El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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domingo, 22 de abril de 2012

Si yo fuera ateo...


Si yo fuera escéptico o positivamente ateo, el vocabulario religioso no pertenecería a mi diccionario. Multitud de conceptos sobre la trascendencia y sobre la moral me resbalarían. Seguramente me instalaría en una precaria resignación. Las cosas se acaban -pensaría- y nosotros mismos nos acabamos. Bebamos entre tanto, a largos sorbos, los placeres sencillos de los colores, los paisajes, la música, la naturaleza…

No ingresaría en las filas de los que anhelan disfrutar a cuatro manos de los placeres elementales del comer, el beber y el copular. Porque ello me conduciría a la ansiedad de apurar cualquier fruición al alcance de la mano. Un tal estado de ánimo provoca desazón y desasosiego. A la postre impide la felicidad. 

Dios sería un término poco usual en mi vocabulario, aunque quizás habría que recurrir a él en algún momento, dado que en la sociedad hay gente para quienes significa mucho. Entendería muy bien que estas personas creyeran en una trascendencia espiritual. No estaría de acuerdo con ellas: ¡demasiados interrogantes, demasiados escándalos de quienes dicen hablar en su nombre! Pero tampoco me sentiría satisfecho con la negación pura y simple de Dios. Los interrogantes, cuestionamientos e incertidumbres no serían menores.   

Si fuera ateo dejaría el cómo de los fenómenos físicos a los científicos. Y no me pronunciaría sobre el por qué del mundo, dado que no se ha hallado solución después de tantas y tan variadas filosofías. Depositaría mi no saber en un enigma arropado por la oscuridad. Pero comprendería muy bien que otros prefirieran encomendar sus interrogantes a un misterio deslumbrante de luz. Sería una opción al menos tan válida como la mía. Y merecería mi total respeto.

Si fuera ateo aborrecería profundamente de la fe de los fanáticos, la intransigencia de los obcecados, la imposición del propio credo, la represión en nombre del dogma. Sin embargo, sabría distinguir entre quienes se aprovechan de la fe para medrar y quienes se nutren de la fe para irradiar luz y ayuda a su alrededor. 

Reconocería que existen creyentes respetuosos y dispuestos siempre a dar una mano, preocupados por su entorno y por el progreso de la sociedad. Con ideas amplias y tolerantes, incapaces de insultar. Personas que jamás humillan a sus semejantes, aun cuando éstos caigan en excesos inaceptables. Individuos que no se atreven a dictar juicios definitivos y tratan de salvar la conciencia del prójimo, también la del homosexual y la del abortista. No están de acuerdo con determinadas conductas, pero andan lejos de condenar a diestro y siniestro.  

Estas buenas gentes, sinceras y amistosas, me incitarían a esbozar un Dios maravilloso (aunque inexistente) que a todos quiere hermanos y que para todos ellos creó la tierra. Un Dios que se indigna cuando unos pocos se la apropian. Que, sin embargo, no fulmina a la gente malvada porque respeta exquisitamente la libertad que Él mismo les otorgó.

Caso de encontrarme en las filas ateas pensaría que a Dios se le caricaturiza cuando se le imagina tratando de sorprender a hombres y mujeres con las manos en la masa. No creería en las palabras del Nuevo Testamento, pero las leería sin lentes reductoras ni fundamentalistas. Concedería de buen grado que los textos escritos muchos siglos atrás deben ser interpretados teniendo muy en cuenta su contexto vital. 

A lo que los buenos creyentes llaman moral yo le daría el nombre de ética. Las experiencias religiosas que a ellos conmueven yo las consideraría experiencias estéticas. Me inclinaría ante la Pasión de S. Mateo compuesta por Bach y no menos ante el Ave Verum escrito por el genio de Mozart. 

Si yo fuera escéptico me abochornaría ante tanto barroquismo callejero en Semana Santa. Sospecharía que los cofrades no son precisamente los más genuinos representantes de la fe. Como tampoco comulgaría con el prurito de reunir grandes multitudes para demostrar indirectamente el poder de la Institución. No estaría de acuerdo con hacerle el caldo gordo a un Dios vanidoso y excesivo, más propio del consumo que del recogimiento.

Sin embargo, defendería el derecho de cualquier ciudadano a recorrer la calle en procesión disfrazado con estrambótica capucha y propinándose latigazos en el lomo. Tampoco discutiría el derecho que asiste a los predicadores a declarar en público sus convicciones, siempre y cuando lo hicieran con respeto y dejando claro que no pretenden imponer, sino simplemente exponer. Quienes tienen fe consideran que la religión no es sólo para consumo en la intimidad. Con ella pretenden mejorar la sociedad. Pues bien, dado que creería en la libertad de expresión, la acataría aun cuando no me agradase su formulación en determinados casos.  

Si yo fuera ateo no dejaría de maravillarme la vida callada de los monjes, la plegaria silenciosa del creyente, la paciencia de los catequistas, la generosidad anónima de los voluntarios de Caritas o cualquier otra ONG dedicada al servicio del prójimo.   

Y finalmente, si yo fuera ateo, no dejaría de interpelarme ante la fe valiente, generosa y decidida de un ejército de creyentes que trata de dar una mano de humanidad a nuestro mundo desquiciado.

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