Diría el espectador
poco avisado, o quizás crédulo, que la juventud es un paraje o etapa de la vida
pulimentado y feliz. Diría por supuesto el mencionado espectador que todo el
mundo desea habitar en esta zona templada, llena de frescura y vigor, donde
normalmente las enfermedades, todavía no han puesto pie.
Diría todo eso y
mucho más al observar cómo la industria se rinde a los pies de los jóvenes —ellos
y ellas— a la hora de ofrecerles vestidos, diversiones, música y cosméticos.
Multinacionales de gran envergadura mantienen la mirilla puesta en la juventud.
Quieren ganársela al precio que sea. No ahorran esfuerzos para el fin.
Se da por sentado que
es deseable gozar del talle ágil y esbelto de la juventud. Por tanto, la
obligación de unos consiste en mantenerlo y la de los otros en recuperarlo. Despierta
envidia la elasticidad muscular de la época moza. Quienes han ido añadiendo
años a su biografía parecen sentir nostalgia del rostro terso y lozano que
extraviaron por algún recoveco de su historia personal.
El protagonismo de la juventud
Al llegar la primera juventud
quedan atrás los pensamientos mágicos de la infancia y el individuo todavía no
siente la menor necesidad de computar la longitud de su futuro. En esta
situación de privilegio —se piensa comúnmente— sólo existe el presente, el aquí
y el ahora. Un espacio limpio de premoniciones y purificado de memorias
desagradables.
Hacia los años
sesenta la sociedad occidental erigió a la juventud en punto de referencia en
su afán de vivir hasta los topes, de experimentar y saborear todo aquello que
pudiera extasiar los ojos, la piel y los sentidos. La mocedad equivalía
tácitamente a una explosión de sentimientos gozosos y de alegre porvenir.
Luego la decisión se
ha ido consolidando. Juventud, belleza, un cuerpo escultural: he aquí los
haberes que suelen asociarse a la etapa joven y que los medios de comunicación
y el mundo del espectáculo exprimen hasta la última gota en todas las
variantes.
El temor ante las expectativas
Pero es posible que,
al colocar en la peana a la juventud y sus valores, no se hayan verificado a
fondo los datos. Porque esta etapa de la vida carga el peso enorme de la
angustia, de la incertidumbre ante la futura profesión, de la ignorancia
respecto a la futura —buena o mala— inserción en la sociedad. Los jóvenes se
preguntan con temor si alcanzarán las expectativas que han ido alimentando.
Por estas y otras
causas ellos son frecuentes protagonistas de trastornos psicológicos. Se comprende
que abunden en su expediente los conflictos de carácter, de personalidad y de
ambientación. Resulta que el joven está construyendo lo que va a ser y vivir el
día de mañana. Es presumible, pues, que las inseguridades, las frustraciones,
las angustias y depresiones hagan su aparición una y otra vez.
A la larga lista de
déficit en el haber de la juventud hay que añadir las dificultades para
encontrar trabajo en los últimos lustros. También el notabilísimo incremento de
la anorexia y la bulimia que han configurado un fenómeno social contemporáneo
cada vez más precoz.
No cabe escamotear
las explosiones de agresividad en forma de violencia colegial, familiar o
callejera. En ocasiones las cotas se exasperan hasta la irracionalidad y hacen
de los niños unos reales asesinos. Al respecto, echar un vistazo a la historia
reciente de los EE.UU.
Todavía hay más
lacras que inciden en la adolescencia y juventud de nuestro hoy. Preciso es
señalar el creciente absentismo y fobia a la escuela, así como los habituales conflictos
familiares. Por cierto, numerosas son las familias de carácter monoparental que
viven tales dramas.
Se sabe que un 10% de
adolescentes en algún momento han desarrollado una tentativa de suicidio y
hasta un 17% les ha rondado por la cabeza la idea de emigrar al otro mundo. Las
toxicomanías, el tabaquismo, el creciente consumo de alcohol,cada vez a edades
más tempranas, hablan con elocuencia de las penas y amarguras del adolescente o
del joven.
Para redondear ese
perfil no está de más sacar a colación cómo Ortega se expresaba a propósito de
los jóvenes. Estaba de acuerdo en hacerles objeto de su mirada, pero no le
interesaba escuchar lo que decían. Su silueta, su agilidad y lozanía le
alegraba la pupila, pero no hallaba motivo para prestarles atención. Todavía
los jóvenes no han pensado ni han experimentado. En todo caso no han tenido
tiempo para realizar una síntesis. Sus discursos no suelen pasar del balbuceo
ni ir más allá de una primeriza impresión.
Miremos a los jóvenes
con agrado, decía el pensador, pero obviemos el escucharlos. Claro que
esta opinión es válida si la persona va meramente a la búsqueda de ofrecer un
alimento para su intelecto o su sentido estético. Porque tampoco hay que
negarse a la escucha en caso de que se les quiera tender una mano. Sea dicho
sin tono paternalista.
Y no deja de tener su
lado positivo escuchar la voz del joven. Así el adulto no se distancia
excesivamente de la realidad que, indudablemente, tiene también rasgos
juveniles.
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