Desde hace unos veinte años se descubrió el formidable
influjo de la pantalla televisiva en el pensamiento y las decisiones del
público. Seguramente es la televisión, bien manejada, la que aporta un mayor
tanto por ciento a la hora e convertir una candidatura a gobierno en gobierno
efectivo.
Desde entonces ningún político desdeña cortejar la
pequeña pantalla. Tenga o no carisma, sea o no fotogénico, luchará con denuedo
para conseguir su ración ante las cámaras. Y no desestimará maquillarse con
profusión, ni desoirá las sugerencias de sus asesores de imagen acerca del
perfil más favorable. Ensayará la sonrisa más atractiva y blanqueará sus sienes,
si hace el caso, para indicar que su juventud no está exenta de experiencia.
El precio a pagar
Nadie le hace ascos a los recursos que puedan empujar
hacia la victoria. Comprensible. Pero, ¿ha pensado el lector el precio que
pagan los candidatos, y la sociedad toda, por esta obsesión de la pequeña
pantalla, por el prurito de la publicidad en general?
El precio a pagar es la banalización de la campaña
electoral. Es la frivolidad, la insustancialidad del mensaje. Eso en el mejor
de los casos que, en el peor de ellos, el costo implica la mentira, la
desfachatez, la promesa sin soporte. Por no hablar de las zancadillas, ironías
y hasta insultos de que dan fe los medios de comunicación en plena campaña.
En efecto, toda campaña arrastra consigo una contracampaña.
Es decir, estimula el arte de destacar los defectos del contrario. Si los otros
son tan malos, el ciudadano me elegirá a mí, que lo soy menos. Ésta es la clave
y el objeto de la contracampaña. Vencer, pero no por mis méritos, sino por los
deméritos del contrario.
Cuando se proclama que la nueva política regenerará la
vida social entiéndase que los políticos del presente son unos saqueadores. Cuando
un candidato presume de juventud dice veladamente que el contrario está acabado.
Si mi candidato tiene sensibilidad social está claro que el adversario no tiene
entrañas: desahucia y recorta a mansalva.
Una tal propaganda subliminal ―aunque detectable― sería
de recibo por cuanto no ataca directamente ni calumnia al contrario: deja que
cada uno interprete, aunque da por supuesto que… Más turbio se pone el asunto
si, por defender mi candidatura, echo lodo sobre la del vecino.
¿Qué gana el votante con todo ello? Ni se le proponen
programas ni se le anuncian soluciones técnicas. La campaña se reduce a un
pugilato en el que los contendientes buscan dejar K.O. al adversario para
hacerse con el botín. Los respectivos hinchas corean y se desgañitan pidiendo
golpes más contundentes, en el entretanto.
Todo lo cual crea un clima irrespirable, en nada propicio
a la serenidad de la campaña, a la reflexión consciente. Al contrario, encona
las posturas tomadas, fortalece los bandos y se concluye que todo es válido
mientras sirva para asestar un golpe certero al adversario.
¿Dónde están los argumentos, los debates políticos, las
soluciones de carácter técnico para discernir al mejor? Eso se desecha puesto
que aburre al espectador. Las apariciones televisivas toman el cariz de
demostraciones de fuerza, de espectáculo, de profesiones de fe en el líder. El
cual, por su parte, se acicala cuanto sabe para arrastrar los votos que se le
pongan al alcance. Quizás presuma de corredor mañanero, de ecologista, de
forofo de “la roja”…
La falta de rubor
Las cuñas o anuncios breves a favor del candidato apuntan
a identificarse con el gusto musical, el lenguaje y hasta los jugos gástricos
del oyente. Buscan la seducción del momento como el alumno que memoriza con
pinzas los cuatro puntos principales que le serán de utilidad a la hora del
examen. Lo que suceda después, no le interesa. Al político le interesa vencer,
que no convencer. Y a este fin orienta todos sus esfuerzos.
Cuando se llega al capítulo de las promesas, colindantes
con la mentira y la hipocresía, el asunto resulta todavía más penoso. ¿Cómo se
puede decir hoy que la economía se arregla con un par de decretos leyes? ¿Cómo puede
uno presumir de moderación cuando ha desahuciado sin piedad y ha impedido a
miles de seres humanos que recurrieran al médico al enfermar? ¿Cómo presumir de
buen gestor en la economía cuando el país adeuda toda su producción bruta y los
capitostes de la Unión Europea le reprenden una y otra vez por excederse en el
gasto?
Hay quien dice éstas y otras muchas cosas sin
ruborizarse. Promete a boca llena sin que le tiemble la voz. Ya no se trata de
recursos estratégicos que uno perdona por aquello del fragor de la batalla. La
cosa tiene que ver con la más absoluta falta de ética, con la hipocresía y el
cinismo.
Éste es el precio que estamos pagando en el altar de la
publicidad y de la televisión muy especialmente. Los más sensatos ciudadanos
empiezan a desconfiar de las palabras de los líderes políticos. El sistema
plebiscitario va erosionándose y, en todo caso, se acepta como mal menor. El
hecho es que los coqueteos populistas, el deseo de agradar a la masa y atrapar
el voto de la mayoría son pésimos consejeros a la hora de proyectar una campaña
política seria.
2 comentarios:
Ya estoy cansada de tantas elecciones. La propaganda me es insoportable. Repeticiones, mentiras, desfachateces... y como dice el articulista, falta de rubor.
YO también creo que la política podría ser una gran arma para hacer el bien. Pero no es así. Los políticos no están por la labor.
Unos se corrompen y se dejan corromper por los amiguetes. Otros favorecen a los de su clase. Por cierto, ¿cómo es que el articulista nada dice de la nota escrita en la metrópoli de Valencia (incluyendo Mallorca), por el excelso Cardenal Cañizares? La Conferencia episcopal, por una vez, ha callado, cosa de alabar... pero los obispos de la metropoli han vuelto a hablar. ¿Todavía confían en que alguien les escuche?
Estic d'acord amb l'autor de l'article: resulta molt difícil arribar al poder i no voler quedar-s'hi per sempre a costa del que calgui, i caigui qui caigui.
Ara a Turquia, amb el cop d'estat, veiem la "purga" que s'està fent per assegurar el poder, que en diuen democràcia. Un disbarat.
Vaig llegir El Pincipe de Maquiavel i és terrible el que l'autor diu: que el qui mana ha de voler priotàriament ser temut, no ser estimat. I que per a ser temunt tot s'hi val. I a l'actualitat molts dels qui manen volen ser temuts. Per això encara existeix la tortura a les presons i la pena de mort a molts països.
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