron en un tiempo inicial / fundante.

Por otra parte, la historia se relaciona necesariamente con el espacio. De hecho, la Iglesia es el Pueblo de Dios en camino, que se mueve en el espacio y el tiempo. El espacio y la geografía remiten a los hechos que han repercutido en el santuario. Remiten en consecuencia a una lengua, unas costumbres, unas vivencias religiosas.

La peregrinación —tan vinculada al santuario— implica una experiencia religiosa universal, no exclusiva del cristianismo. Está vinculada a la piedad popular y exige una meta, un santuario en nuestro caso. La Iglesia la ha favorecido siempre. No sólo vehicula una experiencia religiosa, sino que la peregrinación ha unido a gente de diferentes pueblos intercambiando valores culturales, sobre todo en tiempos de la Edad Media.

Nuestros días han sufrido un cambio cultural que viene de lejos: la ilustración, el protestantismo, la secularización... La peregrinación ha devenido menos frecuente y ha adquirido un peso más simbólico. Sin embargo, ha habido una recuperación de las peregrinaciones desde la segunda mitad del siglo XIX. Pero se han dirigido no tanto a los lugares tradicionales (el Vaticano, Jerusalén y el camino de Santiago, por citar tres) cuanto a los santuarios locales que matizan la identidad de la fe y la cultura del lugar.

El santuario y la secularización

En nuestro mundo crece el grado de autonomía y de secularización. El sujeto se somete a otras personas o instituciones a regañadientes. Quiere hacer libremente sus decisiones. La religión se desplaza hacia la esfera privada para emanciparse del ámbito político y civil. La fe se privatiza y, por tanto, cada uno interpreta el sentido de la religión y de la vida como mejor le parece. El ámbito sagrado deviene terreno personal. La religiosidad institucionalizada pierde relieve e importancia. Dios acaba siendo asunto personal e íntimo.

Estos planteamientos tienen, sin embargo, un aspecto positivo. Si Dios ya no impone dogmas ni normas morales, entonces queda vía libre para que conecte con el talante más personal del individuo. Ahora bien, el fondo último (que también podemos llamar "corazón") de donde brotan los sentimientos más personales y profundos —como el de la experiencia religiosa— es el mismo que alimenta el amor a la tierra, a las tradiciones, a la lengua, a los ancestros.


El santuario es una oferta atrayente en la actual sociedad. Sobre todo, para aquellos que no consiguen otra forma de inserción eclesial, así como para los participantes ocasionales. Cabría comparar a los santuarios con los brazos misericordiosos de la Iglesia madre que se extienden hacia los desorientados. También acogen a los pecadores, a los marginados, a los analfabetos, a los inconstantes, a los enfermos y a los agobiados.

En el santuario el anuncio de la fe resuena de modo diverso a los oídos del visitante. Se hace más íntimo, más personal e interpelante que el de la parroquia. Se sale de los esquemas fijos y tradicionales. Todo el mundo es bienvenido, aunque no sea del todo ortodoxo en sus expresiones. El anonimato juega su papel y nadie se siente vigilado y menos juzgado.

Para un determinado número de gente el santuario constituye su único vínculo con la Iglesia, el cual alimenta un tipo de espiritualidad alternativa, de contornos indefinidos. Cada peregrino busca según su talante. Cada uno es católico a su manera, no tiene otros compromisos que los que él mismo se impone. Algunos han privatizado la fe, viven una búsqueda muy personal, sin vínculos, sin comunidad o parroquia alguna. La dimensión subjetiva adquiere gran importancia. Así sintoniza con la cultura de la postmodernidad, la que nos rodea, que se desentiende morales convencionales y dogmas establecidos.
Pueblo y santuario

La vertiente religiosa del santuario sobrepasa con creces todo lo que dicho, pero quedaría del todo incompleta si no hiciéramos una alusión a la relación entre la piedad popular y el sentido de pueblo.

La piedad popular se construye poco a poco en el tiempo y está vinculada a los elementos fundantes de un pueblo. La experiencia de Dios —en el grado que sea— se colorea de emociones y afectos. El sentimiento popular otorga un fuerte relieve al lugar y a las circunstancias. El conjunto queda grabado en la conciencia personal, familiar y popular. La piedad de la gente recoge estas experiencias acumuladas a lo largo del tiempo y hace memoria de los hechos significativos que han ido construyendo la identidad del pueblo. No sólo almacena experiencias y recuerdos, sino que las actualiza a semejanza del memorial bíblico.


Las experiencias se mueven entre la historia y el mito. Brotan de lo íntimo de la persona, de la fuente de donde también brotan elementos tan íntimos como la lengua, la vinculación con los antepasados, las aspiraciones de libertad y fraternidad. El lugar originario y las circunstancias fundantes del pueblo abundan en simbolismos. Los anhelos más íntimos —religiosos, emocionales y populares— brotan de la misma fuente que es el corazón. No podemos argumentar esta afirmación, pero son relevantes los filósofos o psicólogos que así razonan.

La identidad religiosa se vive profundamente vinculada a la historia del pueblo, de las circunstancias políticas y sociales que la han acompañado. La piedad popular ha contribuido en gran medida a la construcción del pueblo. Ha marcado los momentos cruciales de la historia: triunfos y derrotas, alegrías y penas, tensiones y tragedias.

Pues bien, el santuario juega un papel importante en este contexto porque es el espacio sagrado donde el peregrino hace la experiencia del encuentro con Dios que lo acoge y escucha. El santuario guarda la memoria de un pueblo que se reconoce en su expresión de fe y favorece el vínculo con los antepasados. Así se convierte en icono de la fe y de los sentimientos más profundos.

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