Con ocasión de la muy manoseada crisis he tenido ocasión
de leer teorías, hipótesis, críticas, diagnósticos y pronósticos a propósito de
las calamidades que padecemos. Personalmente me han interesado los escritos de orientación
humanista. Confieso que los de carácter técnico suelen producirme una muy
notable confusión mental.
Era el difunto y sabio José María Mardones quien
explicaba -aunque la idea la tomaba de otros autores clásicos en
sociología- que la religión había dejado
de ser el elemento protagonista de la sociedad y ahora cada constelación de
valores trataba de emanciparse. La economía lograba una clara ventaja en la
carrera. No sólo se emancipaba, sino que acababa sustituyendo a la religión,
pues que a su alrededor gravitaban otros valores y actividades.
La economía ocupó el vacío dejado por la religión que,
poco a poco, pierde rango a medida que transcurre la postmodernidad. Ahora es el
capital, las finanzas, los intereses lo que señala la finalidad de la vida
humana, lo que vale y lo que importa. Incluso pretende rediseñar la estructura
social. Me refiero a la economía con nombre y apellido: neoliberal y
globalizada.
Este tipo de economía se basa en la producción de
productos cada vez más sofisticados y caros. La tecnología se refina, con lo
cual logra ofrecer bienes, servicios y productos siempre más caros. ¿Quiénes
los adquieren? Evidentemente quienes disponen de abultadas cuentas corrientes.
La ciencia y la tecnología progresan en la medida que consiguen
bienes más novedosos y sofisticados para satisfacer a quienes pueden
costearlos. Ello exige y favorece que la riqueza se concentre en pocas manos. Aludo
simplemente a la fusión de bancos y cajas, a los multimillonarios que cada vez
son menos, pero poseen más, las multinacionales que fagocitan compañías menores
y multiplican sus establecimientos…
Por supuesto, si unas compañías crecen es porque otros disminuyen.
Por otra parte es verdad que cuando los inventos y productos, tras el primer
impacto, pierden la aureola de la novedad, bajan de precio y las clases que
corren detrás de los ricos recogen las migajas que caen de la mesa del consumo.
Dicen que el motor de la economía son los ricos. Puede
que sea así, pero a mí me resulta infinitamente triste y definitivamente
injusto que sea así. Porque ello equivale a decir que la actual economía requiere
de la desigualdad y la concentración de la riqueza. No es una economía para
satisfacer las necesidades de la población. Y encima los expertos están
convencidos de que fuera del mercado no hay salvación.
El consumo como meta de la existencia
Desde el momento que la economía desempeña el papel
protagonista en la sociedad, embelesa a los ciudadanos. Inyecta en sus mentes un
nuevo sentido de la vida: el consumo. Vivir equivale a consumir. La pescadilla
se muerde la cola: hay que ganar mucho dinero para producir muchos bienes y
servicios. Luego es preciso despertar el deseo de estos bienes en la población
para venderlos y recuperar con creces la inversión. Lo cual se lleva a cabo con
la publicidad. El consumo promete efluvios de felicidad. Así funciona la rueda
infernal que es del todo inmune a los sentimientos de ternura, solidaridad, y justicia.
Justamente los más afines a la felicidad.
Del consumo se espera la felicidad que, a su vez,
favorecerá un sentimiento de plenitud. Aun cuando fuera así, que no lo es, se
da el caso que satisfacer los deseos emergidos o provocados, no está al alcance
de todos. Sólo unos pocos suben a este podio: los nuevos héroes, que son los
ricos.
Para que la maquinaria del consumo funcione requiere ser
lubricada con una publicidad incesante. Los medios de comunicación se encargan
de la tarea. Al fin y al cabo viven mayoritariamente de la propaganda y la
competencia entre ellos es feroz. La publicidad bien podría compararse a un
proselitismo laico demandado por el modelo económico del consumo.
La gran pregunta se formula así: ¿de verdad que el consumo
es la llave de la felicidad? Más bien salta a la vista que el actual sistema
económico destruye al individuo y a la familia entera. El afán de consumo
reclama dinero y éste no hace buenas migas con las actitudes solidarias o
compasivas. El dinero endurece el corazón y trata al otro como paciente o
cliente o comprador, pero no como a un ser humano con rostro propio e
irrepetible.
Cierto que la economía global y neoliberal todavía no ha
conseguido destruir todos los lazos de familia y amistad que acercan a los
individuos entre sí. Pero quizás no ande lejos la meta si observamos las
tendencias de las clases y países emergentes.
El día que, en hipótesis desventurada, el consumo se
erija en protagonismo único y exclusivo, la vida resultará insoportable. Una
vez que todos dispongan de móvil, ordenador y coche… ¿habrán conseguido dar
sentido y valor a la vida? Claro que una tal pregunta no se la formulan los
economistas. No entra en su horizonte, dado que no tiene equivalencia en euros.
No incumbe a los banqueros.
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