Tengo el propósito de renovar la entrada del blog cada 10 días. Y lo he
conseguido a lo largo de estos años, con mínimas variaciones. Pero en ocasiones
uno se siente un tanto agobiado por esta obligación autoimpuesta. De manera que
voy a echar mano del fragmento de una charla que ofrecí en el arciprestazgo donde
trabajo: el de Lluc-Raiguer, en la Sierra norte de la isla mallorquina.
Descansaba en una de mis carpetas porque ya hace años que la había dictado en
un contexto académico. De todos modos, la naturaleza de la misma no envejece
tan fácilmente.
En el rostro adquiere la máxima
densidad el yo humano. Porque, además, tal parece que el rostro posee vasos
comunicantes con el corazón. Los pensamientos, opciones y decisiones del
corazón se reflejan, ante todo, en el rostro. Nada extraño que haya obtenido
resonancia la expresión epifanía del rostro y que incluso esté en la
base de rigurosos estudios filosóficos.
El rostro como vanguardia de la persona
Llamamos persona a la unidad
profunda del sujeto que se despliega en su dimensión espiritual y corporal. Es
un centro consciente y dinámico, un sujeto capaz de comunicarse con el prójimo
al que hay que atribuir toda dignidad.
Se ha definido la persona como la libre
realización de su naturaleza. Una naturaleza que no puede prescindir de su
corporeidad. Gabriel Marcel insistía en que no tenemos un cuerpo, sino
que somos un cuerpo. Y es de evidencia inmediata que donde el cuerpo
adquiere mayor densidad, capacidad de comunicación y personalidad es en el rostro.
En el rostro se transparenta la progresiva y libre realización de la naturaleza
personal. El rostro es expresión y presencia de la persona.
El rostro es mucho más que unos
determinados centímetros de piel o una precisa extensión corporal. No cabe homologarlo
con otras regiones del cuerpo, pues su densidad y significado en cuanto a la
comunicación y la expresión es mucho más relevante.
Las emociones propias y las
relaciones interpersonales dibujan y transfiguran las diversas expresiones del
rostro. En el rostro irrumpe, acontece, se transparenta la persona, en él se
registran incluso los sentimientos, emociones y actitudes del individuo. En
ocasiones el rostro se hace palabra y entonces me permite conocer todavía más a
fondo y con detalle los pensamientos y sentimientos del prójimo. Una buena
parte de verdad contiene la afirmación de que, a los cuarenta años, cada uno
tiene el rostro que se ha labrado a lo largo de su vida.
Es significativo notar que nadie ve directamente su propio rostro, a no ser con la ayuda del algún instrumento como el espejo o una superficie reluciente. ¿Será porque el rostro no es para mí, sino para el otro? El rostro es por sí mismo un lenguaje silencioso, trasparenta el yo íntimo de modo más efectivo que el resto del cuerpo. Los pliegues del rostro y el talante de la mirada irradian la intencionalidad, la interioridad y la emotividad profunda de la persona.
A pesar de todo, en el rostro puede instalarse la ambigüedad. Es posible manifestar sentimientos y emociones que en realidad no se experimentan. Ni la mirada acogedora, ni la sonrisa abierta, ni el semblante afable garantizan inequívocamente que la actitud interior se corresponda con tales expresiones. De manera que la persona puede ocultarse a través de su rostro. Pero en este caso hablamos más bien de excepciones, represiones y falsificaciones.
El rostro como indicador ético
Cuando enfrente de mí vislumbro un
rostro se me hace visible su interioridad, su dignidad. El otro no es
equivalente a lo otro (las cosas), ni al animal, porque tiene un
rostro. Sólo el que viva replegado herméticamente sobre sí mismo y no perciba
el rostro de su prójimo será capaz de tratarle como si no tuviera dignidad
alguna. Es decir, como un objeto al que manejo según mis intereses y
conveniencias.
El rostro del interlocutor me lleva
a percibir de modo inmediato -sin necesidad de reflexiones ni argumentos- que
el otro no debe ser instrumentalizado para saciar mis intereses. El posee una
dignidad que no debe ser violada, no es medio sino fin, como insistentemente
recordara Kant.
El otro es fuente de sentimientos y
de iniciativas. Desde la antropología teológica todo ello significa que también
él es imagen de Dios. Desde la convivencia humana implica que él es tan digno
como yo y no lo puedo subordinar a mis conveniencias.
Tales planteamientos levantan serios
interrogantes sobre algunas actividades comunes en nuestra sociedad
contemporánea. Por ejemplo, la muy desarrollada publicidad. La propaganda tiene
como objetivo convencer racional o irracionalmente al otro, con los recursos de
que disponga y (muchas veces) sin reparar en escrúpulos. Se le pretende
convencer para que acepte ideas de tipo político o compre determinados
productos económicos. La publicidad tiende a tratar al otro como cliente, paciente,
consumidor, votante... Olvida su personalísimo rostro, ocupado como se halla en
favorecer los propios intereses crematísticos o ideológicos.
El rostro es como el indicador del
misterio personal. Ahora bien, este
misterio necesita de un ambiente cálido y de acogida para manifestarse.
Si tropieza con miradas duras y actitudes desconfiadas la persona rehúsa la
apertura y permanece clausurada. Tal como acontece con el caracol que se
esconde cuando sus antenas detectan obstáculos cercanos. Para favorecer la
transparencia del misterio personal hay que mirar el rostro del prójimo con
paciencia, respeto y amor. La mirada que no respeta envilece, destruye,
disecciona.
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