Los periódicos no sólo informan, sino que opinan sutilmente en el mero hecho
de titular la noticia. La televisión no sólo informa, también opina
solapadamente a través de la mueca del locutor. Las emisoras de radio opinan
también según el tono y el horario reservado a la noticia. Opinan, por
supuesto, las revistas cuando ilustran la noticia con precisas imágenes. Y
cuando la colocan en el apartado de sociedad, curiosidades, farándula, etc.
Tiene mucho que ver en todo este proceso la orientación política y
económica de los dueños de cada medio, sus intereses, y el de los consumidores
habituales. Por lo demás, factores como la proximidad de la noticia, su
actualidad, su espectacularidad, su morbosidad, etc., influyen de manera
decisiva. Lo confirman los manuales a propósito de cómo gestionar la
información.
Los códigos de la comunicación
La Buena Noticia no puede escamotear este proceso alegando que se sitúa en
otro plano. En primer lugar, porque los evangelizadores son —quiéranlo o no—
materia noticiable. Y de nada sirve su alegato de que no les interesa la
atención pública, que sólo pretenden ser hombres de Dios. Viven en la sociedad
y ésta tiene unas leyes que ya están inventadas. A ellos se les trata con los
criterios generales aplicables a la prensa escrita o hablada.
De lo cual derivan resultados más bien negativos para la causa de la fe.
Las iglesias y sus ministros aparecen por los motivos que más interesan al
público, el cual suele cebarse en lo menos edificante que llevan a cabo los
protagonistas religiosos.
Prestos a evitar ambigüedades, a difundir la buena noticia y armados con
las mejores intenciones, de pronto unos creyentes piensan dar con la solución.
Van a crear sus propios medios de difusión, a los que darán un toque de unción
y un amplio contenido evangélico. Se acabaron los condicionamientos y las
limitaciones.
Pero olvidan que los medios de comunicación exigen un lenguaje peculiar, un
lenguaje periodístico, adaptado a cada medio. Y, aun cuando se consiga, los
oyentes tenderán a cambiar el dial, la revista o el periódico, pues el mismo
hecho de que ostente un determinado sello religioso ya impulsa a considerar su
contenido como mera propaganda. Lo cual resta credibilidad a la noticia. De antemano,
en la misma raíz, el hecho noticioso recibe una ráfaga de minusvaloración en
pleno rostro.
Interesan los hechos, mucho más que el sesgo que le dan las emisoras
religiosas. Los creyentes que convencen por su autenticidad
son noticiables. Y las cámaras van tras ellos. En cambio, los acontecimientos
que se fuerzan para engrosar los noticieros religiosos suelen tener mucho menos
eco. Siempre albergan la duda de si se trata de un producto genuino o si se
ofrece un gato vestido de liebre..
La Iglesia debe reconsiderar su lenguaje. Cierto ropaje, determinadas
vestimentas, tanto en el templo como en la calle… ¿ayudan a la sensibilidad
moderna a captar la fibra última de la buena nueva? ¿No obedecen más bien a
tradiciones, ideologías o tomas de postura cuyo nexo con el evangelio resulta débil
y lejano, cuando no contradictorio?
¿Cómo juzgar determinadas expresiones, gestos y planteamientos que se
desprenden de muchos predicadores en el púlpito? El hombre de hoy es
especialmente sensible a ciertos tics de tufo clerical que rechaza
visceralmente.
Encontrar los registros adecuados
¿Han encontrado los obispos el
lenguaje adecuado para transmitir sus mensajes a través de cartas pastorales u
otros documentos? Ellos lamentan que frecuentemente son manipulados por los
medios de comunicación, pero no caen en la cuenta de que quizás dan pie a ello
cuando usan y abusan de términos abstractos, decimonónicos e impenetrables para
el ciudadano medio.
Algunos grandes pastores del pasado reciente de América Latina supieron
inyectar credibilidad a su lenguaje, que por lo demás, ya andaba respaldado por
la vida. Lo que decían no sonaba a hueco, se escuchaba con atención. Sabían qué
decir y cómo decirlo al hombre de hoy. La emisora o el periódico confesional no
siempre ayuda. En ocasiones obstaculiza los buenos propósitos.
Hay que felicitarse porque ahora mismo en la sede de Pedro hay un Papa que
habla el mismo lenguaje que la gente a la cual se dirige. No es un hecho común.
La comunicación del Papa Francisco tiene un tono de cercanía y de autenticidad que
bien podrían imitar otros pastores. Claro
que no es sólo cuestión de palabras, sino que ello tiene que ver con el
trasfondo de la propia vida. El comunicador del evangelio tiene que superar
prejuicios, huir de frases hueras y de afirmaciones tópicas, pues que todo ello
lastra profundamente los sermones, homilías o conferencias que ofrecen al
público.
