No había
acudido nunca a urgencias médicas, pero llega el día en que, como manso
corderito, hay que aprestarse a ir al matadero.
No se trata de
un relato autobiográfico lo que me dispongo a contar, aunque tampoco anda lejos
de serlo. Después de todo resulta inevitable que en cualquier escrito se incrusten
detalles más personales. Se ha dicho que toda historieta anda preñada de referencias
subjetivas. Es que cuando uno escribe transmite su visión, sus pensamientos,
sus emociones, su modo de posicionarse ante la sociedad, aun sin hacer
referencia explícita a su propia persona.
Para que te
atiendan inmediatamente en urgencias lo más aconsejable es ir chorreando
sangre. De otro modo, la señorita de la recepción, más preocupada por su propio
aspecto que por el del enfermo, apenas se inmuta. Ante la insistencia responde
que comunicará al médico el apremio. Lo dice con mayor displicencia que la
tendera de la esquina. Al fin y al cabo el dolor es ajeno y el sueldo lo
recibirá íntegro por más que las carnes se le abran al inoportuno visitante. Dicho
sea sin generalizar y sin minimizar.
Ambiente
aséptico el de urgencias. Telefonistas con pinganillos, batas blancas que van y
vienen. Gente que espera resignada. El todo queda impregnado por un indefinido
olor a medicamento.
Hasta en el
momento de hacer cola en urgencias algunas jóvenes no renuncian a su innata
coquetería. No escatiman el colorete en la mejilla ni el vestido bien
combinado. Peor para ellas. Deben pensar los médicos que no andarán tan
enfermas si mantienen intactas las ganas de atraer las miradas ajenas.
Si te aqueja el
dolor, recurre a la paciencia. Si estás ansioso, trata de serenarte. Son
algunos de los consejos que escucha el paciente en la sala. No proporcionan
gran consuelo, la verdad sea dicha. Mientras tanto uno espía los síntomas y los
dolores que padece tratando de clasificar su dolencia. También con la finalidad
de explicarle al galeno el disturbio que acontece en el organismo.
No hay otra alternativa
más que la de confiar en los médicos. Cuando la salud no escasea los médicos
son objeto de mil bromas. Pero en el momento de la dificultad no queda sino
ponerse en sus manos. Y confiar en que no le falle la vocación ni la profesión.
Un letrero muy
visible en urgencias advierte que no se atiende por orden de llegada, sino de
gravedad. Uno mira los rostros de los resignados pacientes, tratando de
adivinar qué les duele y la intensidad de su dolor. Calcula que nadie anda tan
quebrantado como él mismo. Por tanto confía en que su nombre, pronunciado por
una voz en off, esté al caer. Pero no, una y otra vez la voz falla a favor de
otros nombres y apellidos.
Finalmente le
llaman a uno. Craso error pensar que será asistido de modo inmediato. Al
paciente le depositan en una camilla y lo encierran en un cuarto al que llaman box para ahorrarse ulteriores detalles y
carencias. Los cuartos de hora, si no las horas enteras, van consumiéndose.
Cuando ya la desesperación empieza a hacer mella asoma el rostro de una
enfermera. No pone manos a la obra. Simplemente trata de reconfortar al enfermo
diciéndole que el Doctor no tardará en llegar.
Siguen
desfilando los minutos que se estiran como el chicle y por fin el enfermo es
objeto de atención. La enfermera vestida de blanco extrae de la vena una porción
de sangre con más fuerza que maña. Su rostro bien acicalado no hacía suponer
una actuación tan basta. De todos modos no olvida manifestar que el Doctor está
al llegar.
Mientras tanto
el paciente, en su box, con la mirada en el techo, elucubra acerca de su
aventura. Le da por pensar que los médicos, enfermeras y auxiliares han
enfrentado a muchos hipocondríacos. Suponen, por tanto, que los pretendidos
pacientes andan repletos de antojos. No es verdad que a uno le duela la
próstata, el otro tenga el colon irritado y al de más allá se le opaque la
vista. Lo que pasa es que son unos desaprensivos sin escrúpulos que se proponen
perturbar la placidez de los profesionales de la salud.
El Doctor
llega. Entonces hay que estimular la memoria para recordar el motivo por el
cual uno se halla en el box de urgencias. El médico no parece muy interesado en el asunto. En todo caso prefiere mirar la pantalla del
ordenador y susurrar algo ininteligible a la enfermera sentada a su vera. El
Doctor escucha escéptico el relato del paciente. Él tiene mucha experiencia y
sabe lo que le sucede antes de que se lo cuenten. No está dispuesto a que le
den gato por liebre.
El Doctor alivia
escasamente al paciente, pero a cambio ordena análisis y radiografías varias. Llegados
a este punto la intimidad anda por los suelos y alguien que pasa por el lugar
con ganas de charlar se detiene para decirle al enfermo que lo que le sucede no
tiene importancia. Lo que le aconteció a él sí era grave. Acto seguido se
levanta la camisa y muestra las cicatrices del bisturí cual trofeos ganados en ardua
batalla.
El paciente va
acomodándose en la camilla. Al cabo de unas horas es probable que hayan llegado
los resultados de los análisis y que el Doctor recuerde que el enfermo yace
aparcado en alguno de los boxes. Entonces asoma de nuevo para mandarle
finalmente a casa deseándole lo mejor.
En mi caso al
día siguiente la salud empeoró. Era previsible por cuanto el médico no dispuso
tratamiento alguno. Ya no quise repetir la experiencia. Así que me internaron
en una clínica a la que me daba derecho un modesto seguro. Porque hasta hace
poco los religiosos ni siquiera teníamos derecho a acogernos a la Seguridad
Social y había que apañárselas de otros modos.
Me guardo
algunos interrogantes que despertó la aventura de la visita a urgencias. No
quiero abusar de la paciencia del lector. Algún día habrá ocasión de volver
sobre ellos.
1 comentario:
Por favor desvele esos interrogantes que se guarda y que pueden ser de gran utilidad en estos tiempos de crisis con recortes en la SS a muchos pacientes que han de afrontar aventuras similares o más agudas que las que narra en sujetos virtuales pero muy reales
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