Circulan por ahí unos gruesos volúmenes que relatan en
pocas líneas la personalidad o las gestas de hombres célebres. Se titulan Quién es Quién (Who is Who). En más de
una ocasión se me ha ocurrido que también la iglesia requiere de una operación
esclarecedora a gran escala para saber quién es quién.
No se trata de publicar un directorio que identifique a
los obispos, sacerdotes, religiosos o laicos destacados en el quehacer
eclesial. No. Mi deseo apunta a algo tan simple y fácil de formular como lo
siguiente: que la comunidad sepa quién es o no cristiano, que el mismo
individuo sea consciente de ello.
No me refiero tampoco a conocer el perfil espiritual o
moral del vecino a fin de clasificarle adecuadamente. Ni la espiritualidad ni
la moralidad son susceptibles de ser medidas. Para nuestros fines sería
cristiano el que mostrara el firme deseo de llevar a la práctica los criterios
de Jesús y se integrara mínimamente en un grupo creyente. Sin reparar
mayormente en sus fragilidades humanas.
El peso de las tradiciones y los prejuicios
Resulta insostenible hablar de unos cristianos que no
saben lo que son, o que lo saben sólo porque otros se lo dijeron, o que lo son
para determinadas ocasiones. Una tal situación se presta a todo género de
ambigüedades. Provoca el escándalo a quienes observan conductas indignas en
aquellos que teóricamente dicen formar parte del grupo de creyentes.
Una tal situación se presta a organizar estructuras,
realizar ceremonias y dirigir discursos a unos sujetos como si fueran creyentes, cuando en realidad su compromiso es nulo
y no tienen la menor intención de cultivarlo.
Una tal clarificación debiera comenzar por el bautismo,
que es la puerta oficial de entrada a la comunidad llamada iglesia. Si desde
los inicios se permiten toda clase de confusiones, se renuncia de raíz a la
posible clarificación. Ahora bien, hay quien entra en la iglesia ―se bautiza―
no tanto por lo que la iglesia es o significa, sino por un rosario de
tradiciones, prejuicios y presiones que así se lo imponen. Es un secreto a
voces que tal cosa sucede. ¿Vamos a extrañarnos si entonces el sentido de
pertenencia resulta débil, confuso e irrelevante?
Para mucha gente en lugares donde he ejercido el
ministerio el bautismo es un rito que se administra a los recién nacidos para
que dejen de ser moros, para que no
vivan como perros, para que no se los lleve la bruja. El ambiente ha
impuesto que es preciso bautizar a los niños, y se les bautiza.
Para comenzar tales calificativos dirigidos a los no
bautizados son ofensivos y totalmente fuera de lugar. Luego hay que considerar
que esta concepción del bautismo va unida al sentimiento religioso inscrito en
lo más hondo de la persona humana. De generación en generación un vago, pero
pertinaz sentimiento de religiosidad natural, empuja a bautizar al niño. Se
trata de una religiosidad difusa, vaporosa, sin brújula. Hay que bautizarlo,
aunque los padres no sean practicantes, ni crean en la existencia del más allá,
ni en pecado original alguno.
Los padres se sienten ofendidos cuando se les regatea
este derecho. Porque, efectivamente,
lo consideran un derecho paralelo al de la atención médica o a la inscripción
en los registros municipales. Hablarles de catequesis o futuros compromisos es
inútil. Quizás se molesten por las exigencias, quizás pasen por lo que se les
pide con tal de salirse con la suya. Pero no tienen antenas para captar este
lenguaje. Se comprende. Sus motivaciones son muy otras de las que cree el
párroco.
Presiones y fiestas sociales.
Junto al sentimiento religioso están las presiones
sociales. En algunos lugares todavía hay quien señala con el dedo a los no
bautizados y sospecha incluso de su comportamiento ético. Un capítulo aparte
respecto de las presiones sociales lo constituye el aspecto legal. En determinados
países el bautismo sirve eventualmente para ingresar a la escuela, para viajar
a países que otorgan la visa en cuentagotas, etc.
¿Acaso no existen registros civiles en los que constan
los datos del individuo que desea ir a la escuela o viajar a un país vecino?
Sí, existen, pero se manipulan con tanta facilidad, se soborna a los escribanos
con tanta habilidad, que los dichos registros han dejado de ser creíbles.
No en último lugar, el bautismo ofrece una oportunidad
para establecer ventajosas relaciones familiares. Existe la institución del
compadrazgo no se borra por decreto. En determinados países mantiene una fuerza
a tener muy en cuenta. Y condiciona tremendamente la búsqueda del padrino. La
función del padrino creyente, capacitado para ayudar en la fe, suele pasar
totalmente inadvertida. Interesa muchísimo más la elección de un compadre que
otorgue prestigio o a quien se pueda recurrir en emergencias económicas.
La fiesta familiar también cuenta lo suyo. Como toda
fiesta, permite romper la monotonía de lo cotidiano, abrir la puerta al
regocijo, echar una cana al aire. Y, quizás lo más importante, aunque lo menos
confesado, permite proclamar la categoría social del anfitrión.
En conclusión, mucha confusión. Con un tal bagaje de
motivaciones no habrá que maravillarse si el bautismo ―entrada oficial en la
iglesia― tiene que ver con la sociología más que con la fe. El bautizado pone
el pie en el umbral de la iglesia, no porque se haya convertido, o porque sus
padres quieran educarle en la fe y la moral cristianas, sino por prejuicios,
presiones, tradiciones ajenas al sacramento.
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