Llego a tiempo con la reflexión puesto que apenas
hemos consumido uno de los doce meses del año. La situación invita, pues, a mirar
al trasluz esta realidad tan familiar y común que es el tiempo. Una realidad
que nos atrapa irremediablemente.
Sabemos muy bien qué es el tiempo… o quizás
no habría que afirmarlo con tanta seguridad. Porque si por una parte lo
asociamos a algo usual, rutinario y corriente, por la otra no deja de ser una
realidad enigmática. A propósito, S. Agustín se pregunta con su claridad y
profundidad habituales: ¿Qué es el
tiempo? Si nadie me pregunta yo lo sé. Pero si quiero explicarlo al que me
pregunta, entonces no lo sé.
El tiempo, ese flujo ilimitado que carga
sobre sí todos los acontecimientos de la naturaleza y de la historia. Nada
absolutamente acontece fuera de él. El
ser humano ha tratado de domesticarlo, racionalizarlo y dominarlo. Se ha
propuesto atraparlo clasificándolo desde diversos puntos de vista. Lo ha
atomizado en semanas, horas, minutos, segundos…. A tal propósito le ha ayudado la
observación de los ciclos naturales. Día y noche, verano e invierno…
Pero el tiempo humano adquiere una mayor
densidad. Tiene que ver también con conflictos e injusticias, con gozos y
sufrimientos. El tiempo aséptico y neutral que marcan las manecillas del reloj es
uniforme y transcurre ajeno a cualquier sensación, sentimiento o emoción. En
cambio, el tiempo humano -por ejemplo, el de la joven que espera el día de la
boda- está bañado de deseo e ilusión. El tiempo humano se colorea de gozo, ansiedad,
temor…
Una conversación amistosa y satisfactoria o
un film agradable puede que dure una hora y media según el cronómetro, pero la
sensación es que pasó como una exhalación. Mientras que unos minutos de ansiedad
o de intenso dolor físico se hacen interminables.
El año nuevo abre el horizonte a todas las
expectativas. Como en un recién nacido, todo puede acontecer. No obstante las
decepciones y dificultades del año que se fue, el corazón humano sigue esperando.
Se dirá tal vez que el nuevo año llega con malos auspicios. Da igual. La esperanza
se regenera a sí misma, renace de sus cenizas, como sucede con la mitológica
ave fénix, de plumaje rojo, anaranjado y amarillo incandescente.
El corazón humano no se resigna a una
decepción indefinida. Espera que el año, al cambiar de cifra, sea más propicio.
Y la auténtica razón de fondo es que, huérfana de esperanza, la vida se
evapora.
Una bendición hecha carne
El libro bíblico de los Números, del que echa
mano la liturgia en el umbral de cada año, expresa con fuerza y profundidad los
anhelos que laten en el corazón humano. El
Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su
favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz.
Ahora bien, una bendición no deja de ser un
deseo. Y los deseos, por buenos que sean, no deben confundirse con la realidad.
Pero se da el caso de que la bendición que nos ocupa no es un deseo huero, sino
un deseo hecho carne. En efecto, la
Palabra se hizo carne. La bendición de Dios se ha hecho historia, se ha
hecho carne y hueso en Jesús.
El eterno fluir del tiempo ha saboreado su
plenitud al ser visitado por el Creador de la historia. El Emanuel, el Dios con nosotros,
se ha hecho compañero de camino. El nombre que le impusieron José y María fue
el de Jesús, es decir, Dios salva. El tiempo, ese enigma que se
despliega en apariencia neutral, esconde en el seno a su mismo Creador.
No obstante el anhelo de paz, el interior de
cada uno conjetura que el nuevo año heredará los defectos e injusticias de su
predecesor. Entonces, si la bendición de Dios es más que un buen deseo y se ha
concretado en la carne de Jesús, ¿por qué no llega la paz, la justicia, la
convivencia leal?
Ahí radica el interrogante por antonomasia. Resulta
que las bendiciones, aunque procedan de Dios, no obran automáticamente y mucho
menos fuerzan la voluntad del ser humano. Los pastores fueron al portal. Los
Reyes iniciaron un largo camino. Hace falta justamente iniciar el camino y
acudir al portal. Quien no abre los ojos ante la luz seguirá a oscuras. Quien
en el fondo de su ser no espera o no cree en bendición alguna, seguirá atrapado
en su insignificante y mediocre mundillo.
Dicen los científicos que el tiempo es la magnitud física que permite medir la duración o separación de las
cosas sujetas a cambio. Dicen los creyentes que el tiempo es el misterio de
la historia en el cual la Palabra de Dios se hace carne e invita a todo ser
humano a escuchar su voz y seguir sus pasos.
Convendrá el lector en que para beneficiarse
de algo físico se requiere alargar la mano y apoderarse de ella. Acabo con un
chiste que bien ilustra la moraleja. Una devota señora oraba con fervor para
que le tocara la lotería. Un feligrés cercano, justamente vendedor de lotería, escuchó
su plegaria. Se permitió darle una palmadita en el hombro y decirle: por su
parte hará bien en comprar algún número.
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