El próximo día 11 de octubre se cumple medio siglo del inicio del concilio Vaticano II. El mundo en general, y la Iglesia en
particular, tienen más bien poco en común con pasados lustros por lo que se
refiere al entusiasmo, la utopía, la imaginación y el diálogo. Sin embargo, no
cabe ignorar el peso que tuvo la magna asamblea, el acontecimiento de mayor
relieve eclesial del siglo pasado y de lo que llevamos del presente.
Una dosis de valentía
El Concilio tuvo la valentía de emprender cambios y
reformas. Se necesita gran ilusión, un fuerte dinamismo y no escasa capacidad
de sacrificio para ello. Porque cambiar y reformar equivale a estimular a unos
que se levanten de su silla, a otros que abandonen sus rutinas, a los de más
allá que dejen de esperar en el escalafón e inventen algo más novedoso. Ahora
bien, por lo general, los seres humanos defienden con ahínco sus privilegios,
las posiciones tomadas, las seguridades que les ahorran sobresaltos. Por
consiguiente, hay que esperar contradicciones y resistencias a toda voluntad de
cambio y de reforma.
Juan XXIII, y buena parte de los Padres
conciliares, tuvieron muy presente la exhortación del Maestro: no tengan
miedo. No se limitaron a decirlo o escribirlo, sino que actuaron sin
temores ni recelos. Muchos, y muy cerca de la silla de Pedro, no creían en la
utopía del Pontífice, no se fiaban de que fuera mejor perdonar que condenar.
Las corrientes de aire que se colarían por las
ventanas abiertas podían ocasionar nefastos resfriados a los habitantes del
interior. Caminar a la intemperie con los demás hombres y mujeres -compañeros
de camino- expuestos al polvo y a las heridas, se le antojaba a buena parte del
personal más arriesgado que permanecer quietos, a buen recaudo. Aunque hubiera
que pagar el precio de un ambiente enrarecido y el peligro próximo de
enmohecimiento.
Tomar partido
Tomar partido fue otra de las características del
Vaticano II. Tomó partido por el ecumenismo, por los laicos, por los marginados
(aunque tímidamente), por los valores humanos, por la autonomía de la ciencia y
de la política, etc. En consecuencia se comprometió a fondo en el diálogo con
todas las instancias del mundo moderno.
Hoy día vivimos otras circunstancias. Priva más
bien el temor a las consecuencias negativas de lo que eventualmente podría
pasar caso de uno definirse con demasiada claridad. Existe el miedo a las
represalias sutiles o declaradas en contra de los que no siguen dócilmente los
programas elaborados previamente en instancias superiores.
Los jesuitas asesinados en El Salvador, gloria del
Pueblo de Dios, el mismo Monseñor Romero, y tantos otros mártires en la
avanzada del cristianismo, no provocan entusiasmo en los grandes centros
eclesiásticos. Los personajes claves de la Iglesia más bien defienden la
restauración y la disciplina. Los hombres entregados y arriesgados suelen vivir
hoy día en la periferia, el desierto o la frontera, por usar un vocabulario
bastante común entre los religiosos.
Lo penoso del asunto es que la Iglesia se ha visto
convulsionada y desgarrada a causa del cisma. No del hipotético cisma promovido
por estas personas sospechosas y vigiladas, sino justamente por los hombres que
todavía exigen más seguridades, dosis masivas de derecho canónico, y férrea
disciplina. Ningún teólogo de la liberación ha tenido la ocurrencia de
organizar un cisma. Pero el obispo Lefèbvre sí amenazó, chantajeó con él y al
final lo puso en marcha. Y no obstante los puentes puestos a su disposición, ellos
se mantienen en sus trece. Se diría que en las altas esferas desasosegaba más
la imagen del obispo Casaldáliga en mangas de camisa que Monseñor Lefèbvre vestido
de seda colorada y con un cisma bajo el brazo.
Confiar en los semejantes.
El Concilio siguió las huellas de Jesús: habló de
levadura en el mundo, otorgó confianza a los fieles, se animó a lavar los pies
de los hombres, no apedreó a las adúlteras, no pasó de largo ante los Zaqueos,
ni las Magadalenas del momento. Tocó a los leprosos y consoló a las
madres que lloran la muerte de sus vástagos. Un documento empapado de voluntad
de diálogo y de afán de tender la mano lo puso en evidencia: la constitución
pastoral sobre la Iglesia y el mundo actual, conocida como Gaudium et Spes.
Luego cambiaron las sensibilidades. Una larga lista
de pensadores creyentes tuvo que acudir, a lo largo de la década de los ochenta,
y ya con anterioridad, a un poco glorioso tribunal para dar cuenta de sus
ideas.
El Concilio quiso ser un despertador, un toque de
alerta. Tuvo el coraje de convocar a unas tareas apasionantes. Pretendió sacar
las legañas de los ojos que impedían ver las cosas claras y nítidas. Quiso
descostrar el evangelio para dar con la capa más original y auténtica.
En las realizaciones se cometieron errores o se
dijo que se cometieron errores. El péndulo dio en el extremo opuesto. Los
hombres que manejaron las riendas usaron los términos del Concilio, pero
introdujeron en ellos un pensamiento ajeno al mismo. Apelaban a una
hermenéutica de la continuidad, a una restauración y sabían muy bien hacia
donde querían ir.
La brújula apuntó a horizontes contrarios. La
sensibilidad perdió agudeza y dejó de apreciar la novedad, la imaginación. Apareció
un Código de Derecho Canónico en la década del ochenta y un Catecismo en la
década de los noventa que, sin necesidad de profundos estudios en el
laboratorio de la teología, diferían declaradamente del ADN conciliar.
Hubo una vez un Concilio...
No hay comentarios:
Publicar un comentario