Enhorabuena, Francisco. Pocos hombres son recordados novecientos años después. Felicidades. Aunque ha pasado el día señalado por la liturgia para recordarte, no quiero obviar que las numerosas familias franciscanas se han reunido para reavivar tu mensaje. Se han colocado en derredor de tu figura porque una sola no podía cargar con la totalidad de tu mensaje. Demasiado intenso y extenso para sus limitados hombros.
Los franciscanos y franciscanas te recuerdan, te quieren. A veces puede que viven un poco de rentas, gracias a tu figura portentosa, pero... comprenderás que el discípulo nunca es más que el maestro. Sin embargo, ya eres patrimonio de la Iglesia universal. Y muchos hijos de la Iglesia admiran tu afición por lo sencillo y esmirriado. Esperan de una tal actitud —de la debilidad, en lenguaje paulino— la verdadera salvación, el sentido de la vida.
Te escribo estas letras en un blog que probablemente también llega hasta el cielo. La cibernética es muy poderosa. Y más si la patrocina Google. Quiero decirte algunas cosas en tono amistoso, pues sé bien que a ti las formas solemnes y rígidas no casan contigo.
Necesitamos tu antorcha
Vuelve, Francisco, haces falta. ¿Acaso no ves que los editores imprimen uno tras otro los libros acerca de tu carisma y tu persona? ¿No te has dado cuenta de cómo se multiplican los estudios y los congresos sobre el franciscanismo? Hay un fuerte deseo de recuperar lo que representas y que, poco a poco, se nos ha ido evaporando de entre las manos.
No acabamos de saber leer el Evangelio sin glosas ni comentarios. Urge volver los ojos a los pobres (¡Hay quien dice que no existen pobres en nuestra sociedad!). Porque ellos pueden alimentar la esperanza. Es preciso que, como tú, osemos restaurar la Iglesia, no sea que se vaya convirtiendo en una jaula, más que en una Comunidad fraterna. Urge una renovada decisión de seguir a Jesucristo o acabaremos ilusionándonos con el Código de Derecho canónico. Echamos de menos el amor espontáneo al hermano, vivir con sencillez y valorar la naturaleza. Todo esto, tú lo hiciste a la perfección. Ayúdanos.
Dios quiera que tu aniversario no sirva para hacer retórica en los templos, ni sea motivo de quedar bien para los cardenales, obispos, monseñores, canónigos y otros personajes eclesiales, maestros en cuestión de diplomacia.
Tú no quisiste subir ningún peldaño más allá del diaconado. Rehuiste el compromiso con los potentados, amaste la libertad —hermana de la Dama pobreza—, tú expulsaste del corazón la bestia negra del ridículo. No permitas que ahora te traicionen y todo quede en filigranas retóricas y suaves apretones de manos. Tú que te extasiabas bajo el cielo estrellado y no sentías necesidad alguna de acudir a los fuegos de artificio.
No te dejes secuestrar
No negarás que en vida tenías ocurrencias muy originales. Casi osaría calificarlas de infantiles o pintorescas, si ello no te molesta. Alabar a Dios en la cueva dando gritos a todo pulmón… Mendigar las sobras con la escudilla en mano... Desnudarte frente a todo el pueblo de Así, obispo incluido… Predicar a los pájaros y cantarle al hermano sol y la hermana agua...
Todo ello no es muy normal. Ignoro el secreto de tales gestos. Probablemente no querías rodar por la pendiente del prestigio. Quizá las vitaminas evangélicas de las que te alimentabas te permitían ver más allá del común de los mortales. Como sea, reconocerás que eran cosas poco serias.
¿Como explicas, pues, que te colocaran enseguida sobre los altares? Tuviste fortuna por cuanto todavía no existía el llamado abogado del diablo en el proceso. Seguramente hubiera visto indicios de erotismo sublimado cuando entregaste la ropa a tu padre Bernardone. (¿Sabes que el mencionado abogado descubrió que Juan XXIII bebía una copa de licor después del café?)
Tus gestos no merecerían tanta atención ni tantos estudios, si los hicieras hoy. Te tildarían de extravagante y visitarías a menudo las comisarías. ¿Cómo, pues, la Iglesia jerárquica, oficial, te ha cumplimentado en tan alto grado tras tu muerte?
En buena teoría tú deberías alargar la lista de aquellos santos que nunca serán canonizados. Claro que, bien mirado, con tanta gente como se enamoró de tu sencillez y tu generosidad, hubiera sido peligroso mantenerte en la oposición.
Hoy te asustarías, Francisco
Pedir que vuelvas quizás es pedir demasiado. Es posible que te pasaras el día llorando. La sed de tener, la ambición de dominar y las ganas de divertirse bien que ya existían a tu tiempo y contra ellas luchaste con decisión. Pero hoy ya forman parte del engranaje, del sistema. Más aún, nuestro mundo se fundamenta sobre tales pilares.
¿Cómo reaccionarías ante los sprays que sirven para enamorar, deslumbrar y vivir feliz? ¿Qué dirías de las horas extras, agotadoras, a fin de comprar un coche de más caballos?
A ti te bastaba la admiración de una flor, la poesía del cielo estrellado y la compañía de un gorrión. No entenderías ciertamente que hoy en día confundiéramos tan fácilmente el consumo con la felicidad. Somos miopes a más no poder. Hemos convenido que el comprar, trabajar y consumir produce la felicidad. La verdad es que más bien provoca la frustración, la angustia y el infarto, pero continuamos afirmando que ests resultados son la etiqueta de la felicidad.
¿Y qué dirías, de estos hombres tan sensibles a la ecología —tú, ecologista avant la lettre— que han inventado la bomba de neutrones? ¿Cómo calificarías una sociedad en la que la competitividad nos hace mirar de reojo al compañero porque nos puede quitar el trabajo, el cargo, la mujer o el prestigio?
Vuelve, Francisco. Necesitamos algún gesto extravagante que nos saque del letargo y la irresponsabilidad.
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