Numerosos pastores dirigen el dedo acaloradamente hacia la cultura viciada
de nuestra sociedad y le achacan haber perdido el norte, olvidar los valores
cristianos. De muy escasa ayuda resultará seguir increpando a sus responsables.
Sería más positivo pasar de una actitud polémica y defensiva —tal vez impulsada
por el temor— a una postura de diálogo sincero. Una postura que ha ido dejando
muchos jirones por el camino.
Comunicar equivale a expresar, a difundir, a amar. Efectivamente, en la
relación amorosa son suficientes pequeños detalles —la mirada, la sonrisa, la
caricia— para decirlo todo. El amor es la cumbre de la comunicación. Pues toda
comunicación sincera y honesta es un acto de amor porque es un acto de
solidaridad social, de transmisión de la verdad (o de una verdad, o de mi
verdad, para ser más cautelosos). Es un acto de amor, a menos que la
comunicación resulte secretamente impulsada por el afán de dominar, dictaminar
y humillar.
A la hora de tomar la palabra, la pluma o el teclado, hoy día, un cristiano
no puede permitirse el lujo de ignorar los códigos culturales en los que se
desenvuelve. Debe acudir a la semántica que sus congéneres entienden. Para
ello, es necesario que se sumerja en la cultura y sensibilidad de nuestro
tiempo. Que logre ser hombre o mujer de su momento histórico y no le falte la
habilidad para comunicarse con sus semejantes. Adquirir el lenguaje de los
grandes medios de comunicación le será dado por añadidura, fluirá por sí mismo.
No será sino una técnica de fácil aprendizaje.
2 comentarios:
ero qué pasa en Cataluña?, me pregunta el vecino tras saludarnos después de tantos meses. Y el quiosquero, al comprar los periódicos y el portero del edificio donde vivo, cuya prima pensaba ir estas navidades a Barcelona, y se lo está pensando. No crean que es fácil responder. Son muchos los neoyorkinos que conocen Cataluña y no se explican que aquella gente tan amable ande ahora desgañitándose en manifestaciones, mientras sus políticos huyen o están en la cárcel. Los corresponsales de estos medios tampoco parece que hayan aclarado la situación y como explicar la crisis sería demasiado largo, les aconsejo que sigan adelante con sus planes viajeros, pues en Cataluña hay más ruido que nueces, para cerrar la faena con «Ya sabe usted lo que es el nacionalismo». Lo que convence sólo a los mayores, sobre todo si son de procedencia europea, pero el resto se queda como estaba. Para los que insisten tengo la respuesta más efectiva: «Bueno, a fin de cuentas, ustedes también han elegido a Trump», con lo que se acaba la charla aunque, por desgracia, no el asunto. Sospecho que me ocurriría lo mismo de haber ido a Alemania. De hecho, en las conversaciones telefónicas con los familiares de mi mujer, el tema Cataluña nunca falta en los últimos meses. Nadie se explica que quiera separarse con lo bien que se vive allí. Ha sido posiblemente el mayor error de los secesionistas: daban por hecho que el gobierno español se opondría. Pero confiaban que Europa les respaldaría, al menos en parte. Y ha resultado al revés: la Unión Europea ha sido mucho más tajante en el asunto que el Gobierno español, Rajoy nunca diría que el nacionalismo «es veneno» como ha dicho Juncker, que lo conoce mejor.
La prueba de que ese frente comunitario va a mantenerse cerrado a cal y canto a tal brote secesionista acaba de ofrecérnosla la negativa de trasladar a Barcelona la Agencia Europea del Medicamento, después de haber sido la principal candidata desde el comienzo. Ha quedado la última. Como los conocemos, no nos extrañaría que echasen la culpa al gobierno español. Sólo les queda la mentira, como la de Turull y Rull aceptando el 155 para salir de la cárcel sin renunciar a sus objetivos. Se les ha unido el más duro del grupo, Forn, y al final lo harán todos. Para resumir, seguirán mintiendo, negando incluso la realidad, que les sale al paso como un comendador de piedra impidiéndoles avanzar hacia su objetivo. No importa. Dirán que el traslado de la sede social de 2500 de sus empresas es también simbólico, como la declaración de independencia. Así, de simbolismo en simbolismo, Cataluña quedaría reducida a una isla a la deriva fuera de Europa. Triste destino para los tenidos por más europeos entre los españoles. Hegel decía que un geniecillo irónico mueve los hilos de la historia. ¿Irónico? Yo diría de una mala leche tremenda con quienes confunden deseos con realidades. Yo sigo aconsejando a los neoyorkinos que vayan y vean. Ni en Broadway hay mejor show.
El comentario que pende arriba es de un afamado periodista publicado en un Periodico nacional
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