El cuerno de la abundancia o cornucopia |
Con demasiada frecuencia el exceso nos desborda. Y es que cuando algún tema nos agrada o nos ha dado buenos resultados, entonces se nos ocurre repetirlo una y otra vez. De donde resultará, como acontece en la alimentación, que acecha el peligro de obesidad mental, institucional o burocrática, por mentar algunos ámbitos.
Es sabido que al exceso le sigue la obesidad y a ésta una lenta paralización. Sí, sucede más o menos lo que al cuerpo humano: se hincha el abdomen, las piernas se tornan pesadas y los reflejos se ralentizan. Pues en numerosos campos acontece otro tanto: en la política, los medios de comunicación, la economía, las reivindicaciones sindicales, el arte, el deporte…. No menos ocurren excesos en el terreno individual. Uno acaba por sufrir adicción al lujo, al sexo, al juego, al consumo, etc.
¿Ha reparado el lector en que los siete pecados capitales dejan de ser vicios si se adelgazan hasta reducirlos y mantenerlos en una discreta proporción? El orgullo entonces se convierte en sana autoestima. La ira se corresponde con la justa indignación, en cuanto se la obliga a retroceder del más allá de la cordura que había traspasado. La envidia equivale al estímulo que nos ofrece la virtud del prójimo en orden a no abotargarnos, sólo que al envenenarse deja de ser sano.
Excesos en el ámbito religioso
No cabe duda de que también en el terreno religioso han ocurrido excesos, particularmente en las religiones institucionalizadas. Hagamos un paréntesis sobre las que se declaran católicas. Ahí están los Institutos, Órdenes o Congregaciones: siguen con sus numerosos Consejeros, Delegados, Archiveros, Secretarios, Superiores, Administradores. Y no cejan de elaborar documentos e informes para organismos superiores, así como para el propio consumo: Capítulos, Juntas, Reuniones, Delegaciones… Ello aun cuando disminuya a ojos vista el personal y los recursos.
No hablemos ya de la Iglesia-Institución con sus Dicasterios, Congregaciones, Tribunales, Comisiones, Academias, Sínodos, Comités y Secretarías. Y no basta la inteligencia ni el sentido común para ocupar los puestos. Se requieren personas con los correspondientes títulos, rangos y renombres.
La Institución eclesiástica que personalmente considero más desafinada es la del cardenalato. Una Institución hecha a medida para saciar apetencias y orgullos que, por tanto, se sitúa en las antípodas del mensaje evangélico, amasado de sencillez y humildad. Pero la lógica del exceso lleva a que estos señores se engalanen con vestidos extravagantes hasta el punto de que el resultado final desemboca en el ridículo.
El exceso institucional produce cansancio. El exceso de normas acaba royendo el espíritu. ¿De verdad ayudan a nutrir la fe los cientos de cánones, encíclicas, cartas pastorales, motu proprio, exhortaciones y constituciones apostólicas?
Una liturgia interminable y meticulosa llega a irritar y exasperar. Una homilía fuera de lugar, que no logra aterrizar y expone las ideas de modo confuso, es una falta de respeto a los fieles y una sutil manera de invitarles a que no regresen.
El exceso de información y comunicación ha llegado ya a la obesidad mórbida: a todas horas nos acosan los periódicos, las emisoras de radio o televisión, internet y otros mil cauces para enterarnos de lo que -por otra parte- desean que nos enteremos quienes manejan el cotarro. Porque determinados datos se mantienen de modo permanente a buen recaudo de la luz.
Regreso al paraíso de la sencillez
Al socaire de la crisis, la palabra de moda en los presupuestos de diversos Estados es la del recorte o la reestructuración. Se demanda a los ciudadanos apretarse el cinturón, vivir con mayor austeridad, mostrarse solidarios.
Aunque -dicho sea de paso- los recortes y la austeridad deberían iniciar su recorrido en los sueldos de los políticos y banqueros, en las cuentas corrientes de los multimillonarios. De todos modos nos conviene una dieta de adelgazamiento en tantos excesos como cometemos.
Regresemos a la sencillez del paraíso perdido. Es decir, a primar el ser por encima del hacer y el tener. A favorecer el silencio. A vivir más cercanos a la naturaleza, a no consumir compulsivamente. Ni el móvil, ni el Ipad, ni el ordenador son prótesis imprescindibles para nuestro cotidiano vivir.
La sabiduría anda muy cerca de la transparencia y la sencillez. Huye, en cambio de las complicaciones, de los pensamientos contaminados, de los títulos rimbombantes, de las vestimentas fastuosas. La sabiduría hace buenas migas con el silencio que surge más allá de las palabras. Claro está, un silencio espontáneo, no forzado ni causado por la represión.
La verdadera riqueza tiene mucho que ver con la autenticidad, la sinceridad, la sensibilidad. En suma, la mejor riqueza consiste en ser uno mismo, despojarse de todo cuanto resulta innecesario, sean títulos, vestimentas o instrumentos. Haremos bien en recuperar la inocencia de la sencillez.
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